miércoles, 26 de diciembre de 2018

La Cruz de los Caídos





         Esta fotografía es muy válida para comprender hasta qué punto ha cambiado la zona que hoy conocemos como Cuesta del Mesón, establecimiento de hostelería ursaonense construido alrededor de 1964. Uno de los vehículos estacionados junto a la acera del Ayuntamiento, la Vespa, resulta fundamental para su datación. Según testimonios de personas mayores, la primera Vespa que hubo en Osuna llegó a principios de los años cincuenta, por lo que podemos asegurar que la fotografía es posterior a esa fecha. Para datar la imagen por abajo tenemos el elemento que más llama la atención a los que no vivimos la guerra: la Cruz de los Caídos. Este monumento fue construido como homenaje a los ursaonenses fallecidos mientras luchaban a favor de uno de los bandos de aquella desgraciada guerra, el bando que resultó vencedor, y era muy similar a los millares de ellos que se construyeron por toda la geografía española. Según puede leerse en las Actas Capitulares del Ayuntamiento de Osuna, el monumento que contemplamos fue diseñado por técnicos de Falange especializados en cuestiones artísticas y ya estaba en construcción a mediados de marzo de 1939, con la guerra aún no acabada oficialmente pero a punto de finalizar. En la sesión del 18 de marzo de ese año se aprueba el pago del viaje desde Sevilla y regreso del «Jefe de Propaganda y del Delegado de Plástica de F.E.T. y de las J.O.N.S. en visita de inspección a la Cruz de los Caídos», que en ese momento se estaba construyendo.




En esta otra imagen el monumento puede contemplarse con más detalle. La construcción era muy simple. Se accedía a ella por una escalera de nueve escalones flanqueada por dos muretes, cada uno de los cuales soportaba un pequeño pilar cúbico coronado por una farola. El mal estado de una de ellas, la de la izquierda, un poco inclinada, parece indicarnos que esta fotografía debe ser posterior a la que ya hemos visto. Tras subir la escalera se accedía a un terreno alisado desde el que podía contemplarse un muro de considerable altura rematado por almenas diminutas, todo ello construido en sillares. Según parece, la cruz, casi tan alta como el muro, estaba empotrada o sujeta en él, y a los dos lados de ella figuraban los nombres y los apellidos de los fallecidos.
         De esta fotografía llaman también la atención las palabras que pueden leerse en la fachada principal de la Colegiata, «José Antonio Primo de Rivera, Presente», perfectamente visibles desde la Plaza de España. Dichas palabras no necesitan ningún comentario para los mayores de cincuenta años. Para los más jóvenes, diré que este hombre llamado José Antonio era hijo del general Miguel Primo de Rivera y uno de los principales creadores de Falange, una organización política inspirada en modelos fascistas italianos y alemanes. José Antonio fue detenido el 5 de junio de 1936 y, tras haber sido juzgado, fusilado el 20 de noviembre del mismo año. Su muerte, así como la de los generales Mola y Sanjurjo, facilitó el liderazgo absoluto de Franco en los cuarenta años siguientes. Con la frase que podía leerse en la fachada de la Colegiata, el gobierno de Franco homenajeaba su memoria y conseguía el apoyo de los primorriveristas. Estos eran muy numerosos. En una época de fuerte crisis económica y falta de seguridad ciudadana, José Antonio, una persona de discurso populista y palabra muy fácil y apasionada, había conseguido ganar para su partido a multitud de personas, sobre todo a los más jóvenes. En la España de los años cuarenta y cincuenta, casi cualquier padre de familia que no tuviera antecedentes políticos de izquierda y quisiera ser respetado, admitido en sociedad o, simplemente, conseguir trabajo, se afilió a esta organización. El poder de Falange, sobre todo en zonas rurales y durante la Posguerra, fue inmenso. Incluso de manera simbólica, siempre estaba presente. Allá, en lo alto.


sábado, 22 de diciembre de 2018

Ágata ojo de gato


Mapa de Argónida

José Manuel Caballero Bonald, Ágata ojo de gato, Barcelona, Seix Barral, 2007.

         La lectura de esta novela se presenta desde las primeras líneas como una exploración en sí misma. El lector se ve obligado a abrirse paso por un territorio totalmente diferente. Aunque la lengua es conocida, su uso es nuevo, distinto a todos los demás. Es una sensación extraña, desazonadora al principio. Uno está ante un texto escrito por alguien poseedor de un nivel de exigencia artística en el uso de la lengua infinitamente superior al suyo. Avanza casi con miedo, en penumbra, abriéndose paso entre una maleza inextricable. Teme estar expuesto al riesgo de caer en una poza de agua helada y nauseabunda. Toca algo frío y viscoso y retira la mano asustado. Palabras que alguna vez ha oído pero de significado ignorado aparecen a cada paso: hornacho, breña, algaida, gamezno, lucio, breca, japuta… El castellano, pero en su variante andaluza —la más rica de todas desde el punto de vista léxico—, despliega ante el lector sus alas poderosas. Es un castellano solo comparable al usado por los autores hispanoamericanos, hijo del andaluz. Y ahí, en ese punto de encuentro entre Hispanoamérica y Andalucía, se encuentra Ágata ojo de gato. Pero no solo en el lenguaje.
           Esta genial novela de Caballero Bonald, escrita entre 1970 y 1974, resulta una adaptación a España de ciertos elementos argumentales, temáticos e imaginativos de la novela americana, desde Faulkner a García Márquez. Es una narración de hechos de personajes semilegendarios en escenarios inventados pero inspirados en lugares reales. En este caso se trata de las Marismas del Guadalquivir, bautizadas como Argónida, una tierra que Caballero Bonald debe conocer muy bien y de la que debe estar profundamente enamorado. El marco cronológico de los hechos contados puede deducirse de unos pocos hechos aislados, como la mención del primer automóvil, la llegada de la Guerra del 36 o la edad de Manuela —una posible recreación de Úrsula Iguarán y de tantas abuelas de carácter—, que al final de la novela, en un momento de lucidez alucinada, confiesa haber cumplido ya los cien años y recuerda haber tenido diecisiete cuando fue comprada por El Normando, el primer Lambert. Existe un personaje, Pedro, el hijo de Pedro Lambert, un niño, casi adolescente ya, cuyo año de nacimiento y, quizá, ciertas experiencias sexuales primerizas, parecen coincidentes, o inspirados, en los del autor. Lo digo con el único fundamento de la autenticidad con las que están descritas. En la novela aparece también la gran casa familiar, de proporciones y lujo extraordinarios, que acaba sufriendo un gran deterioro, elemento también muy propio de las novelas río. En cuanto al topónimo Argónida, parece inspirado en el nombre de un legendario rey tartesio, Argantonio, gobernante de una civilización que dejó Andalucía occidental y el sur de Portugal sembrados de restos pétreos, escriturarios e, incluso, áureos. Precisamente será un hallazgo de esta índole el que contribuya a mover la acción de la novela, en realidad poco importante en comparación con el hábitat marismeño. Este último, único, es el verdadero protagonista de la novela.

lunes, 10 de diciembre de 2018

La atención, de Alberto Moravia



Alberto Moravia (1907-1990)

Alberto Moravia, La atención, Barcelona, Planeta, 2009. Traducción de Atilio Pentimalli Melacrino (L’attenzione, 1965).

