lunes, 31 de julio de 2017

«Sirenas en el campo de golf», de Patricia Highsmith





HIGHSMITH, Patricia, Sirenas en el campo de golf, Barcelona, Anagrama, 1985 (1º ed.); 228 págs. Traducción de Jordi Beltrán. [Mermaids on the golf course, 1985].

            Colección de relatos, exactamente once, poseedores de una gran unidad. Todos están protagonizados por personas que son y se saben solitarias, muchas de ellas además perturbadas por alguna razón que les lleva a mantener conductas autodestructivas o agresivas en general. La acción de la mayoría de ellos transcurre en Estados Unidos, pero también los hay ambientados en México, Francia o el Reino Unido. Todos los protagonistas son de clase acomodada, o al menos tienen un buen pasar. El momento de la acción es más o menos contemporáneo a la madurez de la autora, fallecida en 1995 a los setenta y cuatro años.
            La mayoría de ellos son muy perturbadores. Está, por ejemplo, El botón. En él vemos la evolución de un hombre que llega asesinar a un desconocido para no asesinar a su hijo, nacido con el síndrome de Down. El hombre considera al niño culpable del fracaso de su matrimonio, que ha convertido a su bella e intelectualmente despierta joven mujer en una mujer mayor y descuidada que sólo vive para cuidar al pequeño. Las reflexiones del protagonista son crueles pero no cuesta ningún trabajo imaginar personas casadas que, una vez pasadas unas décadas de matrimonio y comprobado cómo la paternidad les ha cambiado la vida, hayan podido sentir algo parecido. Claro que una cosa es pensar en hacer algo así y otra muy distinta es llevarlo a cabo.
            La descripción de los hechos y las reflexiones, a veces demoradas y frías, son realmente atractivas desde el punto de vista artístico. He aquí un pasaje del final de uno de los relatos.

«[Eleanor] sabía de algún modo que iba a morir aquella noche. Era una sensación tranquila, destinada. Tal vez moriría, pensó, si simplemente se acostaba y se quedaba dormida. Pero deseaba asegurarse de ello, así que cogió una hoja de afeitar, de las que tienen un solo filo, del estante de las pinturas que había en el armarito de la cocina —la hoja estaba herrumbrosa y roma pero no importaba— y se abrió las muñecas en el lavabo del cuarto de baño». (Pág. 190).

            Todos los relatos mantienen el mismo tono, como de observador perfectamente imparcial y nada implicado en lo que está viendo y narrando. Da igual que se narren atrocidades. El escritor no es un juez, sólo un artista comprometido con su obra. A destacar también Un disparo de la nada, que posee como tema principal el desprecio por la vida humana instalado en ciertos sectores de la sociedad actual, cuyos miembros entienden la violencia y el asesinato como algo cotidiano e, incluso, necesario.
Les dejo una fotografía de la autora para que entiendan lo completas que debían ser su personalidad y sus capacidades creativas. 



Patricia Highsmith a los 41 años (1962). 
(Procedencia de la imagen).

miércoles, 26 de julio de 2017

Skyrunners





Extraño fenómeno el de los skyrunners. Son personas vestidas con ropa deportiva, y poseídas por un desprecio absoluto hacia la salud de sus rodillas, que corren por los senderos de montaña. Son los mismos senderos que han recorrido desde antiguo individuos mesurados, que se trasladaban con la premura justa. Sólo cuando la ocasión lo requería —el mensaje muy urgente, el aviso al médico, la guerrilla—, se corría por un sendero. Ahora se corre por gusto. Y yo, gran amante de la montaña y los senderos —senderos solitarios, callados—, los veo pasar incrédulo.  
¿Qué mueve a los skyrunners? Será el deseo de vivir de prisa, de llegar pronto a los lugares, de tener ya en la mano lo que desean. O quizá, más bien, les mueva el deseo de hacer lo mismo que los demás, de identificarse con un grupo, de seguir los dictados de las modas deportivas creadas por individuos que explotan el potencial económico del sport. ¿Sienten la montaña? No sé. No lo creo. No disfrutan de los paisajes, ni de la naturaleza intocada. No detienen su paso para contemplar esa flor rara o el brillo distinto del sol en los lagos de agua azulada. Van pendientes solo de correr más de lo que lo hicieron en la ocasión anterior, de batir un récord, de llegar los primeros.
Pueden ir solos o en grupo, y en en ese caso van alineados. Corren mirando sus relojes, que les indican cuántos pasos llevan, los metros recorridos, el ritmo cardiaco y no sé cuántas cosas más. Corren serios, concentrados, intentando sortear las rocas puntiagudas, algunos con la cara desencajada, dando claras muestras de estar sufriendo. Cuando me los encuentro, me da la impresión de que en cualquier momento se van a romper o van a caer desvanecidos y no voy a poder hacer nada por ayudarles, allí, en mitad de la nada. Me angustia verlos, lo reconozco.        
La montaña no pertenece a nadie, de acuerdo, pero, por favor, que pase pronto esta moda, a ver si así vuelven la tranquilidad, el silencio y, sobre todo, la lentitud, madre de la belleza. No hay prisa por llegar: la meta es el camino. 


