sábado, 29 de octubre de 2016

"Relatos, 2", de Alberto Moravia





MORAVIA, Alberto, Relatos, 2, Madrid, Alianza Editorial, 1971; 397 págs. Traducción  de Esther Benítez [I racconti, 1952].

            Una vez más acabo la lectura de un libro de Moravia admirado de su capacidad de fabulación, de las recónditas herramientas que poseía para crear narraciones. Ejemplo de envidiable contador de historias, este autor italiano pertenecía al grupo de los poseedores de un inagotable caudal de argumentos, muchos de ellos simples variaciones de otros también suyos pero individuales y únicos en definitiva. En este caso, además, se trata de una colección de relatos largos, no de narraciones breves, ordenados de manera cronológica y por medio de los cuales se puede seguir la historia de Italia durante el segundo cuarto de siglo xx, destacando, en mi opinión, en este segundo volumen, todos los que aluden a la interacción que hubo entre el ejército americano de ocupación y la población italiana --en especial las mujeres--, la caída y persecución del fascismo y el crecimiento del Partido Comunista italiano, todos ellos escritos entre 1944 y 1951. En su conjunto, casi sin excepción, los relatos giran en torno a historias de amor y están contados con una voz desengañada de la condición humana. Algunos son de inspiración claramente autobiográfica, como los ambientados en la isla de Capri, donde el autor pasó temporadas durante los años cuarenta y escribió parte de estas narraciones y alguna novela. Desde luego, antes del comienzo del turismo de masas Capri debía ser un lugar ideal para escribir: hoy día sólo debe serlo antes de la llegada del primer ferry de turistas y después de la salida del último, y siempre, por supuesto, que se tenga una cartera bien surtida.


Moravia y Elsa Morante em Capri. 
Años cuarenta.


            Este lector ha querido encontrar concomitancias, y quizá influencias en un solo sentido, entre alguno de estos cuentos y obras posteriores de la intelectualidad y la clase artística italiana; obviamente existirán muchísimas, y debe ser un campo ampliamente estudiado por concienzudos investigadores y críticos, que no es mi caso. Quiero referirme al relato titulado “La aventura”, cuya parte sustancial transcurre en plena naturaleza, en un denso bosque, y cuyos protagonistas pasan momentos de gran intensidad encaramados a los árboles. Leyéndolo me fue inevitable acordarme de Cosimo Piovasco di Rondò, el protagonista de El barón rampante de Calvino, y de la historia de amor que vive en los árboles con su vecina. Además, ambos novelistas, Moravia y Calvino, tienen otras muchas cosas en común. Desde aquí ruego encarecidamente a quien aún no lo haya hecho tenga a bien leer la novela de Calvino citada: no se arrepentirá. Otra de las concomitancias, y posibles influencias, creo verla entre el relato “La noche de don Juan” y la película de Sorrentino que tanto éxito comercial tuvo a pesar de su calidad, La gran belleza. Resulta difícil no encontrar abundantes parecidos entre los protagonistas de las dos historias, ambos igual de crapulosos y vacíos. Por otra parte, este tipo de personas es bastante común.
            Para terminar este rápido repaso al contenido, destacar el relato titulado “El regreso del veraneo”, el primero de todo el libro, en el que Moravia toca con gran sensibilidad el tema de la servidumbre doméstica. Nacido en una familia acomodada, y muy sensibilizado con las diferencias sociales, la cuestión de la desigualdad entre las personas le atraerá con fuerza.
En cuanto a cuestiones narratológicas técnicas, de los quince relatos sólo dos están narrados en primera persona; el resto lo está en tercera y omnisciente. Es de notar cómo con el paso de los años —los relatos están escritos entre 1938 y 1952— la técnica narrativa de los narraciones se va perfeccionado. Muestra de ello pueden ser los comienzos de los relatos. “La aventura”, escrito en 1940, comienza de una manera muy tradicional, tanto que podemos pensar que nos encontramos en el inicio de uno de los cuentos de Boccaccio, o de Chaucer:
“Un joyero, de nombre Dragotis, recibió una proposición bastante ventajosa de un tal Ataman, intermediario. Se trataba de dirigirse a una ciudad cercana para mostrar ciertas joyas de gran precio a una persona enriquecida que quería adornar con ellas a su esposa”. (Pág. 89).

En el polo opuesto podemos mencionar el comienzo de “El negro y el viejo del hocino” (1948), que comienza en una sugerente e incitadora in media res:
“Cuando entraron en el pinar se quedaron atónitos un instante: bajo la alta cúpula arbórea, igual que bajo las arcadas y las bóvedas de un vasto edificio colectivo, cuartel o lazareto, se ofrecía ante sus ojos todo un hormigueante campamento”. (Pág. 353).