Novela ambientada en Roma en 1963. El protagonista-narrador único es un escritor de mediana edad que intenta superar la fuerte atracción sexual que siente por su hijastra adolescente. Para ello escribe un diario con el que espera poder construir una novela sobre el tema. Pero la cuestión es complicada. Aunque los pasajes van precedidos por fechas a modo de páginas de un diario, algunos, y siempre según confesiones posteriores del autor incluidas en la novela, no relatan hechos realmente acaecidos en su día a día sino hechos inventados. En este sentido Moravia juega con el lector en una especie de experimento narrativo que a veces puede exasperarlo. Según el mismo Moravia, La atención «no es la historia de un sentimiento de culpa originado por una culpa verdaderamente cometida, sino la historia de cómo un novelista enfrenta el problema de la representación de la culpa y el sentimiento de culpa», (pág. 407). La cita proviene del texto de la novela, en realidad una metanovela porque posee continuas reflexiones sobre el hecho de escribir ficción, por qué se hace, qué se busca con ello, qué técnicas se usan, etc. Ahí es donde aparece el Alberto Moravia más identificable, el de sus títulos más conocidos —y más fáciles de leer—, el autor preocupado por las disyuntivas éticas, por los problemas morales. Las mujeres, víctimas y heroínas de casi todas sus historias, vuelven a representar el papel que la mayoría de nosotros sabemos que es real. A menudo son víctimas a edades tempranas de abusos sexuales que condicionan el desarrollo de su mundo afectivo. En el caso de La atención, los personajes de Cora y Baba son claros ejemplos de ello. En cuanto al hombre protagonista, representa a los que han buscado el amor en ambientes muy alejados de aquellos propios de la educación recibida, que rechazan por inauténtica.   

lunes, 3 de diciembre de 2018

La verdadera vida de Sebastian Knight, de Vladimir Nabokov



Nabokov en 1973

Vladimir Nabokov, La verdadera vida de Sebastian Knight, Barcelona, Anagrama, 2018 (1ª ed. 1988). Traducción de Enrique Pezzoni (The Real Life of Sebastian Knight, 1941).

         Esta novela narra, siempre en primera persona y desde un único punto de vista, los trabajos previos a la redacción de una biografía. Es complicado de explicar. El futuro autor de la biografía es también el protagonista-narrador de La verdadera vida de Sebastian Knight. Sebastian Knight, fallecido meses antes, era un escritor medio hermano del narrador. Este último confiesa haberse lanzado a escribir la biografía de Sebastian debido a la necesidad de reivindicar la memoria de su hermano, vilipendiada por un biógrafo mediocre, egoísta, ignorante y ramplón. Preocupado por la integridad del hermano biógrafo, que viaja continuamente por la Europa de 1936, el lector asiste intrigado a la investigación de la identidad de cierta persona, personaje vital en la trama. Salvo en aquellos capítulos dedicados a la explicación de las novelas escritas por Knight, la narración es muy ágil.
         La verdadera vida de Sebastian Knight fue la primera novela escrita en inglés por Nabokov y está claramente inspirada en la desaparición de su hermano Sergei, que fallecería en el campo de concentración de Neuengamme en 1945. Dada la empresa que tuvo que suponer para el autor escribir en una lengua distinta a la materna, por mucho que la dominase, en esta su primera novela en inglés aparecen, siempre referidas a las novelas de Sebastian Knight, iluminadoras referencias a los problemas lingüísticos a los que Nabokov se enfrentaba, así como a las inseguridades que su intento le causaba. Me imagino, no lo sé, que en el cambio de idioma de escritura tuvo mucho que ver su llegada a los Estados Unidos en 1940 huyendo de Europa.
La verdadera vida de Sebastian Knight constituye un prodigio de identificación autor-narrador-protagonista, una artística fusión de los tres, y un canto entrañable al amor fraternal, siempre necesario.

lunes, 26 de noviembre de 2018

Demasiada felicidad, de Alice Munro



Sofia Kovalevsky hacia 1880

Alice Munro, Demasiada felicidad, Barcelona, DeBolsillo, 2012. (Too Much Happiness, 2009; traducción de Flora Casas).

         Colección de relatos separables en dos grupos perfectamente diferenciados. El más nutrido sería el formado por cuentos ambientados en el Canadá de siglo XX, principalmente en zonas rurales cercanas a Toronto. El segundo estaría integrado únicamente por el que da título al libro. La acción de este último, la recreación literaria de los últimos días de vida de la matemática y novelista Sofia Kovalevsky, transcurre en países del norte de Europa durante los meses iniciales de 1891.
         Los relatos están protagonizados en su mayoría por mujeres, algunas víctimas del desamor y del maltrato, otras de su mala conciencia, pero ellas son siempre sufrientes y agentes de las historias. Me han gustado especialmente los titulados Dimensiones, Pozos profundos, Radicales libres y Juego de niños. Dimensiones es una de las historias más reveladoras de la bondad humana que he leído en mucho tiempo. La bondad existe, sí, aunque a veces viene acompañada de una sumisión y una ingenuidad exasperantes. Juego de niños está situado en el otro extremo, el de la crueldad infantil, ejercida por niños sobre otros niños, poseedores de una edad en la que la empatía apenas se ha desarrollado. En cuanto a Demasiada felicidad, es un homenaje a las primeras mujeres que fueron capaces de abrirse camino en el mundo académico, copado por hombres hasta fechas recientes.
El lenguaje es antirretórico, llano, muy efectivo. El libro se lee con emoción.

sábado, 17 de noviembre de 2018

El milagro del Prado, de José Calvo Poyato


(Musées d'art et d'histoire de Genève)

José Calvo Poyato, El milagro del Prado. La polémica evacuación de sus obras maestras durante la guerra civil española por el Gobierno de la República, Madrid, Arzalia Ediciones, 2018.

