lunes, 28 de mayo de 2018

«Una chica cualquiera», de Arthur Miller



El autor junto a su segunda esposa, Marilyn Monroe
(pictify.saatchigallery.com)

Arthur Miller, Una chica cualquiera, Madrid, Unidad Editorial, 1998. [Plain girl, 1992]. Traducción de Maribel de Juan.

            Novela corta perteneciente a uno de los autores de teatro norteamericanos más conocidos, Arthur Miller (Nueva York, 1915-2005). Fue publicada casi al final de su larga y fecunda vida.
            Una chica cualquiera cuenta en tercera persona, y siempre desde el punto de vista de su protagonista, los años centrales de la vida de Janice Sessions, una chica nacida en Nueva York aproximadamente el mismo año que el autor. La acción transcurre en esa ciudad desde los años treinta a los setenta, siempre con el telón de fondo de su tiempo. Durante la lectura asistimos a los esfuerzos que realizan los jóvenes norteamericanos y urbanos de izquierdas por ayudar a la República durante la Guerra Civil Española, o al jarro de agua fría que la alianza temporal entre Rusia y Alemania durante la II Guerra Mundial supone para ellos. También a los efectos de la Gran Depresión y a cómo personas avispadas y sin escrúpulos hicieron mucho dinero en aquellos años.
            El comienzo es impactante. Janice despierta en la cama junto a su segundo marido, que ha fallecido durante la noche. A partir de ahí, y usando una analepsis clásica, se inicia el relato de su vida sentimental, de la manera en la que maduró y encontró la felicidad junto al hombre que yace inerte en la cama. La personalidad de ambos, la del hombre solo se descubre en las últimas páginas, resulta muy atractiva, personas sensibles y bienintencionadas que pasan por la vida sin contaminarse con planteamientos y actitudes egoístas y ruines. La manera en la que Miller describe el encuentro de ambos y la rememoración que Janice hace de él es de una belleza sencillamente estremecedora.
            La novela está escrita con una economía de medios admirable. Sus páginas, apenas cien y en un tipo de letra quizá del catorce, despiertan en el lector sensaciones y reflexiones impagables, inexistentes en tantas novelas hijas de algo así como la incontinencia verbal, páginas y páginas que uno olvida nada más terminar su lectura. Muy recomendable.     

miércoles, 23 de mayo de 2018

«Un destripador de antaño y otros relatos», de Emilia Pardo Bazán


Imagen tomada de losojosdehipatia.com.es

Emilia Pardo Bazán, Un destripador de antaño y otros relatos, Madrid, Aguilar, 1994.

            Colección de cinco relatos escritos por doña Emilia Pardo Bazán (1851-1921) con espíritus o disposiciones distintos, quizá redactados a una considerable distancia de años. Dos de ellos, los primeros, están ambientados en aldeas de la Galicia profunda. El primero de ellos, que da nombre al libro, es el único que aparece claramente fijado en el tiempo, y lo está en los primeros lustros del siglo XIX. Como en muchos de los célebres relatos de Clarín, uno de sus personajes principales es un niño tratado de manera muy cruel por los mayores. En él tiene un papel determinante un canónigo de la Catedral de Santiago, que se nos describe como muy conocedor del alma de los aldeanos, a los que ve como seres ignorantes, zafios, ruines y muy crueles. El segundo, Cuesta abajo, es un bello retrato del momento en el que nace el amor entre dos aldeanos jovencitos que acuden a una feria de ganado; su lectura sirve de alivio al mal sabor de boca moral que ha dejado el primero. En estos dos cuentos destaca el uso de un vocabulario muy rico y una sintaxis muy elaborada, dotada de un ritmo difícil de encontrar en los prosistas actuales. No en vano de doña Emilia se cuenta que pidió a sus padres, personas muy acomodadas, que cambiaran sus clases de piano por unas de latín. Fue una mujer excepcional para su época. No cabe duda de que los conocimientos lingüísticos, y la abundancia y variedad de lecturas, ayudan a la conformación de una prosa formalmente cuidada.
            El indulto, tercero de los relatos, relata el temor de una mujer casada a su marido, un hombre de comportamiento brutal. La acción transcurre ya en la ciudad pero en ambientes muy pobres. Sus personajes principales están tocados por algún tipo de dolencia o locura. Como en Un destripador de antaño, el lector presiente la desgracia pero, gracias a los giros de la trama, piensa que aquella va a ser evitable.
            Al contrario de los tres primeros, narrados en tercera persona, los dos últimos —La perla rosa y El encaje roto— lo están en primera. Ambos están protagonizados por miembros de la burguesía y, como El indulto, constituyen alegatos contra el matrimonio. En ellos, el estilo literario, aun siendo cuidado, es menos elevado. El de los primeros cuentos del volumen recuerda lo mejor de otros insignes prosistas gallegos. Cada lector tendrá sus preferidos. Doña Emilia es de los míos.