         Ahora, a por las novelas de Moravia, que son muchas, sustanciosas y me están esperando un algún lugar desconocido.

jueves, 13 de octubre de 2016

"Relatos, 1", de Alberto Moravia






MORAVIA, Alberto, Relatos, 1, Madrid, Alianza Editorial, 1971; 402 págs. Traducción  de Esther Benítez [I racconti, 1952].

            Se trata del primero de los dos volúmenes en los que Alianza publicó la obra original, compuesta por veinticuatro relatos que aparecen ordenados cronológicamente en una secuencia que comienza en 1927 y termina, precisamente, en 1951. Como es lógico, y aunque el autor repasara todos los relatos antes de ser editados para intentar darles una unidad estilística, algo que no sé si pasó, quizá no —en ese caso habrían perdido algunas de sus señas de identidad—, se advierte una evolución en ellos, al menos en los nueve que componen el primer volumen, objeto de estas líneas. Puntos en común tienen muchos, sobre todo en la temática, que suele girar en torno a un triángulo amoroso formado por un protagonista masculino poderosamente atraído por una mujer que resulta débil de carácter y presa de una situación de opresión y falta de libertad, pues ella, normalmente muy joven, está manipulada por una persona más mayor, a menudo una mujer. Esa temática, con apenas variantes, resulta constante en los cuatro últimos relatos, escritos todos en 1937. Los cinco primeros resultan más variados, aunque todos tienen en común algún personaje femenino débil que sufre abusos por parte de hombres groseros y ruines. La posición de Moravia frente a estos abusos resulta inequívoca. Él parece amar las mujeres libres, fuertes, independientes, elegantes, que conducen automóviles, un poco en la línea de aquellos famosas pinturas de Tamara de Lempicka, retratos que parece imposible no recordar durante la lectura. Estas narraciones hablan de la precocidad y le fertilidad literaria de Moravia (1907-1990), pues los primeros están escritos cuando aún tenía veinte años y todos tienen una extensión muy por encima de la que solemos atribuir a un relato, sobre todo en las últimas décadas, cuando parecen estar de moda los textos muy breves, a veces demasiado, como si el escritor actual no tuviera tiempo para escribir, o pensara que el lector moderno no tiene tiempo para leer, o ambas cosas a la vez. No lo sé.


Cubierta de una edición italiana de cartas 
y poesías de Moravia. 
Contiene un retrato suyo muy juvenil


            Basta dar un vistazo a las biografías de Moravia para realizar una interpretación en clave autobiográfica de los relatos, inspirados, como en el caso de los escritores de la experiencia, vivenciales, en su propia vida. Tal es el caso del titulado “Invierno en el sanatorio”, una narración que transcurre en un ambiente opresivo y que narra las penurias de un preadolescente obligado a compartir habitación en un sanatorio de montaña para tuberculosos, aislado por la nieve, con un hombre insensible que no le perdona su pertenencia a una clase acomodada. Este quizá sea el único cuya acción no trascurra en una ciudad, pues la mayoría de ellos transcurre en Roma.
            Otro relato de los primeros años muy destacable se titula “Crimen en el club de tenis”. En este caso aflora la preocupación del autor por la ética de la sociedad, en especial de miembros mimados de la alta sociedad, insensibles, malcriados, que no dudan en hacer más infeliz la vida de las infelices mujeres, como si ellas no tuviesen bastante con lo que ya tienen. Escrito hace casi un siglo, sigue teniendo una atractiva actualidad, pues a veces parece que no se ha avanzado nada en la consideración de la mujer.
En cuanto a técnicas narrativas, el narrador es siempre omnisciente en tercera persona, y el tratamiento del tiempo en todos los relatos es lineal. Los finales son siempre abiertos, y conforme pasan los años se vuelven más atractivos. A destacar el final de “El embrollo”.

jueves, 6 de octubre de 2016

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (39)