«No sabremos nunca si la intención de quienes tomaron aquella decisión era provocar una catástrofe de la que culpar a la aviación franquista, o simplemente no calibraron en su verdadera magnitud las consecuencias». Estas palabras, tomadas de las páginas finales de este ameno ensayo, resumen su espíritu. Obra objetiva y bien intencionada, El milagro del Prado narra las operaciones que llevó a cabo el Gobierno de la II República para sacar del Museo del Prado sus obras principales, cientos de ellas, que siguieron desde el otoño de 1936 el mismo camino que seguía el gobierno republicano. La decisión fue muy polémica desde el primer momento, sobre todo entre los amantes del arte. Contraviniendo las recomendaciones de los más altos organismos internacionales, que aconsejaban en tiempos de guerra la conservación de las obras de arte en los museos una vez protegidas de manera conveniente, personajes poco o nada preparados culturalmente e impulsados únicamente por cuestiones políticas, ordenaron, durante el gobierno de Largo Caballero, la saca del Prado de las obras de Rubens, Tiziano, Velázquez, Goya, etc. Desde el edificio del Museo del Prado, y en camiones pobremente acondicionados, los cuadros viajaron hasta Valencia, luego hasta Barcelona, después hasta los castillos de Figueras y Peralada, huyendo con el gobierno del ataque franquista. Una vez en el límite del país, cuando ya la guerra estaba perdida, autoridades del Gobierno de la República negociaron con un comité internacional de especialistas procedentes de los principales museos europeos y estadounidenses la continuación del viaje de las obras hasta Ginebra, donde debían ser depositadas en edificios controlados por la Sociedad de Naciones. Allí se celebraría una exposición temporal con la que se devolvería el dinero adelantado para el transporte desde la frontera por algunos de dichos especialistas internacionales. Cuando vino a celebrarse la exposición —cuyo cartel acompaña este texto—, el lugar del representante técnico de la República, Timoteo Pérez Rubio, ya había sido ocupado en el diálogo con los organismos internacionales por José María Sert y Eugenio D’Ors, representantes del Gobierno de Burgos, a punto de ser reconocido por el gobierno suizo. La exposición se celebró durante el verano de 1939, justo antes de comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Fue un éxito de público. Una vez acabada hubo el tiempo justo de organizar la vuelta de los cuadros a España. Hicieron el viaje en un tren especial que atravesó el territorio francés de noche y a oscuras para evitar posibles ataques de la aviación alemana. El 9 de septiembre estaban de vuelta en Madrid.
Después de conocer esta absurda odisea sufrida por las obras maestras del Prado, muchas de las cuales, sobre todo las de mayor formato, sufrieron graves deterioros —alguna de Goya llegó a quedar fragmentada en decenas de partes—, cuando volvamos al Museo del Prado debemos recordar que estamos en una importantísima pinacoteca cuyas obras se salvaron de milagro de los ataques a los que fue expuesta por la ignorancia y la ruindad de oscuros comisarios políticos. No lo olvidemos: la cultura y la política no deben ir de la mano, son universos distintos y excluyentes. No quiero dar nombres, están en el libro, pero algunos de los responsables de aquella barbaridad son muy conocidos y se han citado a menudo como representantes y defensores del arte.
Pero el libro de Calvo Poyato no queda ahí. Su lectura tiene que poner roja de vergüenza la cara de las personas que aún apoyan la gestión que se hizo de los bienes culturales en el territorio controlado por la República, donde los ataques al patrimonio de la Iglesia supuso la desaparición por vandalismo de obras de arte, archivos y bibliotecas, documentos y objetos ya irrecuperables. Lo mismo podría decirse de las colecciones del Museo Arqueológico Nacional cuyas piezas fueran de metales valiosos, muchas de ellas sujeto de sacas y trasporte al extranjero, donde se les perdió definitivamente la pista.
Un libro, en definitiva, para reafirmarse en la necesidad de ser pacifista, apolítico y, sobre todas las cosas, amante del arte. Todas las opciones políticas son responsables del deterioro del patrimonio cultural. Todas.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Un camión demasiado alto


              En la madrugada del 22 de noviembre de 1968, un camión con exceso de altura produjo la ruina del edificio del Ayuntamiento de Osuna. Las imágenes de aquel suceso aún están grabadas en la memoria de muchos ursaonenses. Pronto se cumplirán cincuenta años.


            Según la información contenida en el legajo 221 del Archivo Municipal de Osuna, a las dos y media de la madrugada del día 22 de noviembre de 1968, un camión frigorífico que circulaba «por la carretera de Sevilla-Málaga-Granada y con dirección a Sevilla […], al llegar al arco existente en el Ayuntamiento salida a Plaza de España enganchó la parte de arriba del camión del último arco viniéndose este abajo».
(Al decir «último arco» se refiere al más cercano a la Plaza de España de los dos, o más arcos, que delimitaban el único espacio en forma de arco disponible entonces. No está de más tener en cuenta la impropiedad semántica de llamar arcos a estos lugares de paso, como hacemos todos. Cuando decimos «el arco del Ayuntamiento» nos estamos refiriendo a uno de los dos espacios que hoy día sirven de paso para vehículos y personas bajo el edificio, cada uno de ellos delimitado por dos arcos y compuesto por tres, pues existe uno central, más ancho. En cualquier caso, con la palabra arco nos entendemos todos, que es lo importante). 
Según se observa en la fotografía, la gran mayoría de las dovelas se vinieron abajo y fue necesario reforzar de manera urgente el arco con puntales de madera, los disponibles entonces. Para intentar impedir también el paso de viandantes, vehículos de dos ruedas y caballerías, en los primeros momentos se colocó una escalera de mano atravesada y en paralelo a la calzada, obstáculo fácil de evitar por los más jóvenes. El arco siguió en pie, aunque, eso sí, sufrió graves desperfectos en su parte central, punto de apoyo de las tensiones de toda esta parte de la fachada. En la imagen se aprecian las columnas y los capiteles en las que se apoyaban las piedras del arco. También se aprecian apuntalados los dos primeros arcos del primer piso.
Aparte del hecho de que una carretera general pasase por la Carrera, lo que más llama la atención es que el camión y su chófer se fueran de rositas y nadie respondiera del daño causado. Al menos no tengo constancia de que así fuese. En su defensa, el chófer —vecino de la Granja de San Ildefonso— pudo argüir la inexistencia de señales que avisasen de la altura máxima permitida. Según puede leerse en las actas de la sesión extraordinaria celebrada por el cabildo municipal el día 27 de noviembre de 1968, el camión, aun con algunos desperfectos, pudo seguir su marcha, mientras el Ayuntamiento tuvo que alquilar un inmueble —rotulado en la actualidad con el número 2 de la Calle San Pedro— al que se trasladó en abril de 1969, y no pudo volver al suyo hasta 1973, cuando finalizaron las largas y costosas obras de reconstrucción. Durante esos años, y según leemos en una carta que lleva fecha de enero de 1971 y que dirige el alcalde de Osuna, Manuel Mazuelos Vela, al Director General de Bellas Artes, Florentino Pérez Embid, el pueblo permanece «dividido en dos sectores prácticamente incomunicados, con la consiguiente incomodidad para el vecindario, con un tráfico desviado que está causando grandes destrozos en otras vías municipales». El problema era evidente. 
            Los planos del proyecto de reforma que se llevaría finalmente a cabo, conservados en el Archivo Municipal, están firmados por el arquitecto gaditano Rafael Manzano Martos, responsable también de la reforma de la Plaza de España contemporánea al accidente y de otras importantes obras llevadas a cabo en Osuna durante estos años, principalmente la consolidación del edificio de la Colegiata. Algunos de los elementos comprendidos en el proyecto, como un murete en el límite del tejado, desaparecieron en la obra ya acabada, decisión que produjo un intercambio de cartas entre el Ayuntamiento y la dirección de Bellas Artes en Madrid, alguna de las cuales, como la citada antes, se conservan en el legajo ya mencionado. En los planos puede observarse  la idea de Manzano del doble arco, esta sí seguida con fidelidad.
La conservación de este edificio histórico ursaonense se debe a Manuel Rodríguez-Buzón Calle, presente en la sesión extraordinaria del 27 de noviembre en calidad de Teniente de Alcalde. Rodríguez-Buzón fue el único miembro de la corporación que se opuso al acuerdo que se quería tomar aquel día de derribar completamente esta parte del edificio para facilitar la comunicación entre la calle Asistente Arjona y la Plaza de España. Consciente de la pérdida patrimonial y artística que aquello hubiera supuesto, pidió el dictamen del Arquitecto Titular de Bellas Artes, en aquel momento, precisamente, Rafael Manzano, al que no se había podido localizar desde el día del accidente. El empeño de Rodríguez-Buzón, que consiguió retrasar unos días la toma de una decisión, fue determinante. Resulta difícil imaginar el aspecto final del edificio si se hubiera derribado definitivamente toda esa parte. Se salvó por la fuerte voluntad de una persona.

domingo, 4 de noviembre de 2018

Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki



Tanizaki en 1951

Junichiro Tanizaki, Elogio de la sombra, Madrid, Alianza, 2018. Traducción de Emilio Masiá López.

