sábado, 25 de mayo de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (II).





Capítulo 3


            Antes de ir con lo del enorme bulto que estaba creciendo en la barriga de mi madre quiero hablarles un poco de mis hermanos mayores. Los primeros en llegar fueron dos niños, Agustín y Pedro, dos angelitos del Señor. La primera hora de la mañana la dedicaban a caminar hacia la escuela con los ojos y los oídos muy abiertos, dispuestos siempre a descubrir alguna razón para faltar a clase. Cuando la búsqueda fracasaba, llegaban al colegio con cara de estar entrando en la consulta de un dentista, se sentaban al final del aula y se pasaban el tiempo pensando en las musarañas o siguiendo el vuelo de las moscas, animales de los que se hicieron grandes exterminadores. Eran mosquicidas, como la mayoría de los humanos de estas latitudes.

            En sus ratos libres solían vivir en los árboles, a la manera de Tarzán o el Barón Rampante. En uno de ellos, una vieja higuera que había en la fábrica de paraguas en la que trabajaba mi padre, habían construido una casa con trozos de madera, uralita y latas. En ella pasaban las horas leyendo el TBO e ideando instrumentos de defensa, máquinas preparadas para rechazar posibles ataques de enemigos más o menos reales. La mejor de todas era un tirachinas gigante, capaz de lanzar a varios metros adoquines de granito. La ensayaron contra el parabrisas de un pegaso que acababa de entrar en la fábrica. El proyectil atravesó el cristal y pasó rozando la cabeza del chófer, que tuvo que ser ingresado en el hospital con una lipotimia aguda. Cosas de niños.

            Luego llegaron dos niñas: Chica y Sole. Crecieron en compañía de Agustín y Pedro y, por tanto, tuvieron que aprender pronto a defenderse de los hombres, seres de conducta incomprensible para ellas, que no veían dónde podía estar el gusto de ahorcar gatos, asfixiar gallinas o aplastar mariposas, pues sus hermanos mayores parecían haber asumido la responsabilidad de mantener el equilibrio de las especies y se aplicaban con admirable celo a esta ocupación. Cuando notaban en la fábrica una densidad de población felina mayor de la aconsejable para mantener estable el colectivo de ratas y culebras, realizaban una batida y mataban sin piedad todo gato que se encontraran en el camino. Les encantaban los programas de Rodríguez de la Fuente y estaban al tanto de toda la problemática de la fauna ibérica.

            Mis hermanas mayores, sobre todo Chica, preferían dedicarse a jugar a las casitas, aunque, gracias a la influencia de mis hermanos, no fueron nunca niñas remilgadas o miedosas. Sole, en particular, avanzó bastante y en poco tiempo por el camino de la supervivencia en solitario y llegó a ser capaz de vencer en combate singular a cualquier niño del barrio. Era conocida y respetada por todos, que la apodaban “La Ciclón”. Llevaba el pelo cortísimo —Pedro se encargaba de ello con periódicos rapados que mi madre nunca pudo evitar—, pantalones cortos y camisetas de deporte. Viéndola desde lejos nadie hubiera dicho que era una niña. Aquellos domingos, pocos, en los que mi madre conseguía disfrazarla de mujercita para ir a misa, no había quién la reconociera. De la agresividad y determinación de su carácter ya tuve bastantes pruebas en mi primer año de vida, cuando sobreviví a sus ataques gracias a mi sexto sentido y, finalmente, a la hinchazón de la barriga de nuestra madre, que pasó a ser nuestra única preocupación.

            Era un fenómeno extraño. La barriga le aumentaba de tamaño día a día y llegó a tener las dimensiones de una sandía de varios kilos. A mí aquello me daba susto. A veces, cuando ella estaba sentada y muy quieta, me decía:

            —Pon la mano aquí.

            Yo le hacía caso, le ponía la mano en el bulto y... ¡notaba el roce de algo que sobresalía de su barriga y se movía! Mi madre no parecía preocupada, sino todo lo contrario: su cara era de satisfacción. Me decía:

            —Este es tu hermanito.

            Aquello no podía ser un hermanito, era imposible; tenía que ser el resultado de una invasión de extraterrestres o algo peor. Yo estaba seriamente preocupado, y por la noche, en la oscuridad de la habitación, veía todo tipo de seres deformes y amenazantes. Tenía pesadillas. Soñaba que en el interior de mi madre habitaba un ser monstruoso parecido a los que veía en la serie Viaje al fondo del mar, un calamar gigantesco o un hombre con branquias, escamas y aletas. Luego me despertaba sudoroso y angustiado. Durante el día vigilaba los gestos y los movimientos de mi madre, dispuesto siempre a prestarle ayuda en caso de que aquel ser de dudosas intenciones y terrorífico aspecto submarino pensara en hacerle algún daño. Sin embargo, me tranquilizaba comprobar que ella tenía los mismos buenos colores de siempre y que, a pesar del cambio tan grande que estaba sufriendo su cuerpo, seguía teniendo la misma sonrisa de siempre.

            Un día, después del segundo otoño que vieron mis ojos, al levantarme por la mañana mi madre había desaparecido. Mis hermanos mayores intentaron tranquilizarme diciéndome que había tenido que ir al hospital, pero, como comprenderán, a mí aquello no me tranquilizó nada. Me pasé todo el día y la noche siguiente totalmente alterado, sin querer comer ni dormir. Me tragué sin enterarme de nada el programa de Valentina, Locomotoro, el Capitán Tan y los Hermanos Malasombra, me negué a cenar y me fui a la cama, donde estuve toda la noche imaginando cosas terribles.