A estas alturas de su vida, mediados de 1841, Pedro Téllez Girón y Alonso Pimentel va camino de cumplir cincuenta y cinco años. Acaba de llegar a París procedente de La Habana, donde, como sabemos, ha ejercido la más alta representación del gobierno de Madrid, y debe llegar cansado ya de tanto exilio y con la salud un tanto maltrecha. De no ser así, no se explicaría que dos años después, el 2 de abril de 1843, realizara una disposición testamentaria, acto formalizado, según Gutiérrez Núñez[1], en forma de declaratoria militar en la embajada española de la capital francesa.
Según el autor citado, a quien sigo casi al pie de la letra para la cuestión testamentaria, en dicho documento Anglona reconocía como hijos suyos y herederos por partes iguales, a Pedro, Manuel y Tirso. Como parece lógico, en el escrito sólo se nombran los hijos sobrevivientes; otros dos, Enrique Ignacio y Mario Joaquín, habían fallecido con seis y cinco años respectivamente y, además, el mismo día, el 14 de febrero de 1821 (dato obtenido de grandesp.org.uk/). De los tres primeros, el segundo, Manuel, aún vivía en 1842, aunque su padre declaraba que estaba “afligido de la dolencia que le priva de razón”.

Imagen del antiguo Mercado de la Encarnación (Sevilla)
Fotografía de Melchor Cano, h. 1950. 
(Fototeca del Laboratorio de Arte 
de la Universidad de Sevilla)

Con respecto a su esposa, Anglona dejó una serie de disposiciones para favorecerla. En primer lugar, la mejoraba en el quinto de todos sus bienes libres. En segundo, declaraba el derecho que ella tenía por gananciales a la parte que le correspondiera de la “Plaza de Abastos de la ciudad de Sevilla, llamada de la Encarnación”; seguía expresando que había creado aquella finca durante su matrimonio y era “libre”: “como obra de utilidad pública, aunque en terreno de Mayorazgo, al que pertenece el censo correspondiente, como debe constar en la Administración de mis bienes en Sevilla” y declaraba el derecho de ella a reclamar las cantidades que él percibió por vía de legítima de aquella. En tercero, declaraba que eran propiedad de su esposa los muebles y objetos que existían en su habitación de la casa de la calle Segovia, y otras habitaciones, “esperando que mis queridos hijos no pondrán el menor obstáculo para que su madre apropie para sí los demás que fueren de su agrado y utilidad”. Por último, solicitaba a sus hijos que a su fallecimiento respetaran cuanto pudiera ser propiedad de su esposa, “siendo muy conforme a su debido amor por aquella”, dando a entender, como todo padre que se precie, su preocupación por el futuro afectivo de la familia.


El Palacio de Anglona (Madrid)


La mitad de los bienes que tenía “amayorazgados” habían sido declarados libres, y les pedía a sus hijos que realizaran división y adjudicación correspondiente, “con la avenencia tan propia entre tales personas”. Si el primogénito, Pedro, con la aprobación de su madre y hermanos, se adjudicaba el todo o parte de la otra mitad de bienes aún “amayorazgados”, le pedía que en tal caso, los satisficiera “por capital a renta la cantidad estimulativa [sic] (...) de lo que perteneciere por razón de libertad de aquellos bienes, conforme a lo actualmente dispuesto”.
El amor que profesó durante su vida por “las artes”, algo manifiesto como hemos ido viendo, lo dejó también expresado en su testamento al solicitar a su esposa e hijos que procuraran conservar reunidas, “si no del todo, al menos en su principal”, las colecciones de pinturas, objetos de arte y antigüedades. La razón no era económica “pues a más de no ser siempre renta productiva en proporción a su estimación, paréceme muy digno el aprecio prestado a tales cosas”. No se olvidaría de otorgarle un legado a su hermana Doña Joaquina Téllez Girón, marquesa de Santa Cruz. Pedía que de uno de sus objetos “de cualquier clase”, su hermana tomara el que quisiera y agradara, “en memoria del tierno cariño que siempre le he profesado”.
            Durante su estancia en París, y por voluntad expresa de la Reina Madre, Anglona y su mujer posaron para ser retratados por Valentín Carderera. Sus retratos forman parte de un álbum que fue reproducido en fascículos por La Ilustración Española y Americana en 1912. Su título original es Álbum de retratos históricos de los hombres políticos más importantes que siguieron en su emigración, de 1841 a 1843, a Su Majestad la Reina Gobernadora Doña María Cristina de Borbón y que S. M. hizo formar en París, en preciosas acuarelas, a los celebrados pintores D. Valentín Carderera, D. Luis López, Gairoz, Yaguani y Rivera. En él, y según Gonzalo Anés y Álvarez de Castrillón[2], aparecen, entre otros muchos, Cea Bermúdez, O’Donnell, Narváez, Donoso Cortés y Martínez de la Rosa. Dicha publicación es una de esas joyas bibliográficas de muy difícil consulta.