lunes, 21 de mayo de 2018

«Leyendas de otoño», de Jim Harrison



Jim Harrison en 1972
(Fotografía de CSU Archives / Everett)

Jim Harrison, Leyendas de otoño, Barcelona, Ediciones B, 1997. Traducción de Luis Alvear.

Novela publicada junto a otras dos del mismo autor, Venganza y El hombre que renunció a su nombre. Las tres vieron la luz juntas en Estados Unidos en 1979 con el nombre Legends of the Fall, título que aquí en España se cambió por Leyendas de pasión, más comercial por llevar inmediatamente al cliente potencial a la película. De hecho, la portada del libro es un fotograma de la misma. Como ya habrá imaginado el lector, el film es una adaptación de esta novela y su versión original se titula Legends of the Fall.
La lectura de la novela, que empecé un poco desganado —sin saber bien qué me iba a encontrar—, ha sido una experiencia más intensa que volver a ver el film. Todo es mejor. El título, que en la versión española del libro es solo comercial, en la novela cobra un significado especial por la recurrencia de hechos trascendentales sucedidos en otoño, exactamente en el mes de octubre. En octubre de 1914 se van los hermanos a Europa para participar en la Gran Guerra. Siete años después, y en octubre, se casan Tristan e Isabel Dos. Otros siete años después, y también en octubre, muere Isabel Dos por aquella maldita bala rebotada, un hecho tan cruel e injusto que la primera vez que uno ve la película no puede creer que haya ocurrido. Y en octubre aparecen unos policías para llevarse a Tristan y ser encarcelado (película) o asesinado (novela), hombres vestidos de policía a los que el padre, en apariencia un viejo inválido, mata para salvar a su hijo.
Las diferencias argumentales entre el relato original y el fílmico son muchas. La novela comienza con la salida hacia la guerra de los tres hermanos y termina con un epílogo que cuenta cómo fueron la madurez y la vejez de Tristan, que fallece en 1977 a los ochenta y cuatro años (pág. 263). Isabel, la madre, vive en la ciudad, alejada del marido y los hijos, sí, pero en la novela se entretiene con amantes que cambia según le parece. Tristan realiza sus viajes en el barco de su abuelo, el padre de su padre, quien tiene peso en la novela, y esos viajes están mucho mejor y más relatados, quiero decir que ocupan mucha más extensión en la narración final. Isabel Dos se entrega sexualmente a Tristan de una manera más explícita y atrevida. Osos, que en la película poseen mucho más protagonismo, solo aparecen una vez y de pasada. Esa pelea con un oso magnífico, que parece inspirada en un relato, o una novela corta —no recuerdo ahora—, de Faulkner, no aparece por ningún sitio. La voz narrativa del One Stab, el indio que protege y educó a Tristan, su punto de vista, no existe. Toda la parte de la película en la que Samuel aparece con una novia, Susannah, simplemente es una invención: ella es novia de Tristan desde el principio. Alfred no colabora en la salvación de la vida de Tristan al final de la película oponiéndose a unos policías venales, todo lo hace el padre. En general, Alfred sale peor parado en la novela, parece más calculador, y el comportamiento de Tristan es más comprensible. Cuando le escribe a Susannah diciéndole que rehaga su vida, que no va a volver, lo hace porque tiene la seguridad de que va a morir al día siguiente en un enfrentamiento. Los viajes de Tristan no son lúdicos o, simplemente, están dictados por su afán de ver mundo, sino que forman parte de misiones militares o comerciales. Como resultado de ellos Tristan consigue hacerse un patrimonio fuera de los Estados Unidos, en el Caribe, y la goleta de su abuelo queda siempre en su poder, fondeada en la costa y a punto para ser utilizada. De hecho, la emplea en su negocio de contrabando de alcohol, iniciativa en la que choca con un clan de irlandeses que en la película, según recuerdo, ni siquiera aparece. Podría estar así hasta mañana.
Si alguien me pregunta qué relato prefiero, es la novela, claramente, sobre todo por la construcción del personaje de Tristan, mucho más creíble. La película, que también me gusta y he visto quizá diez veces —la última hará dos años—, es también más comme il faut, menos cruda, de planteamientos y comportamientos menos extremos. Imagínense la novela.

