Hacía ya
unos meses que iba notando la necesidad de cambiar de coche. El suyo, un mil
doscientos cincuenta rojo, de marca y modelo desdibujados por el tiempo y los
extras, tenía casi veinte años y ya lo había dejado tirado en la carretera en más
de una ocasión.
Los avisos venían de antiguo. Unos años antes, en un
viaje desde Barcelona a Collioure, que tenía como fin visitar la tumba de
Antonio Machado, un viaje poco problemático en principio gracias a la bondad de
las carreteras y a la cercanía a la frontera de la localidad francesa, después
de una parada para tomar café, las ventanas delanteras se negaron a bajar.
Comprobó el fusible; estaba bien. A mediados de agosto, sin aire acondicionado
y con las ventanas cerradas, el vehículo era una sauna. Isabel, una muchacha de
Figueras que conocía superficialmente, le había pedido que la recogiera y la
llevara hasta Perpignán. Los dos, jóvenes inexpertos, sudaban copiosamente en
aquel horno con ruedas.
La llegada a Collioure fue como llegar a un lugar fresco
y ventilado: respiraron profundamente y se dieron un baño en el mar. Luego
comieron junto al pequeño puerto y, cuando ya la tarde empezaba a declinar, tras liberar tensiones acumuladas en un hostal por horas, se vistieron de azul y blanco y
vagabundearon por las calles en busca del cementerio. Allí, por fin, estaban
Antonio y su madre, los dos enterrados muy cerquita bajo aquel cielo luminoso,
abierto y azul. A él se le escapó una lágrima de emoción y ella, bromista, se rió, lo que produjo una discusión entre los dos y la
consiguiente ruptura de las relaciones de aquella pareja de carretera. Él se
volvió a Barcelona pasando un calor infernal y ella se quedó haciendo dedo
hacia el Norte en la salida de Collioure.
No recordaba cuántas veces le había cambiado la batería,
cuántas el distribuidor, cuántas había tenido que buscar a un conductor amable
y bien pertrechado que le diera teta a su coche. El circuito eléctrico, estaba
claro, era lo que le daba los problemas. Gracias a los milagros que le concedía
algún santo del panteón católico, quizá San Cristóbal, pasaba las Inspecciones
Técnicas de Vehículos sin excesivos problemas y, una vez superadas, se le
olvidaba la necesidad de cambiar de vehículo. De todas formas, no podía dejar de
cambiarlo, estaba claro, pero… ¿cuándo lo haría? Y, sobre todo, ¿qué le impedía
cambiarlo?
La razón era sentimental: el coche, su viejo coche, había
pertenecido a un amigo desaparecido hacía ya seis años. Fue en una desgraciada excursión al Valle de Tena, en el Pirineo Aragonés, donde
esperaban subir por la GR 11, desde el Balneario de Panticosa hasta los gélidos
Ibones Azules. Pero nunca llegaron. De
camino hacia Huesca, cuando viajaban por la provincia de Castellón, se
detuvieron muy cerca de Morella para entrar en la Cova dels Forats, famosa por su
belleza entre los espeleólogos de todo el mundo. Si no hubiera pasado ninguna
desgracia, la recordaría como lo que es en realidad: una de las formaciones
geológicas producidas por la acción del agua más bellas de todo el planeta,
comparable al Puente del Inca o a las Cataratas de Iguazú. Puede pasar desapercibida para
cualquiera que no penetre en su interior: la entrada es un pequeño agujero de
apenas un metro de alto y otro de ancho escondido tras unos arbustos. Desde
fuera, contemplando su humilde acceso, nadie pensaría que oculta un dédalo de
más de tres kilómetros de extensión, interrumpido de cuando en cuando por lagos, cinco en total, sobre los que cuelgan estalactitas de decenas de
metros. La cueva tiene seis pisos; en el último, a más de doscientos metros por
debajo del nivel de la entrada, se encuentra el lago mayor de todos, conocido
por el significativo nombre de Llac
dels desapareguts. Fue allí donde ocurrió. Cuando estaban muy cerca de la
orilla, contemplándolo a la luz de sus linternas y de las de un grupo de
excursionistas franceses, que fueron involuntarios testigos de la tragedia también,
su amigo resbaló, cayó al agua y desapareció de su vista. Nunca más se supo de
él, ni siquiera se encontró su cuerpo. Era como si el agua se lo hubiera tragado.
Desde aquel día, desde el momento justo en el que ocupó
el lugar de su amigo tras el volante, le tomó al coche un cariño tan grande que
no podía deshacerse de él a pesar de su mal estado. Lo compró a los familiares
del amigo, lo puso a su nombre y se dedicó a viajar sin descanso para intentar
huir de la muerte, que, según le había desvelado un sueño premonitorio, le
alcanzaría en el primer lugar en el que pasara más de diez días seguidos o al
que volviera antes de dos meses. Cualquier otra persona que no fuese tan
supersticiosa, hubiera olvidado pronto el sueño y se hubiera establecido ya en
algún sitio, pero él no era así y no pensaba dejar de serlo. Tenía más de
cincuenta años y aún viajaba sin parar, hoy aquí, mañana allí, sin darse nunca
un respiro, sin permitirse dormir más de dos noches seguidas en la misma cama,
como si fuera incapaz de dejar de sentir detrás suya los pasos y el aliento de
la muerte.
Sin embargo, a pesar de todo, un buen día, en Salamanca,
se levantó con otro ánimo. Bajó a recepción, pidió las Páginas Amarillas y buscó el apartado “Automóviles
Usados”. Apuntó varios números telefónicos y dedicó todo el día a visitar
tiendas y talleres. Finalmente, en uno situado en la carretera que baja hacia
Cáceres, le hicieron un buen precio por el suyo y lo cambió, sin apenas dar
dinero, por un modelo blanco, sin metalizar y con menos de cincuenta mil
kilómetros. Luego, decidido por fin a cambiar de vida, visitó a una adivina,
algo que no hubiera hecho antes por considerarlas embajadoras de la muerte. Era
una mujer de largo cuello y grandes, almendrados e inquisitivos ojos oscuros,
una fugitiva de un cuadro de Amadeo Modigliani, la imagen de Jeanne Hebuterne
resucitada. Le contó el sueño con pelos y señales y, como de pasada, por hablar
un poco de todo, le comentó el cambio de coche. Tras oírle lo del cambio de
vehículo, la adivina respiró tranquila por primera vez en toda la sesión y,
después de consultar las cartas, le aseguró que la muerte viajaba en el coche
de su amigo pero, al deshacerse de él, había conseguido alejarse de ella por
muchos años.
Nuestro conductor quiso hacer caso a la adivina y se
propuso permanecer en Salamanca durante más diez días. Se entretuvo paseando
por la Plaza Mayor, comiendo con los estudiantes, entrando en sus librerías y contemplando, estremecido, los muros de la
Catedral, incendiados por la luz del sol poniente. Al que hacía once recibió la visita
de una mujer vestida de negro que le resultaba familiar, aunque no podía
identificarla por llevar gafas de sol y un pañuelo anudado en la cabeza. Ella
se presentó como empleada del establecimiento que le había vendido el coche
nuevo y le rogó que firmara unos papeles relativos a la compra del vehículo.
Cuando había acabado de firmarlos, la mujer, sonriente, se
despojó del pañuelo y las gafas: era la adivina. Entonces, lenta, majestuosa, lo paralizó con la mirada y, poniéndole la mano en el pecho, le robó en un suspiro el corazón.
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