domingo, 30 de septiembre de 2018

«Desgracia impeorable», de Peter Handke



Griffen, lugar de nacimiento de Handke
(Fotografía de Johann Jaritz)

Peter Handke, Desgracia impeorable, Madrid, Alianza, 2018. Traducción de Eustaquio Barjau con la colaboración de María Parés. [Wunschloses Unglück. Erzählung, 1972].

            El contenido de esta novela breve de Peter Handke (Austria, 1942) resulta una exposición solapada de los motivos que podemos tener para vivir o quitarnos la vida, así como una atenta y amorosa descripción del proceso de deterioro mental que llevó al suicidio a la madre del autor. El tono del relato, y algunas acciones de la protagonista, recuerdan los de otra novela de Handke de la misma época, algo usual en escritores que luchan por expresar lo que realmente quieren, y escriben y escriben para conseguirlo. Handke, escritor muy prolífico, parece un claro ejemplo de ello, en su caso motivado por la necesidad de asimilar  la enfermedad psíquica de su madre, mujer gravemente afectada por su experiencia durante la ocupación alemana de Austria, la Segunda Guerra Mundial y el Berlín de la posguerra. Muchos escritores hablan de lo ideal que sería para ellos poder llegar a dejar de escribir, pero muy pocos lo consiguen, y mueren con la pluma en la mano. Es como si sintieran una gran insatisfacción vital y artística y la única manera de neutralizarla fuera escribiendo. Hay, por supuesto, escritores muy satisfechos y equilibrados, pero sus textos suelen carecen de interés, al menos de garra.
            En este caso la escritura era una necesidad absoluta. El autor, poseedor ya de oficio y un nombre a pesar de sus treinta años, recibe a finales de 1971 la noticia del suicidio de su madre. Viaja a su localidad natal. En el entierro sabe --siente-- que necesita escribir sobre el suicidio de su madre y, después de unas cuantas semanas, se pone a hacerlo. Según cuenta, el texto fue escrito durante los meses de enero y febrero de 1972, y su escritura, además del efecto terapéutico que se le supone a este tipo de textos —curativos en sí mismos de manera independiente a su posible calidad literaria o al hecho de ser publicados—, supuso para él un alivio de su inquietud desde el momento que puso manos a la obra y, al mismo tiempo, una especie de prisión por la necesidad que tenía de atenerse a hechos reales. Casi al final del relato, el suicidio de su madre ya consumado —el lector, por cierto, tiene noticia de él en la primera página—, el autor declara con creíble honestidad: «Pero a veces, trabajando en esta historia, me he hartado de tanta franqueza y de tanta honradez y he deseado ardientemente escribir algo en lo que pudiera mentir un poco y en lo que pudiera disfrazarme, por ejemplo, una obra de teatro» (pág. 96). 
            Un relato desgarrador, esta Desgracia impeorable, en el que asistimos a la degradación mental de una persona y a la necesidad de contarla por parte de su hijo, abrumado por la impeorable noticia del suicidio. El uso del adjetivo impeorable está perfectamente explicado por el traductor en una nota al final del libro, un adjetivo, por cierto, de raíz machadiana. El relato termina con párrafos desligados narrativamente unos de otros, algunos de una sola línea, como simples notas, en los que Handke parece intentar todavía encontrar una explicación a lo ocurrido: «De niña era sonámbula» o «Era buena».

martes, 25 de septiembre de 2018

«El secreto de la modelo extraviada», de Eduardo Mendoza



Alrededores del Meam

Eduardo Mendoza, El secreto de la modelo extraviada, Barcelona, Seix Barral, 2015.

            Novela escrita en primera persona y con sentido del humor. La primera de estas dos características es bastante común pero la segunda escasea. Abundan los creadores que parecen estar reñidos con las sonrisas, como si provocarlas en el público pudiera ser motivo de censura. Una pena. Ellos se lo pierden.
Quien conozca la obra de Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) sabe que uno de sus dos principales rasgos es precisamente el humor. El otro, su amor por Barcelona. Llevo leyendo a Mendoza muchos años, desde La verdad sobre el caso Savolta (1975)—quizá su obra menos comercial—, y rara vez me he aburrido con una de sus novelas. Esta no es inolvidable, pero sí resultona.
¿Por qué lee usted? Yo, a menudo, cuando más disfruto de la lectura, lo hago por placer, por el placer de leer en sí mismo. En vez de estar viendo la televisión, o dejándome los ojos en el móvil mirando la enésima chorrada del grupo de whatsapp, leo. Lo hago porque me sumerjo en un mundo que no es el mío, porque me aíslo de todo lo que me rodea y porque la tarde se me pasa volando viviendo vidas ajenas. Y si encima echo unas risas, y el libro está escrito con un estilo que rezuma lecturas de clásicos, miel sobre hojuelas. ¿Busca usted una obra decisiva en el devenir del género narrativo? Lea otra cosa. Sin embargo, si le gusta Barcelona, si es crítico con la manera en la que ha sido tratada por los empresarios turísticos, si siente pena por los barceloneses, sus calles invadidas por hordas de manifestantes o de turistas, si se siente interesado por saber cómo sobrevive a su éxito una de las ciudades más estimulantes de Europa, privilegiada por su situación y sus comunicaciones pero a menudo dirigida por un sentido mercantilista de la vida, lea novelas de Mendoza. Nada malo se le va a transmitir.
            El protagonista vuelve a ser el mismo de algunas de las novelas más cómicas de Mendoza, como El misterio de la cripta embrujada o El laberinto de las aceitunas. Se trata de un detective singular, patoso y desaliñado donde los haya, que se mueve por casi todos los ambientes de la ciudad. En ese sentido sus novelas ofrecen una visión completa de ella. La acción transcurre tanto en lujosas mansiones de la alta burguesía catalana como en figones de las calles más sucias y oscuras. Los personajes secundarios se mueven a menudo en los márgenes de la sociedad «bienpensante» y parecen sacados de un muestrario de la sociedad contemporánea de la escritura de la novela. Siempre son tratados con simpatía, quizá por esa atracción que poseen muchos intelectuales por los débiles y las zonas desfavorecidas de las ciudades. 
            La acción transcurre en Barcelona, como ya queda dicho, y en una franja cronológica que va desde los años anteriores a la celebración de la Olimpiada de 1992 hasta el tiempo actual. Imaginen si hay tela que cortar.

