martes, 22 de diciembre de 2015

Boteros 14





La librería del ursaonense Daniel Cruz, sita en Sevilla a cien metros apenas de la casa en la que vivió Rodríguez Marín, está instalada en un espacio diáfano y luminoso. El inicio de la visita, pues, ya es gratificante en sí mismo. El local ocupa una esquina, exactamente la formada por las calles Boteros y Odreros, junto a la mismísima Plaza de la Alfalfa; esa coincidencia puede hacer pensar en analogías entre el trasiego de vinos y de conocimientos, entre la alegría que suponen para el espíritu la bebida y la lectura de un buen libro, pero ese camino, aunque resulte tentador desde el punto de vista literario, lo dejo para otra ocasión. El caso, y por ahí iba yo, es que al estar en una esquina, el local posee una iluminación que ya quisieran muchos, pues la luz le entra por dos hermosas ventanas, cada una de ellas abierta a una calle. Junto a ellas, un sillón comodísimo en el que uno se sienta con el libro de su interés que ya ha elegido, que sabe que va a comprar, pero que quiere empezar a saborear allí mismo, pues el ofrecimiento de aquellos confortables asientos, situados junto a tan generosas ventanas, resulta realmente incitador. Los libros monopolizan una de las paredes del establecimiento, de doble altura y sus buenos cuatro metros; llegan hasta el mismo techo, como esas bibliotecas que encandilan la imaginación de los lectores y en su día encandilaron la del mismísimo Jorge Luis Borges, cuando creó aquella biblioteca infinita que sirvió de inspiración a Umberto Eco en El nombre de la rosa, ese lugar donde los fondos bibliográficos y las sorpresas resultaban inagotables. Líbrenme el azar, o el destino, de esas librerías donde los dependientes no le dejan a uno curiosear tranquilo, las típicas librerías comerciales que forman parte de cadenas de tiendas, donde los empleados van uniformados y están pendientes de ti para ver qué necesitas, vendedores que, aleccionados o no por sus jefes, no se paran a pensar que si uno quiere preguntar dónde está tal libro o tal sección ya lo hará, que si no lo hace es porque desea despistarse, perderse en soledad en el universo de libros, de espíritus de escritores, que tiene a su disposición, atento quizá sólo a percibir el aleteo de un alma o de un pensamiento privilegiado que pugna por salir y ser aprehendido por un lector dispuesto a ello. Al entrar en Boteros te encuentras con Daniel, claro está, que te recibe con ese calor y esa simpatía en el trato que no se aprenden, que se tienen o no se tienen, y él las tiene de sobra, y luego te deja hacer, te deja perderte en el bosque de libros que ha creado. Esa es una de las grandes diferencias que suelen existir entre los libreros de genero nuevo y los libreros de lance, su aparente indiferencia ante la posibilidad de vender, pues los segundos te dan los buenos días y siguen enfrascados en su lectura, de manera que uno duda a veces si son los dueños de la librería u otro cliente lector. Algunos, como la inolvidable Mercedes de la sevillana calle Cerrajería, llevan su indiferencia hasta el punto de perderse en la trastienda para tocar en la guitarra por bulerías. O por alegrías. Y te sientes feliz junto a estos libreros, espíritus libres, arropado por ellos y por sus miles de volúmenes, inmerso quizá ya en la lectura del que has comprado porque no te quieres ir, porque estás allí tan a gusto como podrías estar en tu casa.


En la actualidad, y hasta enero de 2016, la 
librería alberga una exposición de David 
González Jiménez (Piru).