miércoles, 16 de mayo de 2018

«Las ocho montañas», de Paolo Cognetti



El autor

Paolo Cognetti, Las ocho montañas, Barcelona, Random House, 2018. [Le otto montagne, 2016. Traducción de César Palma]

            Relato en primera persona de los primeros cuarenta años de la vida de un hombre. Nacido en una gran ciudad (Milán), es educado por unos padres muy amantes de la montaña, sobre todo el padre, y esa infancia, acabada con las rebeldías y los sentimientos «antipadre» corrientes a esa edad, le marca para siempre. Ignoro la carga autobiográfica que posee la novela, tampoco me interesa. Solo sé que las personas amantes de la montaña y el alpinismo van a disfrutar con ella. Hacía tiempo, mucho tiempo, que una novela no me atrapaba así.
            En esencia, la novela está muy inspirada por los movimientos «antiurbanos» nacidos con Walden, si no antes. Una persona elige para vivir la soledad de la naturaleza y lo imprescindible para vivir en ella, con la salvedad de que en Las ocho montañas a las dificultades habituales hay que añadir los peligros y los trabajos inherentes a la vida en altitud. En este caso, además, y también en oposición al texto de Thoreau, la soledad es compartida con otra persona, un amigo de la infancia, la única persona con la que podía compartir una soledad acompañada. Las ocho montañas es sobre todo un homenaje a la amistad.
Ya en su primera juventud, el narrador-protagonista analiza las peculiaridades de la afición a la montaña de cada uno de los miembros de su familia: su madre disfruta en los bosques, él en la zona que comienza en los dos mil metros —donde el bosque ya ha desparecido pero aún no han comenzado las nieves— y el padre en la zona de glaciar y en la competición por llegar antes a la cumbre, por realizar una ascensión que distinga la suya de las demás. El protagonista huye de esa competitividad del padre y con los años, las lecturas y los viajes descubre el misticismo de la montaña. Resulta estremecedora la capacidad de Cognetti para transmitir al lector esa poética de la montaña, de sus grandes e inhóspitos canchales, de los picos entrevistos en la niebla, de los gélidos lagos alpinos. Cualquiera que espere ansioso la llegada del verano para que se retiren las nieves y volver a reencontrarse con la montaña solitaria sabe de lo que estoy hablando.
            A todo esto hay que sumar un estilo alejado de todo intelectualismo, sencillo y directo, heredado de los autores norteamericanos amados por Paolo Cognetti. Todo un descubrimiento.

miércoles, 9 de mayo de 2018

«Llamadme Alejandra», de Espido Freire




Alejandra y el heredero en 1913

María Laura Espido Freire, Llamadme Alejandra, Barcelona, 2017.