         Ensayo de apenas sesenta páginas publicado originariamente en 1933. Se trata de una cerrada, inteligente y sensible defensa de la estética japonesa, que Tanizaki (1886-1965) veía amenazada por modas, inventos y tendencias occidentales. Ya en aquellos años era perfectamente consciente de lo que se avecinaba y advertía las primeras señales de la empobrecedora uniformidad planetaria. Basta mirar con atención las fotografías y los grabados antiguos para entender de qué se trata: los localismos se han perdido.
Tanizaki se ocupa principalmente de la penumbra y su hermana mayor la oscuridad, ambos espacios o apariencias que han sido desterrados de la vida moderna. La electrificación de las ciudades y las casas ha conllevado una iluminación excesiva, lo que acarrea la sobreexplotación de los recursos naturales por un mayor consumo de energía y la pérdida del misterio de la noche y de los interiores oscuros. Es ahí, precisamente, donde su obra resulta más valiosa. Centradas en la forma tradicional de construcción y decoración de las casas japonesas, algunas de sus páginas son reveladoras. Para los occidentales que siempre hemos mirado con admiración, y un punto de incomprensión en cuanto a su grado de confortabilidad, sus interiores domésticos, la lectura de esta obra supondrá un antes y un después en esa percepción. Entenderá, por ejemplo, el porqué de los shōji, esos paneles traslúcidos y móviles que limitan sus espacios. Dejándose llevar por su admirable sentido de lo sensual, Tanikazi invita al lector a abandonarse al encanto de los espacios poco iluminados, capaces de resucitar sensaciones visuales perdidas desde la llegada de la luz eléctrica. Frente al intento, ya manifiesto entonces en las principales capitales europeas y norteamericanas, de iluminarlo todo, realizando una analogía entre iluminado y limpio, el autor, en unas páginas que a los occidentales pueden resultar pintorescas, describe y defiende los retretes tradicionales nipones, construidos en madera y sumidos en la penumbra. Hace también un estudio comparativo del tipo de blanco y la textura del papel occidental frente al papel japonés hōsho, o la del papel blanco de China: «La textura del papel oriental resulta mullida como una capa de nieve recién caída, y absorbe la luz como si la acogiese, en cambio el papel occidental parece que la repeliese» (pág. 22).  
Más adelante, y quizá como resumen, escribe: «La luz ya no tiene como finalidad iluminar para poder escribir, leer o coser, sino para expulsar las sombras a los rincones más apartados, esto es diametralmente opuesto al concepto estético y genuino de vivienda de estilo japonés» (pág. 60). Desde mi punto de vista, el de un amante de reconstruir escenas del pasado en la imaginación, afirmaciones como esta son fundamentales y aplicables por supuesto también a occidente. También escribe: «Estimamos las tonalidades y brillos que nos retrotraigan al pasado. Cuando uno vive en uno de esos viejos caserones rodeado de objetos antiguos se experimenta una paz y un sosiego difíciles de explicar» (pág. 25). El autor se declara defensor de la pátina, incluso de la suciedad si acabar con ella supone la pérdida del aspecto antiguo, la aparición de brillos e iluminaciones no deseados. El texto entero es una defensa de lo difuso, lo tenue y delicado.
No conozco obras equivalentes escritas en Europa pero el proceso vivido fue el mismo. Perdimos la contemplación del cielo estrellado, la percepción de la acariciante y azulada luz de la luna y, sobre todo, y dentro de las casas, la magia del misterio. Elogio de la sombra, traducido al inglés y al francés en 1977, tuvo que jugar un papel importante en ciertas modas culinarias, teatrales y decorativas niponas irradiadas desde los principales centros de cultura occidentales. Una lectura realmente estimulante.

jueves, 1 de noviembre de 2018

En nuestro tiempo, de Ernest Hemingway


El autor en 1923

Ernest Hemingway, En nuestro tiempo, Barcelona, Lumen, 2018. Traducción de Rolando Costa Picazo. (In Our Time, 1925).

         Volumen de cuentos protagonizados en su mayoría por Nick Adams, al que debe suponérsele, yo al menos lo hago, la condición del alter ego del autor. Puede que me equivoque porque no he tenido la previsión de releer la biografía de Hemingway antes de ponerme a escribir estas líneas, simples notas de lectura, pero muchos de los cuentos presuponen un conocimiento experiencial de lo narrado. Recuerdo lo esencial de su biografía, que viajó mucho por Europa, que era pescador, vivió guerras y murió suicidado, pero de su infancia, esa etapa de la existencia humana tan definitoria de nuestros gustos y actitudes antes la vida, no tengo ni idea. Tampoco es imprescindible tenerla para disfrutar de la lectura, obviamente. Parece que la mejor forma de hacerlo es no saber nada de su autor, ni preocuparse lo más mínimo por saberlo. Ser capaz de separar totalmente al autor de la obra o, mejor aún, a la crítica de la obra. Solo después de leerla, y si a uno le apetece, puede leer sobre ella. Creo que es mejor así. Esta edición de En nuestro tiempo, la primera traducción al castellano según parece, viene acompañada por un interesantísimo prólogo de Ricardo Piglia, quizá uno de los últimos trabajos de la vida del novelista argentino.
         En nuestro tiempo está compuesto por unos treinta relatos, la mitad de ellos de extensión apreciable —quince, veinte páginas— y la otra mitad de extensión mínima, un par de párrafos. Los de uno y otro tipo van intercalados. Muchos de los del tipo mínimo son impresionantes por la capacidad que tienen de sugerir, de abrir la ventana a un mundo de emociones y sensaciones fuertes solo durante unos segundos. Algunos de estos relatos cortísimos, no sé si llamarlos microrrelatos, están inspirados en el mundo de la tauromaquia. Describen momentos tanto de la corrida como de la vida de los toreros, teniendo especial predilección por los cuadros más violentos o sangrientos, como aquel que describe de forma fría, casi de científico, cómo se mueve el caballo del picador después de haber sido corneado por el toro en el abdomen, época aquella de las corridas conocida por el autor en la que los equinos aún no llevaban peto protector. Pueden imaginar algo.
         Hemingway ambienta sus cuentos en España, en Italia, en Grecia, en medio de los bosques norteamericanos o en una reserva india. El protagonista habitual es Nick. Nick niño, Nick jovencito y Nick ya hecho hombre. Los relatos del libro protagonizados por niños son especialmente interesantes como muestra de cómo ponerse en su piel, cómo contar la historia desde su punto de vista, algo que no nos debía costar mucho esfuerzo porque todos hemos sido niños, aunque algunos parezcan haber nacido ya avejentados y sin imaginación. A menudo las situaciones narradas son violentas, reflejos de mundos crueles y descarnados.
         El relato titulado El luchador comienza de manera sumamente seductora. Lo hace, por supuesto, in media res, la forma más efectiva de hacerlo. En este caso se trata de aquel en el que alguien del que no sabemos nada —solo que acaba de ser expulsado de noche de un tren en marcha—, se incorpora junto a la vía y comienza a hacer balance de daños. Otros relatos, los dos últimos, cuentan la historia del hombre que busca la soledad de la naturaleza para curar sus heridas anímicas. Alguno está ambientado en el mundo de los hipódromos y el amaño de carreras. El libro ofrece una gran variedad. Pero lo mejor de todo, como subraya Piglia, es el estilo. La concisión es su principal rasgo. Las frases son cortas. No hay adornos, metáforas, adjetivos y otras «delicadezas». Hemingway describe un mundo duro, cruel, con un lenguaje lo más alejado que pueda imaginarse del amaneramiento. Es directo. A veces brutal. Pero tiene la virtud de llegar siempre de manera rápida a la mente del lector, que no necesita esforzarse en desenredar frases de sintaxis inextricable.
Una lectura placentera para personas de acción obligadas a vivir de manera sedentaria, como muchos de nosotros.   

viernes, 26 de octubre de 2018

El camino de Santiago, de Alejo Carpentier



El autor en su madurez

Alejo Carpentier, El camino de Santiago, relato incluido en Cuentos, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1979, págs. 7 a 39.