            Volvió al día siguiente justo antes de comer. Venía acompañada por mi padre y traía en los brazos un lío de ropa que berreaba continuamente. Se sentó en un sillón y mis hermanos y yo la rodeamos para observar de cerca aquel fenómeno. No tenía antenas, ni escamas ni aletas, pero era horroroso: una especie de niño feísimo, todo arrugado y muy peludo. Como no paraba de berrear, mi madre empezó a darle el pecho. Mis hermanos, acostumbrados ya a estas sustituciones, se fueron alejando poco a poco y reiniciaron sus productivas actividades diarias. Yo no pude. Me quedé allí, a su lado, mirando la escena mientras dos lagrimones recorrían mis mejillas. No daba crédito a lo veían mis ojos... ¡mi madre dándole el pecho a un marciano con forma de niño peludo! Había que hacer algo, y pronto.
(Continuará).

lunes, 13 de mayo de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (I).

Texto aparecido en la revista La Fuente Nueva en 1997.
 
 
 
A mis sobrinos y sobrinos nietos.
 
 
 
 
 
Capítulo 1
 
 

Al principio estuve unos cuantos meses cómodamente instalado en el vientre de mi madre. Aquello era un chollo casi tan bueno como un acta de diputado. Estaba calentito, sin ropa ninguna —no la necesitaba— y ni siquiera tenía que abrir la boca para comer: la comida me llegaba por un tubo muy curioso que me salía del ombligo y acababa perdiéndose en algún sitio del cuerpo de mi madre que no puedo precisar, pues en aquella época ya era miope (aunque no tanto como lo soy ahora). Aquella residencia también resultaba muy cómoda a la hora de moverse de un sitio a otro porque las piernas de mi madre realizaban este trabajo por los dos. De manera que viajaba, iba al cine, a conciertos o al teatro sin dar un paso.
            Pero, por desgracia, aquello no era para siempre. Unos días antes de nacer empecé a sentirme un poco incómodo en el vientre de mi madre. No sé bien por qué razón, pero yo no había dejado de crecer desde que estaba allí dentro y, como su vientre no aumentaba de tamaño, llegó un momento en el que ya no se cabía. ¿Para qué crecería tánto? Algunas personas a las que les he contado la historia me han dicho que son fases de nuestro desarrollo que tenemos que ir atravesando, que es lo normal, que si patatín, que si patatán. Quizá tengan razón, pero aquello de crecer de esa manera me fastidió bastante.
            Llevaba ya unos días con la cabeza hacia abajo, en una posición muy incomoda porque me mareaba cuando íbamos en coche. De  pronto empecé a notar una fuerza totalmente ajena a mí que me empujaba hacia abajo. En ese momento oí decir a mi madre:
            —¡Ay!: me parece que ya viene.
            Yo no sabía a qué o a quién se refería. Pensé que se trataba del cartero, pues unos días antes le había oído decir que estaba esperando una carta de la tía Lali. También podía referirse al lechero, que últimamente llegaba siempre tarde porque se le averiaba la furgoneta un día sí y el otro también. El caso es que mi padre cogió el coche y nos fuimos los tres de paseo. Yo notaba de vez en cuando empujones de esa fuerza a la que me refería antes. Entonces, justo al momento, mi madre decía:
            —¡He tenido otra contracción!
            Así averigüé que aquellos empujones recibían el nombre de contracciones.
            Llegamos a un edificio blanco y enorme que se llamaba hospital porque admitían huéspedes; si la que admitían era una mujer que iba a ser madre, la instalaban en una planta que llamaban maternidad. A nosotros nos dieron la habitación 401 de esa planta. Yo intentaba explicar que había una equivocación, que mi madre ya era madre porque existían mis hermanos mayores y existía yo; el detalle de no haber salido de su cuerpo no me parecía importante. Como aquellos empujones seguían y, además, cada vez eran más fuertes e iban más seguidos, nos llevaron a un sitio que llaman paritario;  allí fue donde pasó lo que nunca pensé que tuviera que pasar. Nada más llegar empezó a salir el líquido que llevaba tantos meses envolviéndome y que era tan gustoso, las contracciones se hicieron más fuertes y yo empecé a avanzar muy trabajosamente y contra mi voluntad —que quede claro— por un túnel muy estrecho pero de paredes suaves. Como iba con la cabeza por delante, empecé a ver una luz muy fuerte delante de mí. Llegó un momento en el que mi cabeza se liberó de la presión del túnel. Sentí frío. Inmediatamente, unas manazas enormes me agarraron por ella y empezaron a tirar de mí hacia fuera. Pertenecían a un gracioso que se podía haber quedado quietecito y en su casa, tirando de la cabeza de sus hijos si los tenía, que no lo sé. El muy animal tiró tanto que acabó por sacarme totalmente fuera del cuerpo de mi madre.
            —¡Es un niño! ¡Es un niño! —gritaba aquel imbécil. No iba a ser un botijo, ¡no te fastidia!
            Allí fuera hacía un frío horroroso. Como yo no lloraba ni decía nada —¡qué iba a decir si estaba mudo de asombro!—, aquel infanticida salteador de caminos me cogió por los pies dejándome otra vez cabeza abajo y, ni corto ni perezoso, me arreó un tortazo en el culo. Yo no entendía nada y empecé a llorar con todas mis ganas y a llamarlo de todo por lo bajini, pero se ve que aquel Herodes estaba sordo y no me oía. Aún me quedaba una esperanza: el cordón que salía de mi ombligo y se perdía en el túnel; quizá pudiera seguirlo y volver a mi casita. Bueno, pues entonces va aquel desaprensivo, aquel cantamañanas aguafiestas y metepatas y, después de cogerlo con unas pinzas que me hacían un daño enorme, va y lo corta con unas tijeras. Aquello significó el final de todas mis esperanzas; me derrumbé y se me quitaron las ganas de todo.
            La verdad es que la situación era desesperada. ¡Con lo bien que se estaba allí dentro! Ahora tendría que acostumbrarme a buscarme la vida para no pasar frío o hambre, tendría que aprender a andar, a hablar y a defenderme de personas como aquel matasanos de tres al cuarto que me había dejado la cabeza medio descolgada y el culo totalmente colorado. No me podría sentar en varios meses.
            Pero no todo estaba perdido. La voz de mi madre, que yo conocía tan bien, empezó a llamarme con una dulzura indescriptible. Yo quería ir junto a ella, pero ahora me había cogido una enfermera y me restregaba un trapo muy áspero por todo el cuerpo. Cuando por fin acabó de hacerme la pascua con aquella especie de estropajo, me llevó junto a mi madre. Ella me cogió en sus brazos y empezó a darme besitos... ¡Qué sensación más agradable! La verdad es que no se estaba tan mal allí fuera si me podía quedar a su lado. Ella tenía todo el pelo en desorden y la frente sudorosa. Yo había visto cómo tiraba del otro extremo del cordón aquel filibustero y cómo salía detrás de él la placenta, el sitio donde yo había vivido hasta entonces, que debe llamarse así porque en su interior se está muy plácidamente. No se qué hacen con ella; me parece que cremas para la cara de la gente. Es increíble.
            A pesar de todo lo que había sufrido, mi madre estaba muy guapa y me sonreía. Sus ojos, cuajados de lágrimas, parecían infinitamente bellos. Yo volvía a ser feliz.
 
