miércoles, 30 de enero de 2019

Victoria, de Joseph Conrad





Joseph Conrad, Victoria, Madrid, Debolsillo, 2017; 488 páginas. [Victory, 1915]. Traducción de Alejandro Gándara.

         Novela de aventuras que hará las delicias de cualquier lector que ansíe trasportarse a otro lugar y a otro tiempo y sentir, por qué no, situaciones de peligro. Siempre se ha dicho que quien busca el peligro perece en él, pero este dicho popular no es aplicable a los lectores, solo a las personas de acción. Y el lector, aunque le pese a alguno, no lo es. Es soñador, con la imaginación viaja, ama, escala montañas, preside gobiernos, vagabundea pero, muy a menudo, no deja de estar protegido entre cuatro paredes y un techo y rodeado de todas las comodidades de la vida moderna. Leer una novela ambientada en la Indonesia de finales del siglo XIX, y protagonizada por europeos que han emigrado allí para hacer fortuna, es una experiencia, pues, muy gratificante.
         El protagonista, Heyst, es sueco, pero no un sueco cualquiera. Es una persona especialmente atractiva por el drama personal que vive. Se siente desubicado en una sociedad de hombres a menudo brutales y muy materialistas, que viven en esa zona solo para intentar hacer fortuna y tratan a la población nativa como seres inferiores, a veces despreciables. Esa crítica a la actuación colonial parece una constante de muchas novelas de  Joseph Conrad (1857-1924), muy marcada en la impresionante El corazón de las tinieblas (1899). Heyst, en el que podemos apreciar una especie de hiperestesia emocional relativa —la consideración con la que trata a los más débiles lo distingue del resto de miembros de la colonia—, prefiere vivir aislado, precisamente en la isla donde había establecido su lugar de explotación minera una compañía ya quebrada. La isla ya es un lugar habitado solo por nativos. En uno de sus viajes a lugares habitados por colonos siente la llamada del amor y su vida da un giro absoluto. A partir de ahí, la novela, que puede decepcionar en principio a quien busque originalidades argumentales, se basa en el esquema tanta veces explotado de hombre bueno protege a mujer joven y guapa del ataque de hombres malvados y libidinosos.
         Lo mejor de la novela, a mi  humilde entender, es la manera en la que se cuenta la historia. Los puntos de vista son cambiantes aunque siempre en tercera persona. Además, el autor intenta, y logra satisfactoriamente, secuenciar las acciones ocurridas en distintos lugares pero al mismo tiempo. En la isla solitaria donde transcurre lo más importante de la acción esta pasa principalmente en dos bungalós distintos y de manera simultánea. Lograr un relato correcto temporalmente de lo ocurrido en el otro bungaló, algo que resulta vital para el entendimiento de la historia, y hacerlo de manera que el suspense esté sabiamente dosificado creo que es una lección para quienes intentan escribir ficción.
         El final, nada convencional, es adecuado, desmiente expectativas negativas, no es previsible, y acaba de redondear la atracción del lector por esta novela y por sus principales personajes: Heyst y la dulce pero fuerte y determinada Lena.
 


viernes, 18 de enero de 2019

Mi vida querida, de Alice Munro


(Imagen de allontario.ca)

Alice Munro, Mi vida querida, Barcelona, DeBolsillo, 2013. (Dear Life, 2012; traducción de Eugenia Vázquez Nacarino).