         Alejo Carpentier (1904-1980) fue uno de los autores que despertó en mí el gusto por el español de América. Su prosa es realmente luminosa, olorosa, sonora. Cualquiera de sus frases deja un poso cálido y dulce en el alma del lector, un temblor de la otra orilla. Carpentier es amante de la historia y a menudo la usa como armazón de sus narraciones. Su ambientación, fruto de una rigurosa documentación fraguada a lo largo de incontables lecturas, está muy trabajada. En El camino de Santiago, primero de los siete relatos que componen el libro, cuenta las andanzas de Juan, uno de los muchos españoles jóvenes que a lo largo de los siglos XVI y XVII abandonaron su pueblo para unirse a los Tercios de Flandes o probar suerte en las Indias. La acción arranca en Amberes, pasa por ciudades francesas, españolas y americanas y termina en Sevilla. Por ciertas referencias parece que transcurra durante el reinado de Felipe II: el Elogio de la locura ya es considerada una obra impía, el duque de Alba amedranta a los flamencos y los calvinistas son perseguidos por la Inquisición. San Cristóbal de La Habana es apenas una aldea de casas de madera y calles enfangadas donde hozan puercos oscuros. Sus habitantes, supervivientes de accidentadas travesías y exóticas enfermedades, viven enfrentados por la envidia y la maledicencia.  
         El verdadero interés de este relato radica en un giro que, ya casi al final, da la trama, convirtiéndose en cíclica. Usando una brillante licencia argumental, Carpentier desdobla a Juan, el protagonista, y da sentido completo al relato. Juan es él mismo, el muchacho aficionado a la música que salió de su pueblo atraído por la vida militar, pero también es el indiano que ha vuelto desencantado y engaña a los jóvenes inexpertos como Juan, todos embarcados en la inercia de conquista y supuesto enriquecimiento que desangró gran parte de la juventud de aquella impetuosa España, dominada por el impulso de frontera y la cultura del enriquecimiento súbito.
         En cuanto al ejemplar del libro donde he leído el relato, casi novela corta por su extensión —el tipo de letra parece un ocho y el interlineado sencillo—, lo encontré en un comercio valenciano de libros usados. Es una edición barata, de economía se subsistencia. De pastas de simple cartón, está mal encuadernado, demasiada goma para pegar el cartón a los cuadernillos. Sus hojas huelen a húmedo y sus páginas son ya amarillentas. Por una nota escrita a bolígrafo se sabe que uno de sus anteriores dueños, Mercedes, lo compró en Budapest en el verano de 1981. Posee un alma especial.

domingo, 21 de octubre de 2018

«El yermo de las almas. Una tertulia de antaño», de Ramón María del Valle-Inclán


Valle en su juventud (c. 1894)
 Imagen de luisantoniodevillena.es

Ramón María del Valle-Inclán, El yermo de las almas. Una tertulia de antaño, Madrid, Alianza Editorial, 1970.

         Dos textos muy breves, ambos publicados por primera vez en 1908.
        El yermo de las almas es una obra de teatro dividida en tres actos —«episodios»— y de aire melodramático. Cuenta las desgracias vividas por los integrantes de una pareja cuya relación es fruto del amor, no de un matrimonio impuesto o de cualquier otra voluntad exterior. Ella, Octavia, una jovencita, fue casada con un hombre ya en las puertas de la vejez. Él, Pedro, es un hombre soltero. La relación resulta escandalosa para la madre de Octavia y el resto de representantes de la parte represora de la sociedad, señaladamente un sacerdote jesuita. Este y la madre de Octavia aparecen como personas desalmadas, preocupadas solo por la «salvación» de Octavia. La muchacha, toda sentimientos, se ve abandonada por las personas que más debían acompañarla y a quienes más quería. La fuerza dramática de las escenas impide cerrar el libro, el lector deseoso de saber qué va a pasar con la pareja de enamorados. A destacar la belleza de las acotaciones teatrales, obras de arte en sí mismas.
         Una tertulia de antaño relata las situaciones vividas en los salones de una casa de la nobleza española, un día de visita justo en los instantes finales de la I República. Las menciones a hechos y personas reales son continuas. Destacan la habilidad que tenía Valle-Inclán para la formación de caracteres con muy pocas líneas, así como la agilidad de los diálogos. En la tertulia aparecen representadas tres generaciones. La primera de ella lo está por el marqués de Bradomín, esa creación inmortal de Valle, personaje conservador, enamorado y de refinadas maneras. Bradomín suspira por la España más tradicionalista —se declara servidor de la reina Margarita de Borbón— y por la existencia de causas patrióticas dignas de perder la vida por ellas. Las otras generaciones están representadas por personas más inexpertas pero de sangre fogosa, a las cuales Bradomín no deja de apoyar si está en su mano. En la tertulia se oyen críticas a la situación política de 1874 perfectamente aplicables a la época actual, casi ciento cincuenta años después. Resulta curiosa, y literariamente estimulante, la presencia en la tertulia del escritor Juan Valera.
         Dos textos muy breves pero repletos de frases inspiradoras y retazos líricamente tratados de la historia de España.  

jueves, 18 de octubre de 2018

«El párroco de Vejlby», de Steen Steensen Blicher


El autor
(arkivet.thorvaldsensmuseum.dk)


Steen Steensen Blicher, El párroco de Vejlby, Madrid, Editorial Ardicia, 2018. Traducción de Blanca Ortiz Ostalé