Hoy día, cuando las formas de comunicación y conocimiento son tan frías y están tan manipuladas gracias a la revolución digital, cuando a pesar de la sensación de libertad que pretenden inculcarnos nuestras vidas se encuentran más controladas y teledirigidas que nunca, encontrar un lugar como la librería de Daniel, donde se mantiene el intercambio libre de ideas y pensamientos, donde puedes encontrar tanto los primeros libros de Sánchez Ferlosio o de Albert Camus o de Cortázar como El itinerario del éxtasis de Athanasius Kircher, o un ejemplar de la edición parisina de 1610 de Opuscula varia antehac non edita del Julio César Escalígero, con la particularidad de estar expurgado por el censor —cuyos comentarios y tachaduras resultan perfectamente visibles—, resulta un milagro, como un renacimiento de la cultura profunda al que uno asiste cada que vez que traspasa el umbral de su puerta. La librería de Daniel, y sus semejantes, repartidas por las principales ciudades, constituyen refrescantes oasis en medio de la vulgaridad y de la mediocridad de los tiempos actuales, donde la sociedad, realmente manipulada— qué poco conscientes somos de ello, hay que insistir—, está entregada a un culto irracional a la juventud, la belleza y el aspecto exterior de las personas, y tiene olvidada, como en el desván, la formación del espíritu y del intelecto.
Visite el local de Daniel Cruz, se lo recomiendo con calor, que la vida se nos pasa volando y no podemos dejar escapar las pocas ocasiones que van quedando de disfrutar de lo bueno. Hágalo. Y buena lectura.



jueves, 17 de diciembre de 2015

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (27)



Exterior de la Colegiata de Osuna. 
Francisco Murillo, 1922. 
(Fototeca de la Universidad de Sevilla)


Como decíamos al final del artículo anterior, nuestro protagonista abandona el país al inicio del periodo histórico que los especialistas suelen denominar “Década Ominosa” (1823-1833), diez años durante los cuales el rey Fernando, una vez abolida por segunda vez la Constitución de 1812, vuelve a reinar como monarca absoluto, a la manera del Antiguo Régimen. La recuperación de su poder, recuperación sólo parcial como luego veremos, había sido posible gracias a la intervención de Francia, país recién salido de una revolución muy radical y gobernado ahora por personas que representaban unos intereses a los que no convenía en manera alguna la existencia en el país vecino de una nueva revolución. El ejército galo, obedeciendo las órdenes de Luís XVIII, el cual había acordado con el rey Fernando la intervención armada, invade el país en la primavera de 1823. Al final del verano de ese año ya es dueño de casi todo el territorio nacional y ha conseguido la restauración monárquica; sin embargo, privado el rey español de un ejército propio en el que poder confiar —ya tenía suficientes pruebas de ello—, las tropas francesas serán su respaldo y no volverán a su país hasta 1828.
En La ocupación francesa de España (1823-1828), Gonzalo Butrón Prida da la cifra de 40.742 soldados franceses en noviembre de 1824, 24.552 de los cuales aún permanecían al sur de los Pirineos en septiembre de 1828. Si tenemos en cuenta que la población total en aquellos años era de unos 11 millones de personas, a finales de 1824 había un soldado francés por cada 270 habitantes, cifra media para todo el país que disfraza una presencia mucho mayor del ejército ocupante en poblaciones como Cádiz, donde en 1827 aún había 10.633 militares franceses para una población aproximada de 60.000 personas. Si tenemos en cuenta que el padrón de 1801 arrojaba una cifra de 723 personas de nacionalidad francesa residentes en la ciudad (dato extraído de Ramón Solís, El Cádiz de las Cortes, Madrid, 2000; pág 78), el dato resulta aún más esclarecedor de la alteración de la vida social que tuvo que suponer en muchas poblaciones la presencia de las tropas francesas.
Aunque por el momento no tengamos datos del contingente francés destinado en Osuna en aquellos años, si consideramos la extensión del distrito militar ursaonense en época napoleónica, una circunferencia imperfecta cuyo diámetro oscilaba entre 66 y 86 kilómetros, parece lógico pensar que alcanzaría un número considerable. Las primeras Actas Capitulares de la “Década Ominosa”, (Archivo Municipal de Osuna, Actas Capitulares, sign. 108, sesiones de 11 y 12 de junio de 1823), reflejan la lógica preocupación que provocaban las noticias de la inminente llegada del ejército de ocupación:

“Considerando el Ayuntamiento la proximidad del enemigo, que después de haber entrado en la Capital del Reyno, y establecido una Regencia de él se halla ya en la Mancha con dirección a esta Andalucía, diciéndose también que vienen dos divisiones por Granada y Extremadura, cuyas noticias son de una funesta influencia en los ánimos de estos naturales por faltarle el respeto debido a su autoridad […]: acuérdase que para mañana en la noche, 12 del actual mes, á la oración en punto [toque de campanas que se daba al anochecer], se convoque en la Iglesia llamada de la Compañía una Junta compuesta de las personas visibles del pueblo, y que tengan más influencia en la opinión de estos naturales, para tratar en unión con el Ayuntamiento de todas las medidas y precauciones que hay que tomar para asegurar la tranquilidad pública […]".

Y al día siguiente:

"Acta.- En la villa de Osuna en doce de junio de mil ochocientos veinte y tres, reunidos los Señores Alcaldes y varios individuos del Ayuntamiento en la Iglesia de la Compañía; en unión de los Sres. Rector de esta universidad, el Dr. Don Diego Ramírez, Don José de Torres Linero, Don José Jurado, el R. P. Guardián de San Francisco, Don Juan Domínguez, Don Felipe Cepeda, Don José de Castro y Don Antonio Palacios, convocados en el día de hoy para conferenciar sobre los medios más acertados de conservar la tranquilidad y el orden público en las difíciles circunstancias en que se halla el pueblo, amenazado de una invasión de tropas extranjeras, y partidas auxiliares, habiéndose hecho varias reflexiones sobre este interesante negocio […], [acuérdase:] Que se nombre una Junta compuesta de diez personas de las que tengan más ascendiente e influencia en la opinión pública […], la qual quedará desde ahora suficientemente autorizada para autorizar todas las disposiciones convenientes para la conservación del orden público, aun quando para ello tenga que desempeñar algunas funciones propias de la autoridad económica o gubernativa”.

Las actas municipales reflejan el temor que tenían los ursaonenses a verse de nuevo en manos de los franceses. La ocupación de la localidad por tropas de la misma nacionalidad entre 1810 y 1812 estaba aún muy reciente en el ánimo de sus habitantes, que no querían que se repitiesen los abusos sufridos, sobre todo de índole económica. Ya nos referimos a esta ocupación en los capítulos anteriores, aunque no en profundidad. Los lectores interesados en saber más sobre este episodio de la historia local tienen a su disposición Osuna napoleónica (1810-1812), la excelente obra de Francisco Luis Díaz Torrejón.
No obstante, dejando a un lado una división tajante entre buenos y malos, existen pruebas incontestables de la acción moderadora del elemento francés, pues, contrario como era Luís XVIII a consentir una dura represión, siempre impopular, a cambio de la permanencia de su ejército consiguió del rey Fernando el compromiso de no abusar de su poder y, por cierto, el pago de dos millones de francos mensuales. (Datos, estos últimos, extraídos de M. Artola, La España de Fernando VII, Madrid, 1999; pág, 667 y ss.).
(Continuará).

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (26)



Francisco de Borja Téllez-Girón,
X duque de Osuna. (Goya, 1816).



Tras el paréntesis en la narración que supuso el número anterior —dedicado a un episodio de la Osuna napoleónica—, vamos a volver al momento donde nos habíamos quedado, el final del Trienio Liberal (1820-1823). Como ya hemos visto, durante estos tres años, Pedro de Alcántara Téllez-Girón, nuestro príncipe de Anglona, ha perdido a Francisco de Borja, su único hermano varón, el duque de Osuna —ahora lo es su sobrino Pedro—, ha ocupado cargos públicos (Consejero de Estado, Director del Museo del Prado) y se ha destacado como defensor de la Constitución pronunciando discursos y presidiendo una Sociedad Patriótica. La vuelta más que probable de la monarquía absoluta gracias al apoyo de las tropas francesas conocidas como los “Cien mil hijos de San Luis”, que habían entrado en Madrid a finales de mayo, no presagiaba nada bueno para su seguridad personal. Su madre, que ya había perdido a su hija mayor (1817) y a un hijo —el duque mencionado—, teme por él y así se refleja en su correspondencia, parte de la cual fue publicada por la condesa de Yebes en 1955 con el título de La Condesa-Duquesa de Benavente: una vida en unas cartas. Recogemos ahora parte del contenido de las páginas 272 y 273 de esta obra.

