jueves, 25 de abril de 2019

La huida


Bruselas, 2014. 

La atmósfera era pesada. Del norte de África llegaba un tórrido ábrego nocturno. Por la ventana, abierta a una calle políglota frecuentada por gozosos exiliados, entraba el alegre quejido de un acordeón vocinglero. Había querido huir de ti, diablo de ojos de gema, pero me seguiste persistiendo en nuestro nomadismo suicida. Y entonces sentí que solo podría vivir si era contigo, que solo viviría si era sin ti.

martes, 23 de abril de 2019

La imbecilidad es cosa seria, de Maurizio Ferraris


M. Ferraris (eldiario.es)

            Ensayo breve y ameno, sobre todo para aquellos lectores familiarizados con el vocabulario propio de la filosofía. El resto también lo aprovechará pero tendrá que esforzarse un poco más. Maurizio Ferraris (Turín, 1956), eminente pensador, pone a nuestra disposición algunos razonamientos que quizá hayamos intuido alguna vez pero nunca hemos sido capaces de verbalizar. El primero, y fundamental, es que todos somos imbéciles. Hasta la persona dotada de mayor capacidad intelectual, aquel llamado genio, es imbécil. El genio y la imbecilidad, pues, son compatibles. Da ejemplos de razonamientos y pensamientos propios de imbéciles en obras de Baudelaire, Flaubert o Dostoievski y un larguísimo etcétera en el que incluye muchos de los filósofos más conocidos. Una de las verdades mayores que contiene el libro es la multiplicación exponencial de unos años a esta parte de la documentación de la imbecilidad. Me explico. Ferraris alude a imbecilidades localizables en las obras de todos esos genios de la cultura, escritas cuando aún escribir y publicar era cosa de unos pocos. ¿Qué pasa, entonces, hoy día, cuando cualquiera, yo mismo, puedo tener un blog, o un perfil en una red social, y escribir en ella lo que se me ocurra? Pues que las posibilidades de documentar la imbecilidad se vuelven casi infinitas. A colación de este razonamiento, de apariencia elitista pero tan cierto como que usted me está leyendo ahora mismo, Ferraris aduce aquellas declaraciones realizadas por Umberto Eco (1932-2016) en junio de 2015 que tanto revuelo levantaron en la web, precisamente el lugar de la bestia, del gólem:

«Los medios de comunicación de masas dan la palabra a legiones de imbéciles que antes hablaban únicamente en el bar tras un vaso de vino, sin perjuicio para la colectividad. Rápidamente se les hacía callar, mientras que hoy tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles». (Pág. 111; nota 1 de «Imbecilidad de las masas»).


El texto en la lengua original, que he localizado en datamediahub.it/2015/06/12/video-integrale-umberto-eco-internet-social-media-e-giornalismo/#ixzz5lwJ4IraG, sería:

«I social media danno diritto di parola a legioni di imbecilli che prima parlavano solo al bar dopo un bicchiere di vino, senza danneggiare la collettività. Venivano subito messi a tacere, mentre ora hanno lo stesso diritto di parola di un Premio Nobel. È l’invasione degli imbecilli».

            Me temo que es una reflexión muy acertada. Todos nos lanzamos a comentar lo que publican los demás como si estuviésemos en posesión de la verdad, y mientras más imbéciles somos más razón creemos tener. Los ejemplos son abrumadores, basta con mirar por encima el contenido de cualquier red social. En palabras de Ferraris,

«el hombre nace esclavo, débil, insuficiente y dependiente. En resumen, nace imbécil. Puede no ser agradable, pero la imbecilidad masiva, la estupidez hiperdocumentada, es ya un fenómeno reconocido, y en el fondo la primera revelación de nuestra época». (Pág. 34)

Y un poco antes:

«La imbecilidad es lo propio de la modernidad porque con las potencialidades expresivas que ofrece el mundo actual se pone más fácilmente de manifiesto que en cualquier otra época más recogida y silenciosa». (Pág. 31)

 Parece que debemos reflexionar. Vamos hacia la imbecilidad absoluta.