 
 
 
Capítulo 2
 


 

Inmediatamente después de los hechos mencionados me convertí en un mamón. Vivía mejor que un rentista inoperante. Dormía, me despertaba, lloraba, mamaba, eructaba; dormía, me despertaba, lloraba, mamaba, eructaba... Mientras me daba de comer, mi madre sonreía, me decía mi chiquitín y mi tesoro y me apretaba contra sus senos. Nunca olvidaré esas sensaciones. Después de comer me apoyaba en su hombro izquierdo y me daba palmaditas en la espalda con su mano derecha hasta que yo decía brorrr. Acto seguido me tendía en la cuna, me arropaba y se quedaba a mi lado mientras me dormía. Yo me hacía el dormido y después, cuando mi madre salía de puntillas del cuarto, empezaba a canturrear Pancho López, del Trío Calaveras, una canción que aquel año se oía mucho por la radio:

 
Nació en Chihuahua 906,
 
en un petate bajo un ciprés,
a los dos años ya hablaba inglés,
mató dos hombres a la edad de tres.
Pancho, Pancho López,
chiquito pero matón,
chiquito pero matón.
A los cuatro años sabía montar,
la carabina sabía punzar,
a treinta yardas le vi apagar
un ojo a un piojo y sin apuntar.
Pancho, Pancho López,
valiente como un león,
valiente como un león.
A los cinco años sabía cantar,
tocar guitarra y hasta bailar,
pues su papá lo dejaba fumar
 y se emborrachaba con puro mescal.
Pancho, Pancho López,
a la cárcel fue a parar,
a la cárcel fue a parar.
A los seis años se enamoró,
luego a los siete fue y se casó,
lo que tenía que pasar pasó
pues a los ocho papá resultó.
Pancho, Pancho López,
se fue a la Revolución,
se fue a la Revolución.
Aquí la historia se terminó
porque a los nueve Pancho murió,
y el consejo de la historia es,
no vivas la vida con tanta rapidez.
Pancho, Pancho López,
viviste como un ciclón,
viviste como un ciclón.  
 