Escrita en 1829 y en Dinamarca, El párroco de Vejlby nos puede parecer de entrada una antigualla aburrida y lejana, quizá fría y cerebral. Pero nada más lejos de la realidad. La modernidad de esta novela corta, inspirada en los mismos hechos reales que llevaron a Mark Twain a escribir Tom Sawyer, detective, resulta cautivadora. Durante la lectura, se acaba en una tarde —apenas tiene ochenta páginas—, uno cree estar ante un texto de un narrador actual por la economía expresiva, las elipsis y el uso de distintos narradores y puntos de vista, elementos que podemos pensar exclusivos de la novela escrita a partir de las primeras décadas del siglo XX. Quizá el problema que tengamos, ese es mi caso al menos, sea más bien la falta de traducciones al español de obras escritas en lenguas no dominantes, pues todos aquellos avances técnicos de novelistas europeos y norteamericanos no surgieron de la nada. Hubo precedentes inspiradores. La obra de Blicher no fue traducida al inglés hasta 1928, pero había visto la luz en alemán muy poco después del original danés. Para la traducción española han hecho falta dos siglos.
El párraco de Vejlby cuenta las tribulaciones padecidas por las personas afectadas directamente por un hecho homicida. Uno de los protagonistas, y narradores, es el juez Erik Sørensen. Poseedor de una clara rectitud moral, el personaje parece inspirado en modelos éticos puritanos. Sus conocimientos sobre asuntos legales sirven para recrear escenas judiciales cuyo gusto pensamos descubierto por el cine norteamericano, productor de un verdadero subgénero judicial. Esas películas, exceptuadas las genialidades, a menudo pecan de estáticas y llenas de tecnicismos, aburridas, demasiado limitadas a espacios cerrados donde se suceden largos parlamentos forenses. Más de cien años antes, Steen Steensen Blicher (1782-1848), un pastor protestante danés, escribió un relato con parecidos ingredientes pero ágil y subyugante. La felicidad del juez, perfectamente despejada y brillante en las primeras páginas, se va nublando poco a poco y acaba oprimida y medrosa bajo negros nubarrones de tormenta, todo ello en un lento proceso sabiamente dosificado. La narración gana en atracción tras cada página y desemboca en un final funesto, inopinado y redondo, de iconografía puramente romántica. Estimulante sorpresa.

domingo, 14 de octubre de 2018

«Lamentos políticos de un pobrecito holgazán», de Sebastián Miñano


Imagen de todocoleccion.net

Sebastián Miñano, Lamentos políticos de un pobrecito holgazán que estaba acostumbrado a vivir a costa ajena, Madrid, Editorial Ciencia Nueva, 1968.

            Una casualidad me llevó a toparme con este sugerente título. Se encontraba entre las publicaciones perniciosas, y por tanto prohibidas, incautadas en 1824 a Ramón Barreda, clérigo ecijano secularizado y de espíritu liberal. La documentación existente sobre la entrada en casa del presbítero por parte del vizconde de Banaoján, comandante del batallón de Voluntarios Realistas, y el donoso escrutinio de su biblioteca ha sido investigada por Antonia Garrido Gómez. Los interesados pueden profundizar más en este episodio de actividad policial en la obra de Garrido Gómez titulada «Represión antileberal en Écija (1824): la requisa de documentos prohibidos al presbítero Ramón Barreda», publicado en Écija en la Edad Contemporánea. Actas del V Congreso de Historia (Écija, 2000).  El Vizconde iba auxiliado ese día del capitán de Policía y del vicario de Écija, deseosos quizá de devolver al redil a aquella oveja descarriada. 
               Lectura muy apreciada por amantes de la historia y la literatura, en la actualidad Lamentos políticos de un pobrecito holgazán se encuentra, por supuesto, agotado, y he tenido que rebuscarlo en librerías de lance. Eso hoy día no necesita ni un paseo siquiera: bastan un par de clics desde cualquier artefacto conectado a la red y al poco tiempo lo tienes en tu casa. Se pierden un rato de charla y un saludable paseo y se gana en confort y frialdad.
            Sebastián Miñano (1779-1845) fue uno esos españoles que durante las primeras y apasionadas décadas del siglo XIX se negó a permanecer impasible ante lo que veía. Escritor prolífico, fue eclesiástico, preceptor de infantes, afrancesado, padre de familia, liberal y conservador al final de su vida. Vivió parte de ella en Francia, sobre todo en la zona de Bayona, ciudad que sirvió a muchos españoles librepensadores de residencia por estar muy cerca de la frontera y en el camino clásico a París desde España (Irún, Bayona, Burdeos, Angulema, Poitiers, Tours y Orleans).
            Los lamentos políticos de un pobrecito holgazán fueron publicados en Madrid en 1820. Hablo en plural porque la obra, del género epistolar, vio la luz en diez partes, las diez cartas de las que se compone. Estas se cruzan entre dos corresponsales imaginarios, el pobrecito holgazán, un hombre que vive en Madrid y ha visto arruinada su economía con la llegada del régimen liberal, y don Servando Mazculla, un abogado que vive en provincias. Ambos son enemigos de la Constitución, implantada de nuevo tras su jura por el Rey en el mes de marzo de 1820, y de todas las novedades que trajo el Trienio. A lo largo de las diez cartas, ya sea por uno o por otro de los corresponsales, aparecen vilipendiados los cambios que se experimentaron durante esos años, actitud que crea por negación un retrato de la sociedad que se añoraba y se quería recuperar. Las corporaciones municipales, donde a menudo el alcalde, los síndicos y el secretario estaban unidos por lazos de parentesco e intereses materiales, dejan de ser una fuente segura de ingresos para sus antiguos componentes, relegados por los munícipes constitucionales a simples vecinos. La Inquisición, entre otras cosas una importante agencia de colocación y un medio de obtención de bienes ajenos, deja en la calle a muchos que vivían de ella, a menudo delatores y espías. Desaparece la censura y se produce una proliferación realmente extraordinaria de publicaciones, papeles en los cuales podían aparecer denunciados los abusos y las debilidades de los poderosos, intocables durante todo el sexenio anterior. La Iglesia, corporación a la que Miñano pertenecía, aparece a ojos del lector actual como la máquina de agobiar con impuestos al pequeño propietario que era, pues con diezmos y demás sacaliñas, incluidas las limosnas a las órdenes mendicantes, dejaba casi sin dinero al que ciertamente había trabajado para ganarlo. Los que generaban riqueza veían cómo esta iba a parar a manos de los que vivían sin trabajar. Este debate, que aún se mantiene, se focalizaba entonces en los frailes, que recluidos en los conventos no aportaban realmente nada a la sociedad (salvo sus oraciones). En el colmo de la honradez, y si me apuran del cinismo, Miñano llega a elogiar por boca de sus personajes al beneficiado. Este era una especie de mayorazgo eclesiástico, perceptor de las rentas generadas por fincas, molinos u otras industrias arrendables y, como hombre de iglesia, podía tener mujer e hijos sin obligación ni posibilidad de reconocerlos legalmente. Vivía sin trabajar, muy bien alimentado y haciendo su santa voluntad. Los corresponsales elogian también la figura del teólogo, algo así como el intelectual demagogo de la época y siglos anteriores, a menudo titular de una cátedra universitaria. Los teólogos pasaban las horas en disquisiciones estériles, trufadas de abundantes latines y tecnicismos, con los que embaucaban a los necios. A menudo se confundían con los médicos, que hacían estragos por su charlatanería y su falta de preparación.
            La obra de Miñano, satírica y muy crítica, tiene el mérito de entretenernos y abrirnos los ojos a un tiempo: por sus páginas desfilan personajes perfectamente reconocibles entonces y ahora. Una sociedad de pícaros.      

sábado, 13 de octubre de 2018

Una decoración de posguerra



     