         Munro, nacida en 1931, parece haberse dedicado de manera efectiva a la narrativa de ficción en edad relativamente avanzada. El primer libro suyo de relatos del que tengo noticia data de 1968, cuando estaba cerca de los cuarenta años. Un inicio tardío como el suyo supone una gran reserva de experiencias y lecturas, los dos pilares en los que parece basarse la constitución de un escritor valioso.
Mi vida querida es una colección de relatos, catorce en total, en los que se alterna el uso de la primera y la tercera persona, aunque finalmente predomina la primera. Las cuatro últimas narraciones, y según advertencia de la autora, son autobiográficas, las cuatro sobre episodios de su infancia. En todas ellas el lugar de la acción es la tierra de la autora, el Condado de Huron, territorio canadiense situado junto a los grandes lagos, cerca de Toronto y de la frontera. Sus protagonistas, personas normales, con las que resulta fácil identificarse, viven dramas complejos narrados de manera sencilla. Desde el punto de vista humano, los cuentos de Alice Munro poseen un gran valor, el de estar alejados de corrientes y modas comerciales. No existen grandes bellezas, ni hazañas sexuales o deportivas, ni tampoco casas lujosas, ni asesinatos, realidades ajenas a la inmensa mayoría de los lectores. Existen personas como usted y como yo, con su punto de ambición o de ingenuidad y su amor a la familia. Todas viven sus dramas personales de una manera perfectamente verosímil, tanto que el lector experimenta con su lectura un indudable efecto catártico. Este libro, además, no sé ahora si es el último suyo, contiene esas cuatro deliciosas piezas finales, todas resultantes de la relectura de su infancia que realiza una persona octogenaria y de una inteligencia envidiable, Alice Munro. Una de ellas da nombre al libro. En cuanto al lenguaje, es simple, directo y sencillo, un placer para el lector, que centra su atención en los dramas vividos y no tiene que estar pendiente del diccionario, actividad enriquecedora intelectualmente pero, a menudo, muy tediosa.  

viernes, 11 de enero de 2019

Lolita, de Vladimir Nabokov


Vladimir Nabokov y Véra en 1968.
(Fotografía de Philippe Halsman)

Vladimir Nabokov, Lolita, Barcelona, Anagrama, 2018 (1ª ed. 1986, aunque con otra traducción). Traducción de Francesc Roca (Lolita, París, Olympia Press, 1955).