Maurizio Ferraris, La imbecilidad es cosa seria, Madrid, Alianza Editorial, 2017. Traducción de Marco Aurelio Galmarini. (L’imbecillità è una cosa seria, 2016).

lunes, 22 de abril de 2019

La paleta



Coímbra, 2015. Foto: V. Espuny


La paleta está salpicada de explosiones de color primero independientes, luego ligadas. La familia de los rosas se deja cortejar por los salmón, los albero, los grises, los rojo teja. El blanco de los marcos de las ventanas esparce estabilidad por una composición inquieta. Líneas rectas, cubos, sugieren una agrupación de cuerpos geométricos próximos y bien avenidos. Desde una ventana, una joven de ojos brillantes mira el Mondego encantado. Y sueña. En la Quinta das Lágrimas, del otro lado del río, una sombra cruel asesina a Inés de Castro.  

domingo, 21 de abril de 2019

De paso


Évora, 2015. Foto: V. Espuny

            Y quedarán huellas de nuestro paso por el mundo. Quedarán hijos si los tuvimos y nos sobrevivieron, quedarán los libros que escribimos, los árboles que plantamos, aunque nuestro recuerdo se pierda en dos generaciones. En una. Nadie vendrá a visitar nuestra tumba, nuestras cenizas se perderán diluidas en los ríos. Abonarán plantas, alimentarán animales, acabarán en el organismo de los coetáneos de nuestros descendientes si los tuvimos y nos sobrevivieron, alimentados por nosotros mismos. Nuestros huesos, si se conservaron, servirán para construir capillas en húmedas ciudades portuguesas. Nadie sabrá quiénes fuimos.

sábado, 20 de abril de 2019

La paradoja de la historia, de Nicola Chiaromonte


Imagen de azquotes.com

            Nicola Chiaromonte (1905-1972), pensador italiano, fue dueño de una mente privilegiada: crítica, analítica y poseedora de una admirable capacidad de memoria y relación. No sé de dónde fue profesor, si lo fue, ni qué otras obras dejó escritas. Tampoco creo que eso sea ahora importante. Su ideología era profundamente socialista.
            La paradoja de la historia es un ensayo inspirado por una idea bondadosa: intentar alumbrar el camino del hombre, que se mueve en tinieblas. El hombre está falto de fe en una creencia sólida desde el inicio de la Primera Guerra Mundial, desastre que supuso la pérdida de la fe en la Dios —está ya venía de antes— y la pérdida de la fe en el hombre mismo, en su progreso, que había venido a sustituir a la fe anterior. De esa forma se abre paso el nihilismo, la creencia en la no creencia, la desorientación más absoluta. Los medios de comunicación de masas ayudan a la difusión de las «mentiras útiles», necesarias en la retaguardia y en los frentes para mantener una sociedad proyectada hacia la consecución de la victoria. Tras la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa, los fascismos y la Segunda Guerra Mundial —el proceso es largo pero el inicio del fin está marcado por el atentado de Sarajevo en el verano de 1914— ya no es posible ningún tipo de credo. El hombre ha sustituido todas las creencias anteriores por una fe ciega en la bondad de la posesión de bienes materiales, en el valor de lo novedoso y en la necesidad del progreso tecnológico, acelerando cada vez más un proceso de autodestrucción ya imparable. Que esto lo escriba alguien en 2019, cuando las señales son visibles hasta para el más necio, resulta esperable. Chiaromonte supo verlo mucho antes.
            El texto resulta muy atractivo y efectivo en su intención comunicativa porque apoya su razonamiento en el análisis y comparación de varias obras ya clásicas de la literatura de los últimos doscientos años. Principalmente se basa en obras de Stendhal, Tolstoi, Martin du Gard, Malraux y Boris Pasternak, autores a los que Chiaromonte admira. Tenía una gran confianza en la utilidad de la ficción como ilustradora de las experiencias individuales, idea que aparece reflejada en la página 9 y en la ilustración que acompaña esta reseña. La paradoja de la historia puede ser considerado una antología de los mejores momentos del pensamiento contemporáneo occidental. Uno nunca volverá a ver la historiografía clásica cómo la veía antes de su lectura. Puede empezar a considerarla, aviso, como algo en realidad vacuo, inexistente por la radical imposibilidad de conocer todos los procesos vitales. La historia de los grandes nombres y las grandes batallas es solo una pequeña muestra de lo acontecido. La historia real, integral, abarcadora, no existe ni existirá nunca: es imposible. Chiaromonte no se refiere a la historia de las personas humildes, anónimas y por tanto imposibles de mencionar, que también, sino a la falsedad inherente al uso de un solo punto de vista en el relato. La paradoja de la historia, tan lúcida, es también profundamente pesimista, al menos ese es el sabor de boca que me ha dejado. No todo ha a ser una comedia.