sábado, 15 de septiembre de 2018

«El don de la fiebre», de Mario Cuenca Sandoval



Invitación. Fue obra de un prisionero.

Mario Cuenca Sandoval, El don de la fiebre, Barcelona, Seix Barral, 2018.

            Se trata de una biografía novelada de Olivier Messiaen (1908-1992), compositor francés célebre por una música muy personal basada en influencias de la naturaleza —sobre todo en el canto de los pájaros—, la mística religiosa y ciertos ritmos propios de músicas no occidentales. Abrió caminos y fue maestro de importantes compositores de vanguardia. Sus obras orquestales de madurez estaban escritas para formaciones integradas por coros y secciones instrumentales tan variadas y pobladas que, a menudo, los teatros donde iban a sonar necesitaban realizar reformas y ocupar parte de la zona destinada al público para poder interpretarlas fielmente. Su obra quizá más famosa, sin embargo, fue un cuarteto para piano, clarinete, violín y violonchelo compuesto en el campo de concentración alemán en el que pasó unos meses tras caer prisionero, el Stalag VIII A de Görlitz. Parece que entre los guardianes había melómanos que le facilitaron algo su trabajo —viejos instrumentos, papel pautado, un lápiz, algún mendrugo de pan— y entre los compañeros de cautiverio músicos capaces de enfrentarse en esas condiciones inhumanas al estudio y a la interpretación de la obra. La composición se titula Cuarteto para el fin del tiempo (Quatuor pour la fin du Temps) y fue interpretada por primera vez en el mismo campo de concentración en enero de 1941, acto para el cual los alemanes distribuyeron invitaciones entre los guardianes y los prisioneros, como si el estado en el que se encontraban todos allí fuera de absoluta normalidad; (una imagen de esa invitación, con el título mal escrito, acompaña este artículo). Imagínense, si pueden, el hambre de meses, el frío del invierno en Silesia, un barracón atestado de prisioneros macilentos y sucios sentados tras una primera fila ocupada por guardianes bien alimentados y vestidos y, por último, un escenario improvisado donde se sientan los músicos, desgarbados, demasiado delgados en unas ásperas ropas prestadas. Piensen en las condiciones de los campos de concentración. Lo que debían padecer y sentir los prisioneros. Intenten ponerse en situación. Y ahora, si les interesa, oigan el cuarteto y déjense llevar por la música. El cuarteto y sus partes están explicados en el capítulo 35 (pág. 163 y ss.) Oído al «Abismo de los pájaros».
            Mario Cuenca Sandoval ha escrito una auténtica obra de arte. Durante sus más de trescientas páginas, a menudo densas, sin apenas concesiones a nada que suene a comercial, nos relata la vida de una persona ciertamente hiperestésica conducida por unos padres muy cultos hacia la realización de una irresistible vocación artística. Haciendo uso de un narrador cuyo punto de vista está sabiamente desdibujado y de unos saltos espacio-temporales apoyados en elementos intemporales, como el canto y la presencia de los pájaros, Cuenca Sandoval introduce al lector en distintos episodios y escenarios, todos cruciales y conmovedores: el ahora de un niño sentado ante las cumbres nevadas de los Alpes; la cruel existencia de los prisioneros de los campos; la viciada atmósfera del París ocupado por los nazis, donde los judíos fueron perseguidos y,  a veces, detenidos gracias a los llamados colaboracionistas. Cuenca Sandoval se mete en la piel de Messiaen, una persona poco dada a cualquier acción que lo alejase de su rutina creadora, a cualquier heroicidad. Aquejado de un fuerte sentimiento de culpabilidad por no haber ayudado a personas que le pidieron socorro, el lector vive con el compositor sus miedos a poder ser identificado con los alemanes, pues en realidad había sido protegido por ellos, naturales del país de la música por excelencia, el país de las tres B, dice el autor: Bach, Beethoven, Brahms. El lector ve al protagonista como un ser imperfecto, creíble, lo que hace aún más atractivo al personaje. Los últimos capítulos, dedicados a la llegada de la muerte a la mente y al cuerpo de Messiaen, son realmente antológicos.
En general, una lectura recomendable para lectores exigentes.