Se trata de una fotografía que recoge las fachadas principales del Ayuntamiento y del Casino de Osuna. Fue escaneada de la Revista de Feria de Osuna de 1976. En dicha publicación no aparecía acompañada de fecha alguna, pero todo apunta a que debió ser tomada poco después de acabar la Guerra Civil. Los detalles que apoyan esa afirmación son, principalmente, dos. En primero lugar, la imagen propagandística de Franco. En ella el dictador aparece aún muy joven y en una disposición que parece inspirada directamente en modelos hitlerianos. En segundo lugar, la decoración de los edificios. En ella se advierten numerosos símbolos falangistas y tradicionalistas cuyo uso decayó paulatinamente cuando empezó a vislumbrarse la derrota del Eje en la 2ª Guerra Mundial. A partir de ese momento, el régimen franquista, necesitado de reconocimiento exterior, decidió que debía abandonar la parafernalia fascista si quería ser aceptado por los vencedores de la contienda mundial.
Si analizamos de arriba a abajo los distintos símbolos que llenan la fachada del edificio del Ayuntamiento, en primer lugar —y ocultando el reloj municipal— encontramos el escudo oficial del régimen. La poca calidad de la fotografía, ya deficiente en la revista de feria, impide advertir claramente la versión del escudo, si es la fijada en 1938 o la adoptada en 1945. A su derecha, dos banderas: una que parece la nacional sin escudo y otra perteneciente al partido o facción carlista, la cruz de Borgoña, dos troncos rojos cruzados sobre fondo blanco. Las banderas colocadas a la derecha del escudo son inidentificables.
Ya en el segundo piso, y acompañados por las palabras «Arriba España» —uno de los lemas del régimen franquista—, vemos el yugo y las flechas, símbolos del reinado de los Reyes Católicos adoptados por el partido falangista. Recuerdo a la perfección la versión juvenil de Falange, la OJE (siglas de «Organización Juvenil Española»), que en Osuna tenía su sede en una casa de la calle Alpechín, donde también tuvo la suya «Radio Juventud», emisora que radió muchos años y contó con locutores de la talla de Juan María Mansera Conde, contratado después por Radio Nacional de España. Juan María era hermano del novelista Emilio Mansera, y también él novelista. Ambos fueron galardonados con importantes premios literarios. Son ursaonenses de mérito poco conocidos en su localidad. Sigo con la descripción. Junto al yugo y las flechas, el retrato de Franco ya mencionado y, junto a este, un panel o telón con su apellido en el centro de una bandera de difícil identificación.
Para acabar con la fachada del Ayuntamiento, en los pisos inferiores aparecen divisas de diversos cuerpos del ejército español. En el primer piso, y de izquierda a derecha, las de Caballería, Regulares, Infantería, una irreconocible —que puede suponerse de Ingenieros, de Artillería o del Ejército del Aire— y la Legión. Por último, ya en el bajo, la de la Armada. La posición de esta última, en el lugar más bajo, y menos visible por tanto, puede relacionarse con el poco apoyo que el bando golpista recibió de la Armada durante la guerra, contingente militar que tuvo quizá mayor proporción que otros de mandos partidarios de la República. Es sólo una hipótesis. Cabe suponer que toda la parafernalia iconográfica que aparece en la foto estaba perfectamente normalizada, y se montaría siguiendo instrucciones claras que nadie se atrevería a desobedecer. No creo que la posición de cada divisa fuera aleatoria.
            Si fijamos nuestra atención ahora en la fachada del Casino, el edificio de la izquierda, en el piso superior vemos un cartel de “Auxilio Social”, una organización dependiente de Falange que intentaba paliar el hambre que se padecía en la época, principalmente el hambre infantil. A pesar de estas ayudas, aquellos fueron unos años durísimos para la gran mayoría de las personas, años de hambre y privaciones de todo tipo que, un tiempo después, provocarían una emigración masiva de ursaonenses a la búsqueda de unas condiciones de vida más dignas. Por el momento no dispongo de datos fiables para el año cuarenta pero, según las cifras que aparecen en la página web de la Diputación de Sevilla, Osuna pasó de tener  23.250 habitantes en 1950 a 16.047 en 1981. Uno de cada tres ursaonenses se vio obligado a abandonar su lugar de nacimiento y primera juventud, con todos los inconvenientes que esto supone. Igual fenómeno se observa en algunas de las principales poblaciones de la provincia de Sevilla. Siempre según los datos que proporciona en su página la Diputación de Sevilla —datos que extraje en junio de 2004—, y teniendo de referencia los mismo años, entre 1950 y 1981 Carmona pasó de 27.115 a 22.887 habitantes, Écija de 41.679 a 34.703 y Marchena de 20.326 a 16.159. Fenómenos parecidos, más o menos intensos, se observan en casi todos los pueblos de la provincia. El poco trabajo que había era agrícola y la mecanización del campo hacía muchos brazos prescindibles. Al mismo tiempo, el despegue económico de Cataluña y el País Vasco atraía a las personas con deseos de prosperidad. 1975 arroja datos escalofriantes. En relación al año anterior, Écija perdió el 10.11% de la población, Carmona el 11.05%, Marchena el 12.25%, Morón de la Frontera el 14.16% y Osuna el 14.49%. El efecto llamada fue muy poderoso. Esta emigración masiva constituye un drama humano que ha recibido poca atención por los historiadores, quizá por ser muy reciente. Los pueblos mencionados se vaciaron de muchos de sus individuos más jóvenes y activos. A los que se sientan alejados o ajenos a estas experiencias les recomiendo una lectura. Se trata de la novela Espuelas de papel  (Alfaguara, 2004), escrita por Olga Merino. La autora es hija de emigrantes ursaonenses a Cataluña. En esta novela queda reflejada la vida en las muchas casas de vecinos que había en Osuna y los problemas de adaptación de los emigrantes a la vida en una población como Barcelona. Osuna no aparece en la novela con su nombre sino con el nombre ficticio «Puebla del Acebuche», aunque se reconoce perfectamente la Osuna de los años treinta y cuarenta. Frutos de esa verdadera diáspora son también personajes como el cantante Antonio Orozco, el cineasta Juan Antonio Bayona y muchos otros descendientes de ursaonenses, que en lugares más dinámicos encontraron apoyo y estímulo para sus potencialidades creativas. Igualmente, resulta muy emotiva e iluminadora la visita o pertenencia a grupos de redes sociales formados por ursaonenses emigrados, los cuales se sienten muy orgullosos de sus raíces y sueñan con volver a pisar las calles de un pueblo que guardan fosilizado e idealizado en su memoria. Recuerdan comercios y personajes populares desaparecidos hace años. La emigración supuso la pérdida casi absoluta de sus hábitos sociales y la asunción más o menos afortunada de códigos ajenos.
Volviendo a la fotografía, por la fachada del Casino aparecen repartidas más banderas falangistas y tradicionalistas y, a nivel de la calle, se ve una tribuna para autoridades adornada con la bandera nacional, detalle por el que debemos deducir que ese día se había celebrado o se iba a celebrar un desfile de algún tipo, seguramente militar. Desde luego, habría que descartar que todo este despliegue decorativo se debiera a una visita de Franco pues, aunque es cierto que estuvo en Osuna en tres ocasiones y una de ellas fue a principios de los años 40, en esos años su seguridad estaba amenazada por posibles atentados, por lo que nunca se anunciaba su visita a ningún sitio con antelación suficiente como para que diera tiempo a montar toda esta decoración. Se tiene constancia de su paso por la Iglesia de la Victoria en 1943. Así lo refleja una lápida existente, aunque oculta, en la capilla de Jesús Nazareno. En ella se lee: «El día 8 de mayo de 1943, y a su paso por esta villa, oró ante la peregrina imagen de N.tro Padre Jesús Nazareno S. E. el Generalísimo Don Francisco Franco, caudillo de España y Hermano Mayor Honorario de esta cofradía». El hecho de que Franco fuera hermano mayor honorario de Jesús no debe extrañar, pues se realizaron homenajes similares al Jefe del Estado de aquella época en todo el país.  
            Un dato fundamental para datar la fotografía es el hecho de que el edificio del Ayuntamiento haya sido ya ampliado. En todas las imágenes de finales del siglo XIX y principios del XX aparece una arcada con solo cuatro arcos, no con los siete que contemplamos. No he hallado en las Actas Capitulares del Archivo Municipal de Osuna la referencia exacta a la fecha de la ampliación del edificio, que fue proyectada durante la II República, exactamente a principios de 1934, siendo alcalde Manuel Rodríguez García. Puede que se conserve entre los expedientes de obras. Es muy probable que la reforma del edificio —su ampliación a costa de inmuebles vecinos— fuera llevada a cabo en plena guerra, pues en este periodo de tiempo se realizaron muchas obras públicas en Osuna, como puede leerse en las Actas Capitulares a partir del 29 de enero de 1937, fecha en la que también se realiza el acostumbrado cambio oficial de los nombres de las calles más importantes, que pasan a llamarse General Franco, General Mola, General Moscardó, Queipo de Llano, etc., etc.
A falta de una prueba definitiva puede concluirse que la fotografía, tomada en uno de los primeros años de la posguerra, corresponde a la celebración del «Día de la Victoria», el 1 de abril, fecha en el que se conmemoraba el final de la Guerra Civil, o bien del «18 de julio», aniversario de su comienzo. Desde luego, no es un día de invierno. Las personas que mejor se ven en la imagen, esos dos niños que van cogidos de la mano y quizá vivían todo esto como una fiesta, van vestidos con ropa ligera. Y los adultos del fondo se mantienen a la sombra. Podría ser julio, un 18 de julio.
            La imagen, realmente, impresiona.