Nicola Chiaromonte, La paradoja de la historia, Cinco lecturas sobre el progreso: de Stendhal a Pasternak, Barcelona, Acantilado, 2018. Traducción de Eduardo Gil Bera.

Un pueblo mágico


Osuna. Febrero de 2015.  Fotografía: Víctor Espuny

Sobre un espolón de una sierra sureña se alza un pueblo mágico. Sus edificios, construidos en sillar --piedra olvidadiza--, otean la campiña, que se abre luminosa hacia sevillanos alcores. Sus empedradas calles ocultan subterráneos desconocidos. Por ellas resuenan ahora los cascos de un caballo. A un portón ha llamado el jinete ya descabalgado. Es febrero. Sobre sus hombros lleva una gruesa capa, oscura y manchada de barro. Viene de lejos. Con una mano sostiene las riendas de su cansado caballo, con la otra intenta limpiarse la cara. Se atusa el bigote, ya cano. El caballero ha librado todas las batallas que le han surgido al paso. Unas veces venció, pero muchas fue derrotado. Oye pasos que se aproximan. Es la casa de su amada. El portón se abre despacio y aparece una muchacha, ojos negros, piel trigueña. La muchacha le sonríe, curiosa. Él pregunta «¿Leonor?», «Leonor es mi madre, caballero». Y él suspira. Ha estado fuera treinta años.  



domingo, 14 de abril de 2019

Castilla, de Azorín


Toledo en 1872 (detallle). Jean Laurent. 
Archivo Ruiz Vernacci

Se trata de una recopilación de artículos y narraciones de inspiración costumbrista o literaria centrados en las tierras y la historia de Castilla. Uno puede estar más o menos de acuerdo con el espíritu de la obra y sentirse más o menos a gusto con su línea ideológica, muy conservadora, pero la lectura del libro es un excelente medio para ir conociendo el lugar en el que queremos situar nuestra forma de escribir, ya sea por rechazo o por aceptación. Resulta admirable, a mi entender, el esfuerzo que realiza Azorín por encontrar la palabra justa. La prosa de este libro parece, es, como de otro tiempo, de un espacio que aún compartimos pero retratado en un momento pasado, una época caracterizada por unos oficios y una economía desparecidos hace años. Uno de los artículos, Una ciudad y un balcón, resulta un buen ejemplo de ello. Retrata la vida de Toledo en la época en la que existían numerosos «tundidores, perchadores, cardadores, arcadores, perailes, correcheros, guarnicioneros, boteros, chicarreros» (pág. 143), oficios todos relacionados con el aprovechamiento del ganado ovino y hoy perdidos. Desaparece el oficio y con él palabras únicas, sustantivos que designaban herramientas o verbos que designaban acciones que ya nadie usa ni practica. Algunos de los nombres de oficios perviven en el callejero pero completamente descontextualizados.
Resultan también enriquecedores los artículos dedicados a los ferrocarriles, a la historia de la construcción de los caminos de hierro en España y a la forma en la que se viajó en tren durante el siglo XIX y aún se viajaba a inicios del XX. Desde el punto de vista del creador literario, son muy dignas de atención también aquellas narraciones en las que Azorín recrea la vida de personajes de clásicos españoles muy conocidos, como la protagonista de La ilustre fregona o la pareja formada por Calixto y Melibea. En la mayoría de las narraciones, las más perfectas, acabadas, representa un papel fundamental la idea del eterno retorno, presente en cualquier persona que haya observado cómo se suceden las generaciones humanas. Muy recomendable.