lunes, 17 de julio de 2017

«La crisopa», de Emilio Mansera Conde





MANSERA CONDE, Emilio, La crisopa, Barcelona, Destino, 1977; 221 págs.

Novela ambientada en la España de los últimos años de la Dictadura de Franco. Un grupo de empleados de la construcción intenta mejorar sus condiciones laborales con ayuda del párroco de su pueblo, que los acoge en su templo para protegerlos de la policía. A partir de ahí asistimos a la lucha que ese párroco y su coadjutor entablan con los poderes civiles, y parte de los eclesiásticos, que no están de acuerdo en que la Iglesia se implique en cuestiones que no sean estrictamente religiosas.
El tiempo del relato es lineal, y su arranque magnífico, muy cautivador. En cuanto a los escenarios, son varios que se van alternando para narrar acciones simultáneas. Se describen con igual fidelidad las maneras de los encerrados en el templo, personas que no han tenido acceso a la educación, y las de los integrantes del cabildo de la Catedral a la que pertenece la parroquia donde transcurre el encierro. Algunos diálogos, sobre todo los mantenidos entre el doctoral y el vicario general o la mayoría de los que pasan entre el párroco y el coadjutor, están muy centrados en cuestiones teológicas y pueden cansar al lector medio. Obviamente no es una novela comercial.
La crisopa recuerda una época que viví en la adolescencia, cuando amplios sectores de la Iglesia Católica española defendían posturas muy progresistas, más cercanas al mensaje evangélico primitivo y partidarias de la innovación. Fueron los años de los curas obreros, que abrían por la noche la puerta a los opositores al Régimen y soñaban con un mañana mejor. Muchos de ellos, por desgracia para la Iglesia, acabaron abandonando el sacerdocio.

Emilio Mansera Conde (Osuna, 1929 – Madrid, 1980) vivió aquella época con gran intensidad, conocía bien el movimiento sindicalista y poseía una profunda cultura religiosa. Además de esta obvia cultura religiosa, de algunas de las páginas de La crisopa se desprende un fuerte, aunque frustrado, sentimiento religioso, inspirado muy probablemente en la vida del autor, que vivió una infancia muy religiosa. A destacar la calidad literaria de su obra y la condición de inéditos que conservan muchos de sus manuscritos, custodiados por el escritor ursaonense Enrique Soria Medina tras el fallecimiento de Mansera y hoy día conservados en la Biblioteca Municipal de Osuna. La obra de Mansera, atormentada, es el testimonio de una época y un carácter muy contradictorios, en los que entraron en conflicto las nuevas y las viejas formas y creencias. En cualquier caso, merece una lectura atenta y libre de prejuicios.

«Un jardín de placeres terrenales», de Joyce Carol Oates





OATES, Joyce Carol, Un jardín de placeres terrenales, Barcelona, Debolsillo, 2015; 607 págs. [A Garden of Earthly Delights, 1966; traducción de Cora Tiedra].