Nota relacionada con la fotografía del Mercado de la Encarnación. Ruego a cualquier lector que tenga información sobre los cines cuyas carteleras aparecen en la imagen sea tan amable de compartirla con los lectores. Hay nombres que se leen fácilmente, como “CAPITOL”, él único que puedo leer. Dicha sala, que debía ser muy entretenida, se encontraba, según la información localizada AQUÍ —siempre que entendamos “Cine Capital” como una errata, algo muy posible teniendo en cuenta el éxito que tenía a mediados de siglo XX el nombre CAPITOL para los cines—, en la calle María Auxiliadora, 18 B, en un tablao flamenco llamado  "El Palacio Andaluz", aún existente.  

(Continuará).




[1] GUTIÉRREZ NÚÑEZ, Francisco Javier, “D. Pedro de Alcántara Téllez Girón y Alfonso Pimentel. Teniente General, Príncipe de Anglona y Marqués de Jabalquinto (1786-1851): Vencedor desde el Estrecho al Pirineo”. Fue leído en las XII Jornadas Nacionales de Historia Militar. Las Guerras en el primer tercio del s. XIX en España y América (Sevilla 8-12 de noviembre de 2004), Cátedra “General Castaños” R. M. Sur.

[2] ANÉS Y ÁLVAREZ DE CASTRILLÓN, Gonzalo, Economía, Sociedad, Política y Cultura en la España de Isabel II, Madrid, Real Academia de la Historia, 2004; pp. 67-69.

martes, 4 de octubre de 2016

"Santuario", de William Faulkner




FAULKNER, William, Santuario, Barcelona, Debolsillo, 2015; 347 páginas. [Sanctuary, 1931]. Traducción de José Luis López Muñoz.


Después de la lectura de Eça de Queirós, adentrarme en esta novela de Faulkner ha sido como salir de un concierto de Mocedades y meterme en uno de Deep Purple, y eso sin transición ninguna, a lo bestia, como a mí gusta hacer las cosas, buscando evasión y estímulos donde pueda encontrarlos.
            No es la primera ficción de Faulkner que leo. Anteriormente me había enfrentado a varias novelas, y sobre todo a sus cuentos, con los que había disfrutado lo indecible. El suyo era siempre el mundo del sur de EEUU, una sociedad injusta en un paisaje desolado, donde los grandes ríos hacían de las suyas con incontenibles crecidas y donde mujeres aguerridas hacían frente a hombres debilitados por los vicios y las inacabables guerras. Faulkner recrea en ellos la Guerra de Secesión, sobre todo a los vencidos, y, a menudo, episodios de caza protagonizados por hombres y animales muy bien compenetrados con el medio natural. Aparecen pícaros de todo tipo, dispuestos a engañar a cualquiera para sobrevivir, y perros legendarios, capaces de enfrentarse a osos descomunales. Ese era el Faulkner al que yo estaba acostumbrado. Y ahora, de buenas a primeras, me topo con una novela distinta, escrita, según propia confesión, para ganar dinero, pensando en el público mayoritario más que en lo que él mismo deseaba escribir. Y el gusto de la mayoría es, a menudo, deleznable, ya se sabe. Así que durante los días que ha durado la lectura me he visto transportado a un mundo sórdido, donde se suceden actos de lo más desagradable, en la línea de ese realismo sucio, descarnado, morboso, que tanto gusta al público en general desde hace mucho mucho tiempo (demasiado). No falta un detalle: violaciones; asesinatos; destilerías ilegales; abogados, o fiscales, corruptos que disertan con elocuencia ante indignados jurados; casas de putas alcoholizadas, etc… Como era de esperar con esos ingredientes, Faulkner consiguió lo que quería: la obra tuvo gran éxito y él ganó mucho dinero con ella. El detalle de que, en su madurez, se arrepintiera de haberla escrito es algo que entra en la lógica del proceso de maduración de cualquier escritor, que suele renegar de sus obras anteriores, sobre todo las de juventud.


(mediad.publicbroadcasting.net)


Desde el punto de vista técnico, la extraordinaria habilidad que tenía Faulkner para construir novelas sigue estando ahí, por supuesto. El lector pasa, alucinado, de una secuencia a otra, la novela es muy cinematográfica, quedándosele siempre el interés no satisfecho del todo, de manera que no tiene más remedio que seguir leyendo para averiguar más. El escritor dosifica sabiamente la información e intercala episodios humorísticos que rebajan la tensión, como ese de los dos alumnos de una escuela de peluquería que llegan a la ciudad provenientes de un pueblo y acaban hospedados en un casa de putas pensando que es una pensión familiar. Y una semana después aún lo siguen pensando.
En fin: una novela de técnica ejemplar y argumento para olvidar, demasiado sórdido y retorcido.