            Pero no siempre podía cantar con tranquilidad. Mi hermana Sole no vio con muy buenos ojos que llegara nadie a quitarle su lugar de preferencia en los cuidados de nuestra madre e intentaba hacerme desaparecer de la faz de la tierra. Ahora lo entiendo, pero entonces no me gustaba mucho. La veía venir y me echaba a temblar. Cuando no estaba cerca mi madre o algún otro mayor, la cuna en la que intentaba dormir entre toma y toma se convertía en una pequeña barca apresada por la tempestad. El timón no servía para nada y la vela, rasgada por un viento impetuoso y con una fuerza capaz de romper todos los anemómetros del mundo, caída sobre cubierta y entrelazada con los restos del mástil, era un juguete roto e inservible. Yo aguantaba los empellones de Sole como podía, agarrándome con una manita al borde de babor y con la otra al de estribor e intentando afianzar los pies y la cabeza a popa y a proa. Afortunadamente la cuna nunca llegó a zozobrar y yo puedo estar aquí contándoles estas cosas.
            El primer otoño que vieron mis ojos fue muy lluvioso. Poco después de haber pasado Cantinflas por la calle Sierpes, y no sé si fue precisamente por eso, el Tamarguillo y el Guadalquivir se salieron de madre y crearon una efímera Venecia en la que el panadero pasaba por las calles en barca y los niños abrían los ojos desmesuradamente desde ventanas y balcones. Yo no conocía otra cosa y pensaba que Sevilla y la Tierra entera estaban siempre cubiertas por aguas que surcaban atrevidos piragüistas y sufridos repartidores fluviales. Veía a mis hermanos mayores pescando desde el balcón del salón, que daba a la Alameda de Hércules, y me parecía lo más normal del mundo que intentaran asegurar el sustento de la familia echando el anzuelo justo al lado de la barca del lechero. Yo, por mi parte, tenía el sustento asegurado y todavía no comía los peces que pescaban, algunos de más de cinco kilos. Gracias a este nuevo entretenimiento, mi hermana Sole se olvidó de mí por un tiempo y yo podía dormir de un tirón entre toma y toma. Volvía a ser feliz.
            A principios de verano me trasladaron al corralito. Era un recinto de perímetro circular, de una circunferencia aproximada de dos metros de diámetro, rodeado por una alambrada de metro y medio de altura. Aunque me sentía encarcelado, tenía más libertad de movimientos que en la cuna y, además, disponía de mayor espacio para almacenar proyectiles con los que defenderme de los asedios de Sole. Ella iniciaba sus ataques de forma taimada, silenciosa, reptando por el suelo y vestida con trajes mimetizados con los que intentaba pasar desapercibida entre sillas, mesas y paredes. Aunque yo ya era miope, había desarrollado un sexto sentido que me avisaba de sus incursiones. Cuando advertía un nuevo intento, me hacía el longui y seguía jugando con lo que tuviera más a mano mientras observaba, con el rabillo del ojo, sus borrosos movimientos camaleónicos. Esperaba que estuviera a tiro y, al tiempo que me levantaba con una fuerza que antes no poseían mis piernecitas y que me permitía ocupar una posición defensiva más favorable, descargaba sobre ella varias ráfagas de proyectiles de distintos calibres y configuraciones: sonajeros, cajas de música, muñecas, indios, pistoleros, soldaditos de plomo, caballitos de cartón con una peana provista de ruedas, piezas de mecanos, pelotas de tenis, etc. Así conseguía que se retirara hacia posiciones donde mi artillería aún no alcanzaba y pude seguir defendiendo mi posición de sus ataques durante un año más, justo cuando cesaron debido a un hecho inesperado que vino a cambiar mi situación, la de ella y la de mis hermanos mayores: a mi madre, siempre muy delgadita, le estaba saliendo un enorme bulto en la barriga.
(Continuará)
 


sábado, 4 de mayo de 2013

Hasta siempre, Antonio


Antonio Díaz Moreno se nos ha ido. Se nos fue hace ya unos meses. Desde su muerte he estado pensando en cómo enfocar este artículo, pues para mí no es fácil. Creo que lo más sencillo, y, quizá, lo más adecuado, va a ser que cuente las cosas como yo las viví, simplemente eso.

Mi afición por la música y por la guitarra viene de cuando era muy pequeñito, no sabría decir desde cuándo. En el mes de mayo, con la Feria de Osuna, me dedicaba a ir por las casetas que tenían orquesta buscando la que más me gustaba. Cuando la encontraba me ponía a darle la lata al portero para que me dejara entrar y, cuando lo conseguía, me sentaba junto a los músicos, a escuchar y a observarlos. Así conocí a Los Bombines, Los Lentos y a otras grandes orquestas de animación de los últimos años de la sesenta y principios de los setenta. Algunos años después se formarían en Osuna orquestas similares y también aceptables, como, sobre todo, Abraxas, de la que hemos perdido también a uno de sus músicos, el batería, Manolo Gracia, hace ya unos años. A principios de los setenta, sin embargo, todavía no existía ese grupo ursaonés con ese nombre y ese cometido —interpretar música en los bailes y fiestas—, aunque algunos de sus integrantes tocaban la música que les gustaba en locales de ensayo que algún alma samaritana les prestaba. Recuerdo, como si lo estuviera viviendo ahora mismo, la primera vez que entré en la Casa de la Juventud, en la calle Sevilla, atraído por el sonido de timbales, platillos y amplificadores que salía de allí. Poco después conseguí mi guitarra, que aún conservo, y empecé a aprender mis primeros acordes, que hoy, aunque los recuerdo visualmente, no puedo poner ya por tener la mano izquierda inutilizada para ciertos menesteres. Aprendí medio a tocar Sevillanas, Fandangos de Huelva y las canciones modernas que entonces rulaban de mano en mano entre los músicos jóvenes ursaonenses: “La casa del sol naciente”, de Animals; “Angie” y “Jumpin’ Jack Flash”, de los Rolling; “Noches de blanco satén”, de los Moody Blues, etc. Y a mediados de la década de los setenta llegó LA CANCIÓN, así, con mayúsculas. Según Luis Clemente, en su Historia del rock sevillano (Sevilla, 1996; pág. 91), “es el momento culmen del flamenco-rock: violines y guitarras flamenca y eléctrica sucediéndose en los tres minutos treinta y tres segundos mejor aprovechados de este rock con raíces en la década de los 70”. El tema se titula “Tarantos para Jimi Hendrix”, y fue grabada por Gualberto García Pérez y otros músicos, entre ellos Antonio Díaz Moreno al bajo, para el LP A la vida / Al dolor (1975). A continuación les ofrezco sus acordes tal y como me los escribió Antonio Cuevas, el “Nene”, hace ya unos años:


FA#M 
SOL 
LA 
FA#M 
RE
DO
FA         RE          SOL
FA#M
SIm
MI
SIm       SOL         LA
SOL
DO#m             RE
DO#m   /    RE   /    MI
FA#   /    SOL    /    LA
Sim
SOL                 LA
SIm
SOL                 LA
SIm
SOL              LA


etc… En este tema, en la rueda de acordes del final, en el solo de guitarra eléctrica, Gualberto, arropado por batería, bajo, palmas, violín y guitarra flamenca —interpretada por él mismo—, sube de repente a una serie de notas agudas que tiene el don de emocionar a todo el que la oye, incluido este que les escribe. Quien no la conozca puede oírla en el siguiente enlace http://www.youtube.com/watch?v=0D4TmXjQCKw . Entre los vídeos de esta página, hay uno, en http://www.youtube.com/watch?v=Hio5_iSfDAQ , subido por Gualberto, que recoge el solo en cuestión pero con variaciones por ser en directo, y a mí, personalmente, me gusta menos; tiene la virtud, eso sí, de contener imágenes de Antonio de la época en la que se grabó el disco, con una barba muy cerrada y muy delgado. Se le ve pendiente del batería, conscientes los dos de la importancia que tiene una base rítmica regular y constante. Resulta a veces frustrante la poca importancia que suele darse a esos músicos, lo que crean la base rítmica, por lo general alejados de los primeros planos y con letra muy pequeña en los carteles, cuando son fundamentales para la construcción de una canción: sin su trabajo el tema no se sostendría, y sin embargo muy poca gente los conoce o habla de ellos.

            Como ya supondrá el lector, Antonio comenzó su andadura como músico años antes de la grabación de ese LP. Fue con el Grupo 68, una formación de Osuna que estaba formada por Francisco Jiménez (batería), su hermano Antonio (bajo), Pedro Santana (guitarra rítmica), José Ángel Sánchez Fajardo (guitarra solista) y, como vocalistas, Paco —un chaval de Sevilla que sólo estuvo al principio—, Javier Caro y Antonio Díaz. José Ángel era el que más conocimientos musicales tenía, y el que, de alguna manera, imprimió un sello personal al grupo, descartando los temas que le parecían demasiado ambiciosos y no pudieran salir redondos. En esta foto faltan algunos, pero está Antonio,




muy serio, con cara de circunstancias y un refresco en la mano. Aparece también Pepe Perona, el técnico de sonido. Sobre este grupo ya escribí un artículo en la revista de Feria de Osuna (Excmo. Ayuntamiento de Osuna, 2007), por lo cual invito a los interesados a buscarla allí para no repetirme en exceso.

El Grupo 68 duró sólo dos años pero, tras su disolución, Antonio tenía ya el gusanillo del rock metido en el cuerpo. Rafael, su hermano mayor, había conocido en Sevilla a Gualberto y gracias a Rafael muchos ursaonenses entraron en contacto con él y Gualberto entró en contacto con Osuna, enamorándose muy pronto del pueblo, de sus rincones y de su ambiente flamenco. Gualberto, y esto es historia conocida —puede encontrarse en muchas páginas de Internet—, viaja a finales de los 60 a EE UU, donde pasa unos años durante los cuales amplía sus conocimientos musicales, asiste a macroconciertos como el celebrado en las cercanías de Woodstock y conoce muchos y excelentes músicos, algunos de los cuales le acompañan cuando vuelve a España: el violinista (Arthur Wohl), fallecido en accidente de tráfico en 1989, y un cantante (Todd Purcell), también guitarrista. Con ellos y con otros de esta tierra, Enrique Morente y nuestro paisano Antonio Díaz entre otros, graba el LP ya mencionado y el que vendría después, Vericuetos (1976), compuesto parcialmente en Osuna, en la mismísima Rehoya. En este ya no aparece Enrique Morente, que había colaborado en A la vida / Al dolor como músico de estudio, ni el batería, Willie Rodríguez de Trujillo, muerto de manera prematura; en su lugar toma los palillos un valenciano, Tico Balanza, y al grupo se añade nada más y nada menos que Marcos Mantero, el teclista que años más tarde nos deslumbraría a todos con el grupo Imán y su LP Imán califato independiente (1978). La siguiente fotografía, tomada por Rafael Díaz, parece sacada durante las sesiones de grabación de ese segundo LP. Antonio aparece de pie, sonriente, el pelo




largo, apoyado en el pilar, detrás de Gualberto. En una entrevista realizada a este último por Mariano Zamora, y publicada en El Paleto 2ª Ëpoca (Osuna, mayo de 1983), el célebre intérprete de “sitar flamenco” declaraba: «Estoy ligado a Osuna desde antes de hacer la mili. Yo vine con Rafael Díaz Moreno con 19 años. Rafael estaba en Sevilla estudiando en la academia IFAR y yo andaba siempre por el barrio de Santa Cruz tocando la guitarra. Él era un aficionado a la música —Elvis, Beatles, Rolling…— y nos hicimos amigos. Luego he conocido a Ricardo [Cordón], al hermano de Rafael, Antonio (que ha tocado conmigo en los dos primeros discos que hice), y después Osuna entera: el “Nene”, el “Caracolé”, el Frasquito, el Redondo… me conozco toda Osuna en realidad. Y no sólo los amigos, el pueblo entero me gusta. Me acuerdo que había una foto de Osuna en la guía telefónica, y cuando la veía decía ¡Hay que ver, esos balcones salíos por fuera! Me gusta Andalucía entera, pero Osuna es lo que mejor conozco. Casi toda la música que he hecho la he hecho aquí, además de en Sevilla y en Triana. La cara A del disco clásico [Otros días, 1978] que hemos oído esta tarde, “Callejeando”, la compuse en la Rehoya, en la casa de la madre de Ricardo. Por eso me encantaría dar un concierto en Osuna de todo lo que he hecho aquí». Y más adelante: «En el disco Vericuetos hay una cosa que hice escuchando las campanas de la Colegiata, que les cogí el tono. Concretamente al principio y al final de “La noche de Rota”. Tú sabes que cuando escuchas una campana se oye una nota, pero después esta nota se abre y escuchas los sonidos armónicos, ¿no? Entonces lo que yo he intentado es coger los armónicos de esa campana, y los he puesto con el piano, la guitarra y el plato de la batería». Son palabras del músico genial con el que Antonio Díaz grabó esos dos discos, tan ligados a Osuna, como vemos.

