lunes, 26 de noviembre de 2018

Demasiada felicidad, de Alice Munro



Sofia Kovalevsky hacia 1880

Alice Munro, Demasiada felicidad, Barcelona, DeBolsillo, 2012. (Too Much Happiness, 2009; traducción de Flora Casas).

         Colección de relatos separables en dos grupos perfectamente diferenciados. El más nutrido sería el formado por cuentos ambientados en el Canadá de siglo XX, principalmente en zonas rurales cercanas a Toronto. El segundo estaría integrado únicamente por el que da título al libro. La acción de este último, la recreación literaria de los últimos días de vida de la matemática y novelista Sofia Kovalevsky, transcurre en países del norte de Europa durante los meses iniciales de 1891.
         Los relatos están protagonizados en su mayoría por mujeres, algunas víctimas del desamor y del maltrato, otras de su mala conciencia, pero ellas son siempre sufrientes y agentes de las historias. Me han gustado especialmente los titulados Dimensiones, Pozos profundos, Radicales libres y Juego de niños. Dimensiones es una de las historias más reveladoras de la bondad humana que he leído en mucho tiempo. La bondad existe, sí, aunque a veces viene acompañada de una sumisión y una ingenuidad exasperantes. Juego de niños está situado en el otro extremo, el de la crueldad infantil, ejercida por niños sobre otros niños, poseedores de una edad en la que la empatía apenas se ha desarrollado. En cuanto a Demasiada felicidad, es un homenaje a las primeras mujeres que fueron capaces de abrirse camino en el mundo académico, copado por hombres hasta fechas recientes.
El lenguaje es antirretórico, llano, muy efectivo. El libro se lee con emoción.

sábado, 17 de noviembre de 2018

El milagro del Prado, de José Calvo Poyato


(Musées d'art et d'histoire de Genève)

José Calvo Poyato, El milagro del Prado. La polémica evacuación de sus obras maestras durante la guerra civil española por el Gobierno de la República, Madrid, Arzalia Ediciones, 2018.

«No sabremos nunca si la intención de quienes tomaron aquella decisión era provocar una catástrofe de la que culpar a la aviación franquista, o simplemente no calibraron en su verdadera magnitud las consecuencias». Estas palabras, tomadas de las páginas finales de este ameno ensayo, resumen su espíritu. Obra objetiva y bien intencionada, El milagro del Prado narra las operaciones que llevó a cabo el Gobierno de la II República para sacar del Museo del Prado sus obras principales, cientos de ellas, que siguieron desde el otoño de 1936 el mismo camino que seguía el gobierno republicano. La decisión fue muy polémica desde el primer momento, sobre todo entre los amantes del arte. Contraviniendo las recomendaciones de los más altos organismos internacionales, que aconsejaban en tiempos de guerra la conservación de las obras de arte en los museos una vez protegidas de manera conveniente, personajes poco o nada preparados culturalmente e impulsados únicamente por cuestiones políticas, ordenaron, durante el gobierno de Largo Caballero, la saca del Prado de las obras de Rubens, Tiziano, Velázquez, Goya, etc. Desde el edificio del Museo del Prado, y en camiones pobremente acondicionados, los cuadros viajaron hasta Valencia, luego hasta Barcelona, después hasta los castillos de Figueras y Peralada, huyendo con el gobierno del ataque franquista. Una vez en el límite del país, cuando ya la guerra estaba perdida, autoridades del Gobierno de la República negociaron con un comité internacional de especialistas procedentes de los principales museos europeos y estadounidenses la continuación del viaje de las obras hasta Ginebra, donde debían ser depositadas en edificios controlados por la Sociedad de Naciones. Allí se celebraría una exposición temporal con la que se devolvería el dinero adelantado para el transporte desde la frontera por algunos de dichos especialistas internacionales. Cuando vino a celebrarse la exposición —cuyo cartel acompaña este texto—, el lugar del representante técnico de la República, Timoteo Pérez Rubio, ya había sido ocupado en el diálogo con los organismos internacionales por José María Sert y Eugenio D’Ors, representantes del Gobierno de Burgos, a punto de ser reconocido por el gobierno suizo. La exposición se celebró durante el verano de 1939, justo antes de comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Fue un éxito de público. Una vez acabada hubo el tiempo justo de organizar la vuelta de los cuadros a España. Hicieron el viaje en un tren especial que atravesó el territorio francés de noche y a oscuras para evitar posibles ataques de la aviación alemana. El 9 de septiembre estaban de vuelta en Madrid.
Después de conocer esta absurda odisea sufrida por las obras maestras del Prado, muchas de las cuales, sobre todo las de mayor formato, sufrieron graves deterioros —alguna de Goya llegó a quedar fragmentada en decenas de partes—, cuando volvamos al Museo del Prado debemos recordar que estamos en una importantísima pinacoteca cuyas obras se salvaron de milagro de los ataques a los que fue expuesta por la ignorancia y la ruindad de oscuros comisarios políticos. No lo olvidemos: la cultura y la política no deben ir de la mano, son universos distintos y excluyentes. No quiero dar nombres, están en el libro, pero algunos de los responsables de aquella barbaridad son muy conocidos y se han citado a menudo como representantes y defensores del arte.
Pero el libro de Calvo Poyato no queda ahí. Su lectura tiene que poner roja de vergüenza la cara de las personas que aún apoyan la gestión que se hizo de los bienes culturales en el territorio controlado por la República, donde los ataques al patrimonio de la Iglesia supuso la desaparición por vandalismo de obras de arte, archivos y bibliotecas, documentos y objetos ya irrecuperables. Lo mismo podría decirse de las colecciones del Museo Arqueológico Nacional cuyas piezas fueran de metales valiosos, muchas de ellas sujeto de sacas y trasporte al extranjero, donde se les perdió definitivamente la pista.
Un libro, en definitiva, para reafirmarse en la necesidad de ser pacifista, apolítico y, sobre todas las cosas, amante del arte. Todas las opciones políticas son responsables del deterioro del patrimonio cultural. Todas.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Un camión demasiado alto


