lunes, 19 de marzo de 2018

«Examen de ingenios», de José Manuel Caballero Bonald





CABALLERO BONALD, José Manuel, Examen de ingenios, Barcelona, 2017.
           
Reunión de artículos en las que Caballero Bonald, ya de noventa y un años, realiza un ejercicio de memoria sobre las personas más sobresalientes del mundo del arte y las letras en castellano que ha tratado con más o menos profundidad durante su larga y atractiva vida. En total más de cien. El orden de los artículos tiende a ser cronológico, esto es, el libro comienza con aquellos dedicados a las personalidades que trató en su juventud, la mayoría fallecida hace muchos años. La nómina es impresionante: Azorín, Pío Baroja, León Felipe, la Niña de los Peines, Alejo Carpentier, Luis Martín Santos, Álvaro Cunqueiro, Alberti, Nicolás Guillén, Antonio Mairena, Juan Carlos Onetti, Cortázar, José Antonio Muñoz Rojas, Josep Pla, Dionisio Ridruejo, Leopoldo Panero (su mujer y sus hijos), Octavio Paz, Gabriel Celaya, Edmundo de Ory, García Hortelano, Cela, Sánchez Ferlosio, Marsé, Carlos Barral, José María Valverde, Carlos Fuentes, José Agustín y Juan Goytisolo, Antonio Gades, Pepa Flores, García Márquez, Vargas Llosa, etc. etc. Para regocijo de humildes, Caballero trata con mano dura a los orgullosos y eleva a los que fueron menos propensos a la autopromoción y el autoelogio. Pone en su sitio a muchos que lo merecen por la propensión que tenían a creerse mejores que los demás, o a aquellos que fueron capaces de programar su carrera desde un principio para ocupar los cargos y obtener los premios literarios que siempre desearon. Algunas de las descripciones de las personas, a los que suele definir al comienzo del artículo con dos o tres adjetivos certeros, son realmente antológicas. De Josep Pla dice que era muy grosero en el trato personal y que en su prosa merodeaba un aire de administrador único de la verdad. De Borges escribe: «era impecable en la elección intimidatoria de un discurso que los demás debían secundar en calidad de oyentes maleables. Los osados, los locuaces, los habituados a la reciprocidad discursiva no eran bien recibidos» (pág. 87). De Torrente Ballester escribe que tenía «una voz rotunda y clara, de profesor de aulas excesivas, y unos ademanes parsimoniosos, senatoriales, enfáticos» (pág. 163). Con Cela se despacha a gusto: autoritario, megalómano, hiperbólico, jactancioso, dado a la grosería cuartelera, etc. De Blas de Otero dice que era «limpio de corazón y atormentado de alma» (pág. 186). Al considerar la producción de Edmundo de Ory, Caballero sintió «un abrumador sentimiento de principiante» (pág. 206). De Fernando Quiñones escribe que estaba «provisto de una innata capacidad para la elaboración de universos literarios» (pág. 216). En fin, hay que leer el libro.
Desde las primeras líneas de cada artículo se adivina el sentimiento que alberga el corazón del autor hacia la persona de la que trata. Sus simpatías están muy claras.  

domingo, 11 de marzo de 2018

«Los mejores relatos de Roald Dahl»






DAHL, Roald, Los mejores relatos de Roald Dahl, Madrid, Santillana, 2008. [The Great Automatic Grammatizator and other stories, 1996]. No se mencionan los traductores.

            Selección de relatos del Roald Dahl (1916-1990) realizada por alguien ajeno a él o, al menos, editada de manera póstuma. No sabemos si el autor consideraría estos sus mejores relatos. Se trata de trece narraciones pertenecientes a cuatro libros distintos. «Katina» es la más antigua de ellas. Pertenece a su libro Over to You: Ten Stories of Flyers and Flying (1946), escrito al calor de la intervención activa de Dahl en combates de la Segunda Guerra Mundial; la acción transcurre en Grecia. El resto de narraciones pertenecen a Someone Like You (1953), Kiss Kiss (1960) y More Tales of the Unexpected (1980). La acción de todos los relatos menos el mencionado transcurre en Nueva York o en algún lugar de Reino Unido y todos tienen en común un final sorprendente, la mayoría de las veces poco predecible, un lenguaje muy directo, nada artificioso, y una crítica a las personas avariciosas, mendaces y moralmente repulsivas, las cuales suelen sufrir algún tipo de castigo. Tal es el caso de «Placer de clérigo» [«Parson’s Pleasure»] y «El sibarita» [«Taste»]. Otras, como «El gran gramatizador automático», son muy ingeniosas. Esta se adelanta en más de medio siglo a los intentos de realizar trabajos intelectuales creativos por medio de la inteligencia artificial, de la que el autor, como un humano pleno —no abducido por la tecnología y sus defensores, hoy día un tipo ya bastante común—, reniega. «El hombre del paraguas» es una narración realmente ingeniosa y da ideas sobre cómo beber gratuitamente los días de lluvia. Algunos de los relatos poseen personajes o escenarios relacionados con el mundo del arte y demuestran unos gustos del autor, o al menos unos conocimientos, muy refinados.
            Todas las narraciones poseen la gran virtud de estar desposeídas de cualquier adorno superfluo ya sea en la forma o en el fondo. El autor va directamente a lo que quiere ir, captando la atención del lector desde el primer momento. Sorprende la atención que dedica Dahl a las formas y los movimientos de las aletas de la nariz de los personajes, parte de la fisionomía con la que debía estar obsesionado. Alguno de los relatos, como «Jalea Real» [«Royal Jelly»], puede considerarse de terror.
El resultado final es una lectura fácil, variada y muy amena.