            Después de la grabación de los dos discos y de la interpretación de conciertos por media España (esta imagen, de Antonio con Gualberto, pertenece a uno celebrado en una facultad universitaria sevillana),




el grupo se fue de gira por Francia y Holanda. Acabada la gira, circunstancias de la vida que las personas no podemos controlar, y que muchas veces nos llevan por donde no esperábamos, devolvieron a Antonio a Osuna, y aquí se quedó practicando el noble oficio del comercio textil. A principios de los ochenta volvió a formar parte de otro grupo musical con su hermano Juan Carlos (guitarra rítmica), José Mari Jiménez (batería), Antonio Cuevas, el “Nene”, (guitarra solista) y él con el bajo, por supuesto, amigos que, ya sin Antonio, siguen reuniéndose para echar un rato de vez en cuando y mantienen viva esa luz que se encendió en Osuna en aquella época dorada del rock andaluz.    

            Ahora volvamos al principio. Como ya dije, yo había aprendido más mal que bien a tocar la guitarra y, con el paso de los años, me acostumbré a llevarla conmigo allá donde fuera. Me hacía compañía, me daba calor y me ayudaba a expresarme. Yo había pertenecido a distintos grupitos de rock o pop, siempre tocando la guitarra rítmica. En la segunda mitad de los ochenta, aunque vivía en Sevilla, habíamos formado uno en Osuna integrado por Salvador Rodríguez (bajo), Carlos Fernández (batería), Gonzo, ese genial y desconocido músico ursaonés (guitarra solista), y este que les escribe. Ensayábamos todo lo que podíamos, sobre todo en fines de semana, canciones compuestas por Gonzo, y tocamos en varias fiestas de amigos en el campo. En una de ellas, una noche de verano, en un cortijo abarrotado de jóvenes con la hormona revuelta y la sensibilidad a flor de piel, se destacó del público un hombre mayor que nosotros que yo no conocía, y habló unas palabras con Salvador, que era, como si dijéramos, nuestro relaciones públicas. Por supuesto, yo no oí qué habían hablado. El hombre subió al escenario, cogió el micrófono, y Salvador, después de consultar con Gonzo, transmitió la orden:

            —Vámonos por “Let it be”.

            Después de los compases iniciales de la archiconocida canción de los Beatles, el vocalista espontáneo empezó a cantar, y lo hizo de una forma tan afinada, desgarradora y pasional que nos puso a todos la carne de gallina, tanto que el público, entregado, se unió formando los coros y acabó regalándonos con el mayor de los aplausos que habíamos recibido nunca. El vocalista espontáneo era, como ya habrán supuesto, Antonio Díaz.

            Cuando me di cuenta de que era el mismo que aparecía en los discos de Gualberto me hice amigo de él, aunque sólo fuera por ver si se me pegaba algo de la magia que poseían aquellos discos. Hablábamos de música sin parar, en interminables veladas nocturnas con las que cerrábamos los bares. Eran otros tiempos. En los 90 creé una revista literaria, La Fuente Nueva, y él quiso colaborar, escribiendo eruditos artículos sobre ajedrez, otra de sus grandes pasiones. Firmaba sus colaboraciones con su nombre pero leído de forma especular: “Oinotna zaid”. Pasados unos años, decidió empezar una nueva vida en Canarias. Me llegaron noticias de él, algunas de ellas relativas a su actividad musical, pues había entrado a formar parte, como bajista, de un grupo que interpretaba vallenatos, música caribeña. Y allí, en aquella tierra tan lejana, le sorprendió la muerte hace unos meses.

Espero que el recuerdo de su actividad musical, sobre todo por su colaboración en aquellos dos inolvidables discos de Gualberto, le sobreviva en el tiempo. El genial compositor lo tiene presente en su blog, www.gualbertogarcia.wordpress.com, donde lo menciona, a veces, en los comentarios que escribe a sus “tapitas musicales”. Por ejemplo, en este del 20 de marzo de este año: «Empieza la canción [se refiere a “Canción del arco iris”, de A la vida / al dolor] con cuatro notas tocadas en el bajo por mi inolvidable amigo Antonio Díaz Moreno, al que cariñosamente llamábamos “el Gaché”, hombre de alma bondadosa que no se inmutaba y tocaba sin irse ni un ápice del tempo: a pesar de todas las síncopas, contrarritmos, aceleramientos, desaceleramientos, pausas, calderones y otras cosas que se me ocurrían muy a menudo tanto a mí como a Arthur el violinista, y no digamos a Willy Trujillo, el genial batería, todos nadábamos alrededor de la isla del “Gaché”».