Azorín, Castilla, Madrid, Espasa, 2014. Edición de Inman Fox, acompañada de abundante material complementario y didáctico. Es la decimoctava edición; la primera en Austral corresponde a 1991. La obra original se publicó en 1912.

martes, 9 de abril de 2019

Encender una hoguera, de Jack London



Jack London (biografiasyvidas.com)

Los valientes caminan solos. Alguien acuñó esta frase hace tiempo y tuvo éxito. La repetimos de manera irreflexiva, como tantas otras. En verdad puede pensarse que los cobardes suelen ir en grupo, pero también se mueven en grupos los lobos, y otros muchos animales salvajes, y no por eso son menos valientes. Se trata solo de una estrategia de supervivencia.
            Precisamente esa necesidad, la de moverse en grupo, al menos en un binomio, es el tema de Encender una hoguera. La edición que he leído contiene las dos versiones que Jack London (1876-1916) nos dejó. Ambas están protagonizadas por un hombre joven que se propone llegar a un campamento de buscadores de oro situado en el área de Klondike, una comarca situada en el noroeste de Canadá, justo en la frontera con Alaska. Para ello tiene que recorrer a pie una distancia de treinta millas. Desoyendo los consejos de los más experimentados, a los que ve como viejos débiles, intenta hacer el camino solo un mes de enero. La temperatura es de más de sesenta grados bajo cero, dato que varía algo de una versión a otra pero no deja de ser crucial. La comida, un bocadillo, la lleva en contacto con su cuerpo para que no se le congele. La barba, los bigotes, están helados. Cuando escupe, la saliva se solidifica en el aire. En estas condiciones de frío tiene que seguir el curso de un río helado bordeado de manantiales. Y tendrá que hacer fuego. En una de las dos versiones, la segunda, de 1908, la más elaborada y profunda, lo acompaña «un formidable husky nativo», pero el hombre será incapaz de interpretar las señales que el animal, más preparado para sobrevivir a temperaturas extremas, le manda.
            Lectura de gran interés para todos aquellos que aman la naturaleza y desean conocer los peligros que encierra para no caer en ellos. La dosificación del conflicto en la narración —relatado por un narrador omnisciente crítico con el protagonista— resulta magistral. Aún tengo frío.

Jack London, Encender una hoguera, Cáceres, Editorial Periférica, 2013. (To Build a Fire, 1902 y 1908). Traducción y postfacio de Juan Cárdenas.