            Hace cosa de medio año una persona muy generosa que no conoce mis gustos literarios me regaló unas cuantas novelas. Ilusionado, me precipité sobre ellas y descubrí con horror que todas eran súper ventas. Le di las gracias, por supuesto disimulando mi decepción. La de virguerías que hubiera hecho si me hubiera dado un «vale por X euros en libros en la librería X»: hubiera comprado libros de mi gusto, y no estos, pensé. Cuando me quedé solo las miré entristecido, las sopesé. Tenían pastas duras. Alguna pesaba quizá un kilo. O dos. Qué mala suerte, pensé, y dejé los libros sin abrir en un rincón de la librería.
Los meses pasaron. Una tarde, desanimado por llevar leídas varias novelas que no me habían llenado, soñé con la posibilidad de que alguna de estas fuera de mi agrado. Me atreví con una, Patria. Descubrí que trata de asuntos muy desagradables ocurridos en el País Vasco y alrededores durante varias décadas, sucesos que siguen muy de actualidad. Me di cuenta de que está organizada en más de ciento veinte capítulos, todos de tiempo de lectura calculada al milímetro, entre seis y siete minutos, como pensados para habitantes de grandes ciudades, que suelen aprovechar para leer los trayectos en metro. Comencé a leerlo. Encontré cosas chocantes. Otras atractivas. Finalmente, después de unos capítulos muy intensos, el ritmo de la novela decayó y el argumento se volvió muy previsible. El autor parecía llenar páginas por rellenarlas, como queriendo abultar su número solo por el gusto de hacerlo. La abandoné. No me gustaba.
Miré las demás. Había una que se llamaba Llamadme Alejandra. Con esta sí he disfrutado.
Llamadme Alejandra es el relato en primera persona de la vida de Alejandra Feodorovna, última zarina de Rusia, nacida Victoria Alicia Elena Luisa Beatriz de Hesse-Darmstadt, en la actual Alemania. Comienza en los momentos previos a su asesinato, y al de toda su familia, cuando sus hijas le piden que les cuente cómo ha sido su vida y ella comienza a hacerlo sin saber lo que les espera. Alejandra empieza a contarla desde su nacimiento, siempre desde su punto de vista. Se mantiene su punto de vista narrativo hasta aproximadamente tres cuartas partes de la novela, cuando aparecen los de las hijas y los de otros personajes, incluidos Rasputín y funcionarios del nuevo estado que se estaba gestando. Desde el aislamiento en la que se encuentra —Alejandra nunca se adaptó a la corte rusa ni le gustaron los Romanov—, vive los acontecimientos como lo hubiera hecho una madre cualquiera, pendiente sobre todo de la salud y el destino de los suyos. Eso precisamente es lo que vuelve atractivo un relato ya tan conocido. El punto de vista narrativo es el de una señora que ama profundamente el pueblo que le ha tocado gobernar pero prefiere vivir alejada del bullicio y no quiere saber de otra cosa que no sea el bienestar de las personas que más le importan. Entre ellas hay que incluir a los sirvientes de la familia.    
Se trata de una autobiografía ficticia pero muy cercana a la realidad. El planteamiento narrativo de la novela resulta modélico para otras muchas que pueden seguirle. La autora se enfrenta con solvencia a uno de los grandes problemas de esta vida: el de la interpretación sesgada e interesada de los comportamientos ajenos. La persona que me la regaló no iba tan desencaminada.
Ojalá sirva su lectura para impedir que vuelvan a ocurrir atrocidades como el asesinato a sangre fría de esta familia, aunque me temo que cosas así siguen ocurriendo a diario y no las conocemos. Finalmente, la temática de las dos novelas, la iniciada y abandonada y la concluida, eran la misma: el amor, el odio y la violencia.