Con referencias como esta, Antonio, no te va a faltar trabajo allá arriba. Hasta siempre.  

viernes, 3 de mayo de 2013

Bienvenida


            Dirán ustedes que las bienvenidas se reciben al principio, cuando uno llega, no cuando ya lleva un tiempo en el lugar al que ha llegado. Cierto, no voy a negarlo. La verdad es que he preferido lanzar por delante, de avanzadilla, uno de mis artículos con la idea de que el lector se haga una idea de qué tipo de textos va a contener esta página. Van a ser textos inspirados por vivencias y por la lectura de otros textos, los cuales, a su vez, resultaron de vivencias y del conocimiento de otros textos, y así hasta el principio de los tiempos; de ahí que haya preferido inaugurar el blog con el artículo dedicado a Mercedes, una librera anciana, de cansados pero bellos ojos claros, que mantenía abierta, en el centro de Sevilla, una tienda de libros usados, leídos, o no, por otras personas, provenientes de contextos espaciales y vitales muy distintos, seguramente, de aquellos en los que acabarían tras ser vendidos.

            Hace unos meses, y gracias al aviso de una persona que me conoce bien, me llegó la noticia de que en algún sitio que no voy a desvelar, un inmueble localizado en una ciudad cualquiera, existía una biblioteca entera que, si nadie lo remediaba, iba a ser defenestrada en el sentido más literal de la palabra: arrojada por la ventana. Los libros caerían a un contenedor enorme, pesado, frío, metálico, que un camión pasaría a recoger y trasportaría a alguna planta de reciclaje de papel. Se trataba de la biblioteca de un centro docente que estaba a punto de desaparecer. En principio eran todos ejemplares de ediciones baratas y, según me decían, no tenían interés material, económico. Esa era la razón para hacerlos desaparecer. Les confieso que casi no dormí la noche siguiente al “soplo”, intranquilo por la posibilidad de llegar tarde y no poder evitarlo. A la mañana siguiente, acompañado por mi conocido, me personé en el inmueble en cuestión y, con las mejores palabras que contiene el idioma castellano y nosotros conocíamos, le rogamos al responsable de aquella barbaridad que atrasara algo la ejecución de la sentencia de muerte que había recaído sobre los libros, el tiempo suficiente para echarles un vistazo y salvar todos los que creyéramos de interés para nuestras respectivas bibliotecas. El hombre accedió, pero sólo por un día. Cuando nos abrió la puerta de la habitación donde estaban, el panorama no podía ser más penoso. Los libros yacían amontonados de cualquier manera. Algunos, quizá los primeros que habían trasportado a aquel cuarto, estaban más o menos bien colocados, en una mesa, pero el resto, la gran mayoría —había miles—, estaban desperdigados por el suelo, formando irregulares y deformes montañas de papel impreso. Aunque no lo crean, apenas fui capaz de seleccionar una veintena de libros, casi todos novelas. Rescaté libros de Hermann Hesse, de Valle Inclán, de Unamuno, de Ana María Matute, de Juan Goytisolo, de Alejo Carpentier, de Vargas Llosa, de Sábato, de Uslar Pietri. Mi compañero, más aficionado a la Historia —yo también lo soy, pero menos porque tengo varios amores—, salvó la vida de los que le interesaban a él, muchos de ellos clásicos de los teóricos de la historiografía alemana e inglesa que merecían estar en los anaqueles de las mejores bibliotecas.

            Este amor por los libros, que me ha acompañado desde que tengo cierto uso de razón —y ya voy para los cincuenta y dos años—, está en el origen de “El sendero perdido”, el blog en el que, si nadie lo remedia, voy a ir colgando, en los meses y años venideros, algunos de los textos que vaya escribiendo, o ya tengo escritos. Espero que algunos sirvan de inspiración, o al menos de entretenimiento, para los lectores que se tropiecen con ellos en esta ilimitada y caótica biblioteca que es Internet.

 

Ducalópolis, tres de mayo de 2013.

miércoles, 1 de mayo de 2013

La librería Mercedes




(Texto escrito en diciembre de 2012)

            Una de las mañanas de sábado mejor empleadas que puedo tener cuando llega el otoño, es la ocupada en visitar la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, que estos días se está celebrando en la Plaza Nueva de Sevilla. Este año no he faltado a la cita. Después de deambular perezosamente por varios puestos, empezando por los más soleados —la mañana no se prestaba a muchos divagaciones por la sombra—, llegué al perteneciente a la librería “El Desván”, donde hace ahora veinticuatro años compré una edición bilingüe de poemas de Baudelaire que lleva acompañándome desde entonces en mis sucesivas mudanzas. Me quedé curioseando un rato desde la segunda fila, había bastante público, y cuando me llegó el turno empecé a pasear la mirada por los lomos de los libros que se apretaban sobre el mostrador, ediciones baratas de autores contemporáneos. Distraído, y un poco ausente, recordando con cierta nostalgia mis años sevillanos, me topé con una primera edición de La crisopa, novela de nuestro olvidado paisano Emilio Mansera Conde (Osuna, 1929-Madrid, 1980), obra finalista del Premio Nadal en 1976. La sorpresa fue mayúscula, y más cuando pude comprarla por sólo dos euros y medio. Le había pagado a Luis, el librero, y ya me iba cuando me dio un folleto de apenas treinta páginas titulado Paseo por las librerías de viejo de Sevilla, firmado por Juan Bonilla y editado en 2011. Aprovechando la presencia de un quinteto de metales que interpretaba pasodobles en la puerta del Ayuntamiento, me puse el sol y lo ojeé distraídamente. Se trataba de la descripción de un recorrido por las librerías de viejo de la Sevilla de principios de los noventa, la época en la que yo estaba en Sevilla estudiando filología y en la que me aficioné a este tipo de librerías, hoy día muy menguadas en número y en espacio gracias al comercio de libros por Internet. Entonces me vino a la memoria la librería “Mercedes”, situada en la calle Cerrajería en aquella época, y regentada por una mujer con ese nombre, ya anciana en aquellos años. Aunque suponía que llevaba muerta mucho tiempo, volví a colocarme en el último de los anillos que asediaban el puesto de Luis y, llegado mi turno, le pregunté por ella. La respuesta fue sorprendente: Mercedes había muerto hacía unos días, cuando ya había soplado las velas de su noventa y tantos cumpleaños. En ese momento se agolparon en mi memoria unos recuerdos que creía perdidos y, ya en Osuna, ignorando la cena y el Madrid-Atlético que se juega está noche, me he sentado ante el teclado porque Mercedes se merece un homenaje, aunque sea un homenaje humilde, escrito por un ursaonense, y que ve la luz en un medio de Osuna, un pueblo que algunos creen perdido de la mano de Dios y del progreso. Hoy, un día, por cierto, de gratos reencuentros, en El Salvador me he encontrado con un antiguo conocido mío, novelista de éxito en la actualidad, que habla de él en tercera persona y, aunque vive en Sevilla, me ha confesado que nunca ha visitado Osuna. Imperdonable.