lunes, 8 de abril de 2019

Tus pasos en la escalera, de Antonio Muñoz Molina


Imagen de antoniomuñozmolina.es

            Se trata de una nueva novela del escritor ubetense. Confieso desde ahora mi admiración por la obra de Antonio Muñoz Molina. Lo he leído desde muy joven y ha sido una de las pocas personas que ha podido sentirse contrariado ante mi interés por hablar con él. La otra fue Hilario Camacho. Les cuento.
            Fue más o menos a finales de los ochenta. No recuerdo si iba hacia Madrid o venía de allí, pero sí recuerdo que viajaba en tren. El Ave todavía no existía. Creo que era un Talgo. Yo había leído ya Beatus Ille, El invierno en Lisboa y El jinete polaco. Las tres novelas me habían gustado, sobre todo la última. En aquella época Muñoz Molina se prodigaba bastante en los periódicos, sobre todo en El País, creo, y su imagen ya era conocida. Llevaba el pelo más o menos como ahora pero no tenía gafas y lucía un frondoso bigote. Había visto su foto infinidad de veces. Y viajábamos en el mismo vagón. Era emocionante.
No soy un cazador de autógrafos ni nada por el estilo pero los buenos artistas me pierden. Yo iba leyendo —bueno, miento, no leía, solo estaba pendiente de él, tenía el libro abierto y poco más— y él también. No recuerdo qué leía pero sí el aspecto de su libro, una publicación en papel biblia, muy fino, con los filos de las hojas dorados y un marca páginas de tela. El recuerdo ya es lejano, han pasado unos treinta años, pero creo que intenté hablar con él en la zona situada entre dos vagones. Era un hombre alto, más de lo que imaginaba. Había salido a fumar, creo, y yo también. Entonces, sacando fuerzas no sé de dónde porque soy muy tímido, le pregunté, así, sin mediar presentación ni introducción alguna, si era Antonio Muñoz Molina. Sé que era él, estoy convencido, pero él vería en mis ojos y en mi forma de comportarme algo que le encendió la señal de alarma y me dijo que no. Me dijo que no y se quedó tan pancho.
A pesar de aquella negación suya, muy comprensible —no quería que un admirador inoportuno y pesado le diera el viaje—, seguí leyendo sus novelas. Recuerdo Ardor guerrero, Beltenebros y Sefarad. Ninguna como El jinete polaco.
Tus pasos por la escalera está escrita en primera persona. Es el punto de vista del narrador-protagonista, el mismo que ocupa el lector: este lo sabe todo a través de la mirada de aquel. La acción transcurre en Nueva York y Lisboa. El protagonista lleva unos años en Nueva York y decide mudarse a la capital portuguesa más o menos tras la victoria de Trump. El lector vive con él el desembarco en una ciudad tan distinta, sus problemas con el idioma, con los funcionarios municipales, con carpinteros, electricistas y reparadores en general. Vive la admiración por la luz de Lisboa, por las vistas de una ciudad de colinas sembradas de casas blancas asomadas a una ancha lámina de agua azul. La acción dura hasta el mismo año 2019. Lo prueba una referencia a la investigación sobre la forma en la que murió el periodista Khashoggi (pág. 286). La novela es principal, y casi únicamente, una historia de amor, un amor que lo llena todo de forma casi obsesiva. Pero también es otra muchas cosas, como un intento de concienciar sobre la necesidad de respetar la libertad individual y de hacer reflexionar sobre los avisos del cambio climático. El protagonista, de nombre Bruno, acaba de llegar a Lisboa, donde va a preparar una nueva residencia para él y su pareja. Los dos están ya cansados de la vida en Nueva York. Bruno procede a la mudanza y la preparación de la casa mientras espera la llegada de Cecilia. Solo tiene la compañía de Luria, un perro muy inteligente, pero esta le basta. Durante el tiempo de espera, muy indefinido —quizá semanas, quizá meses, quizá un año—, Bruno rememora los años vividos en Manhattan junto a Cecilia, la incomodidad de aquella ciudad, tan estimulante por otra parte, pero solo habitable durante unas pocas semanas de otoño debido a lo riguroso de su clima. Resultan impresionantes, para los que tuvimos la suerte de no estar allí aquel 11 de septiembre, los pasajes dedicados a la forma en la que se vivió en la zona baja de Manhattan durante las semanas posteriores al ataque a las Torres Gemelas, y curiosos los continuos paralelismos que Bruno establece entre Nueva York y Lisboa, las dos ciudades con monumentales puentes elevados cientos de metros sobre caudalosos ríos en su desembocadura en el mar, el mismo océano, por cierto. Da la impresión, solo la impresión porque ya sabemos que un literato puede ser ante todo un gran mentiroso —O poeta é um fingidor—, que Muñoz Molina habla por boca de Bruno en muchos pasajes y realmente está cansado de la vida en aquella ciudad norteamericana, algo perfectamente comprensible para cualquiera que haya estado allí y haya comprobado cómo lo tratan a uno en el JFK o cómo es el invierno, o el pleno verano, en aquella ciudad de mercaderes, hormigón y acero.
Cecilia trabaja investigando en el laboratorio las conexiones neuronales de animales y personas. Es una persona apasionada por entender todos los mecanismos cerebrales. Esa pasión se la ha contagiado a Bruno, que nos transmite sus conocimientos sobre las percepciones de los sentidos. Destaca, como ejemplar en cuanto a redacción, el capítulo 25 (págs. 138-141), en el que se nos ilustra sobre la consideración del paso y la medición del tiempo en distintas culturas y civilizaciones.
Y mientras les cuento esto, Bruno, sentado junto a Luria, mira por la ventana y espera, los dos con la fidelidad obsesiva de los canes. No se lo pierdan.

Antonio Muñoz Molina, Tus pasos en la escalera, Barcelona, Seix Barral, 2019.