            Novela especialmente destinada a ser disfrutada por las personas amantes de los procesos, inasibles y únicos, que llevan a la escritura de una novela. Cuando uno se encuentra con autores como este, creadores de un mundo propio e incapaces de estar un día de su vida sin escribir, detecta en su obra ese algo especial que los distingue y los hace pertenecer a un grupo muy exclusivo, donde solo se encuentran unos cuantos privilegiados por su sensibilidad, su talento y su trabajo. Una autora, como Oates (1938), capaz de reescribir las tres cuartas partes de una novela casi cuarenta años después de haberla publicado por primera vez —es el caso de Un jardín de placeres terrenales—, merece, cuando menos, todos nuestro respeto y homenaje. Y, además, el conocimiento de ese hecho determinante, la reescritura, nos ayuda a entender muchas cosas de esta novela.
            Cuando comencé la lectura, no sabía que la traducción de Un jardín de placeres terrenales que tenía entre mis manos correspondía a la segunda versión, la reescrita a principios del siglo XXI. Por eso estaba totalmente deslumbrado por la capacidad que un autor de apenas veinticinco años tenía de adentrarse con tanto éxito en la configuración de personajes, perfectamente creíbles, tan distintos unos de otros. Cómo, pensaba, una persona tan joven era capaz de recrear con tanta fidelidad personajes masculinos y femeninos de todas las edades y clases sociales. La explicación parcial de esa excelencia estaba al final de la novela, en el texto denominado «Postfacio de Joyce Carol Oates» (2002), diez páginas en las que la autora reflexiona sobre el proceso de creación de una novela y nos da muchas de las claves de lectura de esta en concreto. Nos habla, entre otras cuestiones de interés, de la carga autobiográfica y, en general, de las raíces de sus obras.

«No quisiera que ningún niño de los que he conocido tuviese que vivir esas experiencias, sin embargo, soy incapaz de entender mi vida sin ellas; y creo que sería una persona menos compleja si hubiese sido educada en un entorno de clase media, o si me hubiese criado en un mundo tan sumamente civilizado como el que existe en Princeton». (Pág. 601).    


            En cuanto a la necesidad de reescribir gran parte de la novela, Oates nos deja unas cuantas palabras que todos los aprendices de novelista debíamos grabar en nuestra pobre cabecita:

«[…] sentir algo en lo más hondo no es lo mismo que poseer el poder —la habilidad, el talento y la terca paciencia— para poder traducirlo a términos formales». (Pág. 596).

Me he permitido subrayarlo porque, aparte de ser la razón que le llevó a reescribir la obra cuando la reconsideró ya mayor y experta, es un texto que desde ahora, y para siempre, voy a llevar en el bolsillo escrito en un papelito y voy a releer cada vez que me siente a escribir. Humildad, paciencia y trabajo.

            Un jardín de placeres terrenales cuanta la historia de un hombre, su hija y su nieto, originariamente pertenecientes a la clase social denominada «escoria blanca», tan presente en obras de otros novelistas norteamericanos como Faulkner y Steinbeck;  de hecho los ambientes y la acción de la primera de las tres partes de la novela recuerda claramente Las uvas de la ira. Eran personas que, acompañadas de toda la familia, acudían de temporeros a las fincas donde había trabajo y malvivían en ellas hasta que se acababa la recolección. Vivían hacinados en construcciones proporcionadas por la propiedad que no cumplían lo más mínimos requisitos de salubridad, en un antecedente claro de la explotación que hoy día sufren los temporeros en muchos países o vivían los jornaleros andaluces en los años de la Posguerra. Ese tipo de vida era el medio ideal para que se diesen problemas como el alcoholismo, la violencia contra la mujer, los abusos sexuales dentro incluso de la propia familia y, en general, esa serie de desgracias que ocurren en todos lados, ciertamente, pero que allí y entonces eran tolerados y habituales.
La protagonista verdadera, Clara Walpole, es una mujer ambiciosa y muy inteligente, que no duda en hacer todo lo que estime necesario para abandonar esa vida de abusos y miseria en la que ha pasado su infancia. Sin embargo, en su interior existe una especie de factor de autodestrucción que condicionará su futuro.
De las tres partes de la novela, la intermedia, titulada «Clara», posee un ritmo realmente extraordinario, está admirablemente bien escrita. En las últimas páginas Clara tiene que elegir entre dos hombres y el lector asiste al proceso con la respiración contenida, bebiéndose las páginas sin recordar que existe otra vida fuera de la novela. El placer de leer unido a una aguda conciencia social. Muy recomendable.