              En la madrugada del 22 de noviembre de 1968, un camión con exceso de altura produjo la ruina del edificio del Ayuntamiento de Osuna. Las imágenes de aquel suceso aún están grabadas en la memoria de muchos ursaonenses. Pronto se cumplirán cincuenta años.


            Según la información contenida en el legajo 221 del Archivo Municipal de Osuna, a las dos y media de la madrugada del día 22 de noviembre de 1968, un camión frigorífico que circulaba «por la carretera de Sevilla-Málaga-Granada y con dirección a Sevilla […], al llegar al arco existente en el Ayuntamiento salida a Plaza de España enganchó la parte de arriba del camión del último arco viniéndose este abajo».
(Al decir «último arco» se refiere al más cercano a la Plaza de España de los dos, o más arcos, que delimitaban el único espacio en forma de arco disponible entonces. No está de más tener en cuenta la impropiedad semántica de llamar arcos a estos lugares de paso, como hacemos todos. Cuando decimos «el arco del Ayuntamiento» nos estamos refiriendo a uno de los dos espacios que hoy día sirven de paso para vehículos y personas bajo el edificio, cada uno de ellos delimitado por dos arcos y compuesto por tres, pues existe uno central, más ancho. En cualquier caso, con la palabra arco nos entendemos todos, que es lo importante). 
Según se observa en la fotografía, la gran mayoría de las dovelas se vinieron abajo y fue necesario reforzar de manera urgente el arco con puntales de madera, los disponibles entonces. Para intentar impedir también el paso de viandantes, vehículos de dos ruedas y caballerías, en los primeros momentos se colocó una escalera de mano atravesada y en paralelo a la calzada, obstáculo fácil de evitar por los más jóvenes. El arco siguió en pie, aunque, eso sí, sufrió graves desperfectos en su parte central, punto de apoyo de las tensiones de toda esta parte de la fachada. En la imagen se aprecian las columnas y los capiteles en las que se apoyaban las piedras del arco. También se aprecian apuntalados los dos primeros arcos del primer piso.
Aparte del hecho de que una carretera general pasase por la Carrera, lo que más llama la atención es que el camión y su chófer se fueran de rositas y nadie respondiera del daño causado. Al menos no tengo constancia de que así fuese. En su defensa, el chófer —vecino de la Granja de San Ildefonso— pudo argüir la inexistencia de señales que avisasen de la altura máxima permitida. Según puede leerse en las actas de la sesión extraordinaria celebrada por el cabildo municipal el día 27 de noviembre de 1968, el camión, aun con algunos desperfectos, pudo seguir su marcha, mientras el Ayuntamiento tuvo que alquilar un inmueble —rotulado en la actualidad con el número 2 de la Calle San Pedro— al que se trasladó en abril de 1969, y no pudo volver al suyo hasta 1973, cuando finalizaron las largas y costosas obras de reconstrucción. Durante esos años, y según leemos en una carta que lleva fecha de enero de 1971 y que dirige el alcalde de Osuna, Manuel Mazuelos Vela, al Director General de Bellas Artes, Florentino Pérez Embid, el pueblo permanece «dividido en dos sectores prácticamente incomunicados, con la consiguiente incomodidad para el vecindario, con un tráfico desviado que está causando grandes destrozos en otras vías municipales». El problema era evidente. 
            Los planos del proyecto de reforma que se llevaría finalmente a cabo, conservados en el Archivo Municipal, están firmados por el arquitecto gaditano Rafael Manzano Martos, responsable también de la reforma de la Plaza de España contemporánea al accidente y de otras importantes obras llevadas a cabo en Osuna durante estos años, principalmente la consolidación del edificio de la Colegiata. Algunos de los elementos comprendidos en el proyecto, como un murete en el límite del tejado, desaparecieron en la obra ya acabada, decisión que produjo un intercambio de cartas entre el Ayuntamiento y la dirección de Bellas Artes en Madrid, alguna de las cuales, como la citada antes, se conservan en el legajo ya mencionado. En los planos puede observarse  la idea de Manzano del doble arco, esta sí seguida con fidelidad.
La conservación de este edificio histórico ursaonense se debe a Manuel Rodríguez-Buzón Calle, presente en la sesión extraordinaria del 27 de noviembre en calidad de Teniente de Alcalde. Rodríguez-Buzón fue el único miembro de la corporación que se opuso al acuerdo que se quería tomar aquel día de derribar completamente esta parte del edificio para facilitar la comunicación entre la calle Asistente Arjona y la Plaza de España. Consciente de la pérdida patrimonial y artística que aquello hubiera supuesto, pidió el dictamen del Arquitecto Titular de Bellas Artes, en aquel momento, precisamente, Rafael Manzano, al que no se había podido localizar desde el día del accidente. El empeño de Rodríguez-Buzón, que consiguió retrasar unos días la toma de una decisión, fue determinante. Resulta difícil imaginar el aspecto final del edificio si se hubiera derribado definitivamente toda esa parte. Se salvó por la fuerte voluntad de una persona.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki



Tanizaki en 1951

Junichiro Tanizaki, Elogio de la sombra, Madrid, Alianza, 2018. Traducción de Emilio Masiá López.

         Ensayo de apenas sesenta páginas publicado originariamente en 1933. Se trata de una cerrada, inteligente y sensible defensa de la estética japonesa, que Tanizaki (1886-1965) veía amenazada por modas, inventos y tendencias occidentales. Ya en aquellos años era perfectamente consciente de lo que se avecinaba y advertía las primeras señales de la empobrecedora uniformidad planetaria. Basta mirar con atención las fotografías y los grabados antiguos para entender de qué se trata: los localismos se han perdido.
Tanizaki se ocupa principalmente de la penumbra y su hermana mayor la oscuridad, ambos espacios o apariencias que han sido desterrados de la vida moderna. La electrificación de las ciudades y las casas ha conllevado una iluminación excesiva, lo que acarrea la sobreexplotación de los recursos naturales por un mayor consumo de energía y la pérdida del misterio de la noche y de los interiores oscuros. Es ahí, precisamente, donde su obra resulta más valiosa. Centradas en la forma tradicional de construcción y decoración de las casas japonesas, algunas de sus páginas son reveladoras. Para los occidentales que siempre hemos mirado con admiración, y un punto de incomprensión en cuanto a su grado de confortabilidad, sus interiores domésticos, la lectura de esta obra supondrá un antes y un después en esa percepción. Entenderá, por ejemplo, el porqué de los shōji, esos paneles traslúcidos y móviles que limitan sus espacios. Dejándose llevar por su admirable sentido de lo sensual, Tanikazi invita al lector a abandonarse al encanto de los espacios poco iluminados, capaces de resucitar sensaciones visuales perdidas desde la llegada de la luz eléctrica. Frente al intento, ya manifiesto entonces en las principales capitales europeas y norteamericanas, de iluminarlo todo, realizando una analogía entre iluminado y limpio, el autor, en unas páginas que a los occidentales pueden resultar pintorescas, describe y defiende los retretes tradicionales nipones, construidos en madera y sumidos en la penumbra. Hace también un estudio comparativo del tipo de blanco y la textura del papel occidental frente al papel japonés hōsho, o la del papel blanco de China: «La textura del papel oriental resulta mullida como una capa de nieve recién caída, y absorbe la luz como si la acogiese, en cambio el papel occidental parece que la repeliese» (pág. 22).  
Más adelante, y quizá como resumen, escribe: «La luz ya no tiene como finalidad iluminar para poder escribir, leer o coser, sino para expulsar las sombras a los rincones más apartados, esto es diametralmente opuesto al concepto estético y genuino de vivienda de estilo japonés» (pág. 60). Desde mi punto de vista, el de un amante de reconstruir escenas del pasado en la imaginación, afirmaciones como esta son fundamentales y aplicables por supuesto también a occidente. También escribe: «Estimamos las tonalidades y brillos que nos retrotraigan al pasado. Cuando uno vive en uno de esos viejos caserones rodeado de objetos antiguos se experimenta una paz y un sosiego difíciles de explicar» (pág. 25). El autor se declara defensor de la pátina, incluso de la suciedad si acabar con ella supone la pérdida del aspecto antiguo, la aparición de brillos e iluminaciones no deseados. El texto entero es una defensa de lo difuso, lo tenue y delicado.
No conozco obras equivalentes escritas en Europa pero el proceso vivido fue el mismo. Perdimos la contemplación del cielo estrellado, la percepción de la acariciante y azulada luz de la luna y, sobre todo, y dentro de las casas, la magia del misterio. Elogio de la sombra, traducido al inglés y al francés en 1977, tuvo que jugar un papel importante en ciertas modas culinarias, teatrales y decorativas niponas irradiadas desde los principales centros de cultura occidentales. Una lectura realmente estimulante.