         La recepción de Lolita ha estado distorsionada desde el principio. En sus primeros años de vida fue rechazada por inmoral en las distintas editoriales norteamericanas a las que llegó el manuscrito y, finalmente, fue publicada por una editorial francesa especializada en erotismo y pornografía. Estas circunstancias, consecuencias de una lectura a la ligera o incompleta de la obra, han conseguido que todos los que aún no la han leído la consideren exactamente así, inmoral, desagradable, obscena, y prefieran evitarla. Yo, que llevado por la curiosidad o fruto de la casualidad, leí o visioné en su momento libros y películas francamente desagradables o abiertamente pornográficos, como Justine o los infortunios de la virtud o Saló, o los 120 días de Sodoma —ficciones en las que no creo que vuelva a adentrarme por mucho que evolucione—, guardaba prejuicios hacia la famosa obra de Nabokov. Pensaba que era algo así como una apología de la pederastia, y eso me repelía. Sin embargo, dada mi apetencia de conocimientos y experiencias literarias, no podía dejar de leerla. Había algo que me obligaba a ello. Afortunadamente, soy libre de leer lo que quiera.
         Lolita, o Las confesiones de un viudo de raza blanca —título este último sugerido como probable por el autor ficticio del texto—, necesita, eso sí, un lector maduro. Una persona que aún no se conozca ese mínimo necesario para ser medianamente feliz, debe evitarla, al menos por el momento. Debe dejarla para cuando sus ideas se hayan enriquecido lo suficiente y pueda  entenderla. Es cierto que la primera parte de la obra, la más celebre, aquella en la que el protagonista llega a la casa donde pueden alquilarle una habitación en una pequeña localidad de Nueva Inglaterra, esa donde nace el arquetipo erótico de las lolitas, contiene escenas eróticas muy sugerentes, excitantes hasta para un lector carente de tendencias pederastas, precisamente porque, aunque Lolita, Lo, Dolores Haze, tiene en ese momento doce años, nunca se la imagina uno como una niña, precisamente por su procacidad. Lolita, desde su primera aparición, parece, es, una seductora, poseedora de unas intenciones totalmente ajenas a la edad infantil.
         La acción de la novela se desarrolla en los Estados Unidos durante los últimos años de la década de los cuarenta y los primeros de la década de los cincuenta del siglo XX, exactamente entre los doce y los diecisiete años de Lolita. El narrador-protagonista es presentado en el prólogo como el autor de un texto escrito como confesión del asesinato que ha cometido. El lector, pues, sabe desde el primer momento que se va a cometer un asesinato, pero hasta las últimas páginas, tiene casi cuatrocientas, no sabe quién es la víctima. Por esta razón, unida a una acción realmente imaginativa y a la construcción genial de personajes—tanto Charlotte, la madre de Lolita, como Lolita y el protagonista, que dice llamarse Humbert Humbert, son tan reales como usted y como yo—, el lector devora la novela, muy entretenida y, aunque alguno no pueda imaginarlo, profunda. Quizá el mayor acierto de la obra sea la construcción de la personalidad de Humbert. Este, obviamente, es un pervertido. Solo encuentra verdadera excitación sexual en la contemplación de niñas pubescentes, a las que llama «nínfulas». En este sentido es un verdadero depredador sexual, pero solo con la imaginación. Es Lolita, con su atrevimiento, la que desencadena las acciones de Humbert. Un golpe del destino propiciará que ambos queden solos y puedan entregarse al amor, digamos, adulto. Y es ahí, cuando Humbert está entregado de por vida a Lolita, cuando es su cautivo, donde aparece su faceta realmente atractiva, la de siervo adorador, la de hombre profundamente enamorado. Tanto es así que uno, que en un principio podía verlo como un sujeto malvado, dañino para Lolita, una niña --y, por lo tanto, teóricamente indefensa--, acaba compadeciéndolo.
         La novela es también una narración de itinerancia, de camino. Durante dos épocas de su relación, los protagonistas se mueven incesantemente por los Estados Unidos, siempre en coche, deteniéndose para dormir en todo tipo de albergues, moteles, hoteles y residencias, ofreciendo con ello al lector una atractiva muestra de la vida del americano medio de la época. Según Nabokov, que da abundantes pistas de la construcción de la novela en un epílogo, esta itinerancia está basada en los viajes que realizaba con Véra, su mujer, mientras escribía la novela. El gran atractivo de los novelistas, al menos para mí, es la capacidad que tienen de imaginar, crear, dar vida, a personajes ajenos a ellos y totalmente verosímiles. Esa habilidad, esa rara facultad de desdoblarse en un individuo nuevo —a veces generoso, a veces bestial, pero siempre humano—, es la que dota a Humbert Humbert del atractivo del que les hablaba antes.
         Quiero destacar también las abundantes referencias literarias que contiene la novela. Estas están propiciadas por la condición de hombre de letras del protagonista, profesor de francés. El texto está salpicado de alusiones más o menos veladas a obras de James M. Barrie, Lewis Carroll, Gustave Flaubert, James Joyce, François-René de Chateaubriand, Pierre de Ronsard, Charles Maturin, Goethe, Turgueniev y otros muchos, lo que da idea del profundo conocimiento de la literatura europea que tenía Nabokov, un autor que vivió toda su madurez escindido entre dos mundos. Como declara en el epílogo de Lolita, «mi tragedia privada, que no puede ni debe, en verdad, interesar a nadie, es que tuve que abandonar mi idioma natural, mi libre, rica, infinitamente dócil lengua rusa, por un inglés mediocre, desprovisto de todos esos aparatos —el espejo falaz, el telón de terciopelo negro, las asociaciones y tradiciones implícitas— que el ilusionista nativo, mientras agita los faldones de su frac, puede emplear mágicamente para trascender a su manera la herencia que ha recibido». Nada se puede añadir.