            En la obra de Bonilla no aparece la librería de Mercedes, ni siquiera la nombra de pasada. Dedica sus páginas a “El Desván”, “Trueque”, “Antonio Castro”, “Los Terceros”, “Renacimiento”, etc., todas muy conocidas; algunas, sobre todo “Renacimiento”, de fama internacional gracias al fondo de más de un millón de volúmenes que adquirió en Nueva York, librería que en aquellos años estaba en Mateos Gago y hoy se encuentra, créanme, en un polígono de Valencina de la Concepción. La de Mercedes era distinta. No tenía ínfulas londinenses o neoyorquinas, ni siquiera madrileñas; tampoco poseía grandes fondos de primeras ediciones o ejemplares dedicados por Juan Ramón o Nicolás Guillén. Sus libros, eso sí, estaban perfectamente dispuestos en las estanterías que tapizaban las cuatro paredes de su local, una habitación pequeña, de unos cuatro metros cuadrados, a la que se accedía desde la calle Cerrajería, en la acera de la izquierda si uno iba andando desde Sierpes a Cuna.

            La encontré por casualidad, callejeando, una tarde de otoño. Cuando entré, el negocio parecía abandonado por sus dueños porque no se veía a nadie, sólo los libros, dispuestos con esmero y pulcritud en los anaqueles, algo extraordinario en una librería de viejo, donde, como bien escribe Bonilla, muchas veces hay que entrar con una escafandra para escapar del polvo y luchar con las leyes del equilibrio para no tirar al suelo los libros, apilados de cualquier manera. En la pared del fondo se veía una cortina oscura, y de allí provenía el sonido de una guitarra flamenca, con la que alguien se solazaba tocando por alegrías. El lugar y el momento eran perfectos: una librería sola para mí a la que alguien ponía música en directo. Estuvo tocando un rato. Yo contenía la respiración mientras miraba distraídamente los lomos de los libros. Fuera, ajena por completo a este milagro, la gente pasaba por la calle. La guitarra calló y se arrancó por bulerías. Así durante un buen rato. Iba ya a irme pero no quería hacerlo sin conocer al librero-músico que solazaba de esta manera a sus parroquianos. Carraspeé un par de veces, la guitarra enmudeció, se alzó la cortina y apareció la cabeza plateada de una abuela de las de antes, vestida de negro y con cabellos ondulados, de un color gris con tonos azules. En su mano derecha, agarrada por el mástil, sostenía la guitarra. Era Mercedes.

            Desde ese día, cada vez que tenía un ratito, o que mis pasos, distraídos, me llevaban hasta allí, entraba a verla. No recuerdo haberle comprado jamás un libro, ni tampoco que ella me lo recriminara de alguna manera. Seguramente se sentía pagada con la devoción que le demostraba el mozalbete sensible que era yo entonces, que realmente admiraba a aquella mujer. Según me comentaron hombres mayores, y yo pude deducir de nuestras conversaciones, en su juventud había conocido y tratado a muchos de los poetas del 27. Una vez, recuerdo, intentaba yo que me hiciera confidencias sobre aquellos poetas, que me contara anécdotas de aquellos tiempos, y sólo me dijo:

            —Cuídate de los poetas, niño, que tienen todos muy mala leche.   

            Pasó el tiempo. Yo me fui de Sevilla y mis años mozos me llevaron por lugares muy distantes y distintos de la librería “Mercedes”. Ahora, al cabo de más de dos décadas, he vuelto a reencontrarme con ella, aunque haya sido sólo en espíritu, y a recordar aquellas conversaciones y aquel lugar tan alejado del mercantilismo y del interés comercial, aquel paraíso de letras y vivencias situado en pleno centro de Sevilla. Con el tiempo he comprobado que no es cierto que los poetas tengan todos muy mala leche, y he pensado que, seguramente, a Mercedes, allá por los años treinta, le rompió el corazón un mozalbete que escribía versos.

Descansa en paz, Mercedes, y, créeme: aquel muchacho de tu juventud era sólo eso, un muchacho, aún por madurar, que pasaba las tardes emborronando papeles y no sabía todavía cómo se debe cuidar una flor delicada.