martes, 6 de marzo de 2018

«El ángel que nos mira», de Thomas Wolfe







WOLFE, Thomas, El ángel que nos mira, Madrid, Valdemar, 2009; 733 págs. [Look Homeward, Angel, 1929]. Prólogo de Maxwell E. Perkins. Traducción de José Ferrer Aleu.

            El prólogo titulado «Al lector», apenas tres párrafos (página 23), contiene varias afirmaciones de Thomas Wolfe (1900-1938) que merecen ser conservadas:

«toda obra seria de ficción es autobiográfica»,

«un hombre debería revolver media biblioteca para escribir un solo libro»,

«el novelista puede tener que estudiar a la mitad de la gente
de una ciudad para crear un solo personaje de su novela».

            El ángel que nos mira cuenta la vida de los miembros de una familia norteamericana en los últimos años del siglo XIX y las dos primeras décadas del XX. El protagonista, nacido en 1900, es Eugene Gant, el pequeño de los hermanos. El padre es una persona creativa, escultor —su mayor fuente de ingresos va a estar en los monumentos funerarios—, y alcohólico. La madre es una apasionada de las operaciones inmobiliarias, del dinero que produce más dinero. La familia vive en un pueblo de Carolina del Norte escogido como lugar de veraneo por personas que buscan el aire limpio de la sierra para curar sus pulmones. El padre, muy agresivo verbalmente cuando está bebido, marcará el carácter de todos sus hijos, que van a ser personas débiles, inestables y con un punto de locura. Eugene, de gran sensibilidad e inteligencia naturales y al mismo tiempo autodestructivo, terriblemente apasionado y falto de cariño —tanto el padre como la madre son incapaces de expresar el amor que sienten por sus hijos—, consigue recibir una esmerada educación intelectual. Lee a los clásicos, a los novelistas modernos, va a la universidad, traduce del latín, del griego, aprende idiomas. Su ilusión es conseguir salir de aquel pueblo. Al final realmente lo consigue, pero una vez que lo hace no hará sino escribir sobre su vida, necesita contarla para acallar los tremendos alaridos de sus demonios personales, que lo perseguirán siempre. Sí, lo ha adivinado, lector. Todo es real, muy real. Eugene Gant es Thomas Wolfe. La novela nos habla del proceso de maduración de un muchacho que, en un principio, reniega de sus apellidos para luego empezar a aceptar, y a querer, esa genética inevitable. Aprende a vivir.
            Un ángel que nos mira contiene la narración del sufrimiento de las personas que construyeron los Estados Unidos, un país de geografía inabarcable y desconocidos a menudo brutales, fríos y calculadores, necesitados de todos sus sentidos para sobrevivir en una tierra hostil y muy competitiva. Thomas Wolfe, según todos los indicios, fue como la flor que crece y brilla en el muladar, algo extraordinario y de mucho mérito. Su salvación, lo único que dio sentido a su vida, fue escribir. Y lo hizo en serio. Según Perkins, su descubridor, era capaz de escribir diez mil palabras al día, algo inalcanzable para el resto de los mortales.
            Hay pasajes de la novela que resultan abrumadores por su exuberancia descriptivo-narrativa, manifestaciones de la necesidad de contar y de la prodigiosa memoria que tenía Wolfe. Otros resultan de una ternura sobrehumana, extraordinaria, sobre todos aquellos que relatan su relación con «su» novia, Laura James. La narración lo es en tercera persona pero, en general, desde el punto de vista de Eugene. A veces, en pasajes de especial dramatismo, se pasa sin avisar a la primera persona y su efecto es brillantísimo, demoledor.
            Ya estoy cansado (y he escrito solo quinientas cincuenta y dos palabras). Procuraré que la siguiente lectura sea más ligera.