jueves, 1 de noviembre de 2018

En nuestro tiempo, de Ernest Hemingway


El autor en 1923

Ernest Hemingway, En nuestro tiempo, Barcelona, Lumen, 2018. Traducción de Rolando Costa Picazo. (In Our Time, 1925).

         Volumen de cuentos protagonizados en su mayoría por Nick Adams, al que debe suponérsele, yo al menos lo hago, la condición del alter ego del autor. Puede que me equivoque porque no he tenido la previsión de releer la biografía de Hemingway antes de ponerme a escribir estas líneas, simples notas de lectura, pero muchos de los cuentos presuponen un conocimiento experiencial de lo narrado. Recuerdo lo esencial de su biografía, que viajó mucho por Europa, que era pescador, vivió guerras y murió suicidado, pero de su infancia, esa etapa de la existencia humana tan definitoria de nuestros gustos y actitudes antes la vida, no tengo ni idea. Tampoco es imprescindible tenerla para disfrutar de la lectura, obviamente. Parece que la mejor forma de hacerlo es no saber nada de su autor, ni preocuparse lo más mínimo por saberlo. Ser capaz de separar totalmente al autor de la obra o, mejor aún, a la crítica de la obra. Solo después de leerla, y si a uno le apetece, puede leer sobre ella. Creo que es mejor así. Esta edición de En nuestro tiempo, la primera traducción al castellano según parece, viene acompañada por un interesantísimo prólogo de Ricardo Piglia, quizá uno de los últimos trabajos de la vida del novelista argentino.
         En nuestro tiempo está compuesto por unos treinta relatos, la mitad de ellos de extensión apreciable —quince, veinte páginas— y la otra mitad de extensión mínima, un par de párrafos. Los de uno y otro tipo van intercalados. Muchos de los del tipo mínimo son impresionantes por la capacidad que tienen de sugerir, de abrir la ventana a un mundo de emociones y sensaciones fuertes solo durante unos segundos. Algunos de estos relatos cortísimos, no sé si llamarlos microrrelatos, están inspirados en el mundo de la tauromaquia. Describen momentos tanto de la corrida como de la vida de los toreros, teniendo especial predilección por los cuadros más violentos o sangrientos, como aquel que describe de forma fría, casi de científico, cómo se mueve el caballo del picador después de haber sido corneado por el toro en el abdomen, época aquella de las corridas conocida por el autor en la que los equinos aún no llevaban peto protector. Pueden imaginar algo.
         Hemingway ambienta sus cuentos en España, en Italia, en Grecia, en medio de los bosques norteamericanos o en una reserva india. El protagonista habitual es Nick. Nick niño, Nick jovencito y Nick ya hecho hombre. Los relatos del libro protagonizados por niños son especialmente interesantes como muestra de cómo ponerse en su piel, cómo contar la historia desde su punto de vista, algo que no nos debía costar mucho esfuerzo porque todos hemos sido niños, aunque algunos parezcan haber nacido ya avejentados y sin imaginación. A menudo las situaciones narradas son violentas, reflejos de mundos crueles y descarnados.
         El relato titulado El luchador comienza de manera sumamente seductora. Lo hace, por supuesto, in media res, la forma más efectiva de hacerlo. En este caso se trata de aquel en el que alguien del que no sabemos nada —solo que acaba de ser expulsado de noche de un tren en marcha—, se incorpora junto a la vía y comienza a hacer balance de daños. Otros relatos, los dos últimos, cuentan la historia del hombre que busca la soledad de la naturaleza para curar sus heridas anímicas. Alguno está ambientado en el mundo de los hipódromos y el amaño de carreras. El libro ofrece una gran variedad. Pero lo mejor de todo, como subraya Piglia, es el estilo. La concisión es su principal rasgo. Las frases son cortas. No hay adornos, metáforas, adjetivos y otras «delicadezas». Hemingway describe un mundo duro, cruel, con un lenguaje lo más alejado que pueda imaginarse del amaneramiento. Es directo. A veces brutal. Pero tiene la virtud de llegar siempre de manera rápida a la mente del lector, que no necesita esforzarse en desenredar frases de sintaxis inextricable.
Una lectura placentera para personas de acción obligadas a vivir de manera sedentaria, como muchos de nosotros.