En carta del 14 de junio de 1823, el administrador de Bailén y de los bienes en Andalucía relata que

“el Exmo. Sr. Príncipe de Anglona, hijo de V. E., salió de aquí [Sevilla] para Sanlúcar de Barrameda con solo el ayuda de cámara el lunes 3 a las 5 de la mañana, y el cochero con los dos caballos el miércoles siguiente y no he sabido como llegó S. E. a aquella ciudad”.

La condesa-duquesa quiere noticias más detalladas e, intranquila, escribe el 24 del mismo mes diciendo que ha leído cartas más claras:

“… debo decirte que no expresas los sujetos visibles que han sido atropellados no sólo en sus intereses, sino en sus personas”.

Pasa casi un mes sin tener noticias del hijo. El 1 de julio vuelve a escribir al administrador mencionado, y le dice:

“debes conocer el interés que tengo en que sepa de mí y yo de él. Creo que mi hijo está en Sanlúcar, pues no tengo antecedentes de lo contrario”.

Hasta la fecha no he podido consultar directamente los legajos que contienen este intercambio epistolar y, por lo tanto, no puedo confirmar que el administrador consiguiera tranquilizar con certezas a esta madre preocupada, preocupación tan natural en cualquier madre del mundo. Lo que sí puedo asegurarles es que a nuestro protagonista le quedaban aún muchos años de vida. Ahora se trataba de cuidarla.

El año de 1823 marca el inicio del segundo exilio masivo de españoles en el siglo XIX. En este caso, el anterior fue el de 1814, la obra de Dolores Rubio, Juan Francisco Fuentes y Antonio Rojas titulada Censo de liberales españoles en el exilio (1823-1833) recoge datos de más de 5.000 exiliados, la gran mayoría de ellos en suelo francés. Pero no todos los exiliados lo fueron en el país vecino. Otros, quizá por contar con más medios, se establecieron en tierras más lejanas y, no sé si casualmente, menos al alcance de los agentes en el extranjero del rey Fernando, cuya policía contaba en 1824 con un superintendente llamado José María de Arjona que no debe confundirse con el ursaonense José Manuel Arjona, Asistente de Sevilla entre 1825 y 1833, cargo en el que sobresalió por las reformas urbanísticas de las cuales nacieron parajes tan agradables como el Paseo de las Delicias o lo que en la actualidad conocemos como “los jardines del Cristina”. Entre los liberales exiliados a otras tierras, tenemos, por ejemplo, a Joaquín Lorenzo Villanueva, autor de Mi viaje a las Cortes, un diario personal de las sesiones de las Cortes de Cádiz  que, a falta del oficial, tiene un gran valor histórico. Establecido en Dublín en 1823, allí vivió hasta su muerte (1837) y fue sepultado con unos honores que difícilmente hubiera recibido en España. En cuanto a Anglona, según lo poco, por no decir poquísimo, que he podido averiguar, el lugar donde residió durante estos años de gobierno fernandino, conocidos como la “Década Ominosa”, fue Italia, país donde ya había pasado una temporada con el ejército entre 1805 y 1807. Así lo afirman en sus obras ya citadas Gutiérrez Núñez y el marqués de Miraflores, los cuales coinciden en afirmar que durante su exilio, son palabras de Miraflores, “permaneció dedicado al estudio de las artes y de la historia, que fueron siempre el objeto incesante de su afición predilecta”. Este autor, por cierto, da la fecha de febrero de 1824 para la salida hacia el exilio de nuestro protagonista, del cual no volverá hasta principios de la década de los treinta.

(Continuará).