martes, 9 de octubre de 2018

«La elegancia del erizo», de Muriel Barbery



Muriel Barbery

Muriel Barbery, La elegancia del erizo, Barcelona, Seix Barral, 2016. Traducción de Isabel González-Gallarza. [L'élégance du hérisson, 2006]

            Mi amigo E. R. ha sido un lector voraz desde su infancia y, a pesar de haber recibido una educación muy tradicional y estar a punto de cumplir noventa años —o quizá por esto último—, tiene una de las mentes más abiertas que conozco. Abierta y activa. E. R. me recomienda novelas y no falla nunca, parece que conozca mis gustos mejor que yo incluso. Hace unos meses me sorprendió con la fascinante Balada de Caín de Manuel Vicent, y ahora ha vuelto a hacerlo con esta enternecedora novela de Muriel Barbery.
La elegancia del erizo cuenta el día a día de la vida de dos mujeres que viven en el mismo edificio de viviendas parisino. El inmueble está situado en el distrito VII, muy cerca de Saint Germain des Prés, los Jardines de Luxemburgo y la catedral de Notre Dame, una de las zonas más caras de la ciudad. Una de las mujeres se llama Renée. Renée es viuda, no tiene hijos y ya ha cumplido cincuenta y cuatro años. Vive con un gato. Es la portera del edificio y su casa es la portería, una vivienda pequeña y de atmósfera maloliente debido al mal estado de los conductos de desagüe. La otra se llama Paloma y tiene unos doce años. Paloma vive con sus padres y su hermana mayor en un piso de más de doscientos metros. La familia goza de una muy buena situación económica, al igual que el resto de inquilinos del edificio. Ambas mujeres se sienten profundamente solas e infelices y confían sus sentimientos a sendos diarios, los cuales constituyen la novela. Los relatos de ambas, siempre en primera persona como es habitual en este tipo de textos, se van alternando y se distinguen visualmente por la tipografía. Su contenido refleja a veces el relato del mismo hecho desde dos puntos de vista distintos, configurando de esta forma una visión más completa, o dos visiones complementarias, de la misma cosa. Las dos mujeres sufren situaciones personales incómodas y de resolución aparentemente imposible para ambas. El lector, si es mínimamente empático, pronto se solidariza con ellas.
Renée representa el mundo de las personas que nutren el colectivo de los servidores domésticos de los ricos, a menudo mujeres que sienten, y padecen, las miradas de superioridad y de desdén de sus patronos o de los hijos de estos. El caso de una portera, además, suele verse agravado por no existir verdadera familiaridad con ninguno de ellos. Renée vive aislada en su casita, donde, en vez de hacer cierto el tópico de la portera cotilla, dedica su tiempo libre a la lectura. Lee de todo. A veces recibe las visitas de su amiga Manuela, una portuguesa de maneras aristocráticas que trabaja como limpiadora en alguno de los pisos del edificio. Gracias a las conversaciones entre ambas el lector puede penetrar mentalmente en algunas de aquellas viviendas. Esta característica de la novela, la contemplación y cierto análisis de las vidas de distintos inquilinos del mismo edificio, la asemeja a otros relatos ya conocidos tanto en la literatura como en el cine, incluso en el mundo del cómic. El personaje de Renée, además, representa el mundo de las personas autodidactas que conservan en su interior un sorprendente repertorio de conocimientos culturales y una brillante capacidad para relacionarlos. Dichos atributos le confieren un atractivo especial. Su personaje,  y el de Manuela, están en la línea de algunos artísticamente refinados de la gran novela de Proust. El espíritu de À la Recherche du temps perdu sobrevuela algunas de las mejores páginas de La elegancia del erizo, dignificando, a mi entender, el personaje de Renée y, por extensión, a todos los servidores domésticos.
Paloma es muy sensible e inteligente. Poseedora de esa especial penetración para el análisis de las relaciones familiares que poseen las chicas preadolescentes —aun intocadas por los tics y las servidumbres de los adultos—, vierte su crítica mirada sobre el resto de miembros de la familia y sobre la mayoría de los adultos. Al comienzo de la novela su mente está situada en un estado de renuncia a la vida, en ese «paren el mundo que yo me bajo» tan habitual, y tan lógico, en esa edad.
Como ya supondrá el lector, otra cosa no va a encontrar en estas líneas —me niego a desvelar los detalles de la trama, realmente absorbente—, ambas personas van a sufrir a lo largo del relato una evolución de sus sentimientos y sus creencias, algunos de los cuales sufren una verdadera subversión. El final, triste y esperanzado a un tiempo, llega después de algunas de las páginas más emotivas que he leído últimamente, de esas que te reconcilian con el género humano y te ayudan a comprobar que tu capacidad de conmoverte aún está viva. Un regalo para el alma. Gracias, E. R.
                                                            ---o---
            Olvidé reseñar una pecualiridad técnica de La elegancia del erizo que puede resultar de interés para todos aquellos que nos dedicamos a escribir novelas. Los capítulos, supuestos trozos de los diarios de ambas personas, son de una extensión mínima, a veces de una sola página, lo que facilita la lectura a las personas que viven en grandes ciudades --la inmensa mayoría--, tienen poco tiempo para leer y aprovechan para ello los trayectos en metro o en autobús. Son unidades argumentales relativamente independientes y suficientes en sí mismas. El mismo fenómeno se observa en otras novelas de éxito de los últimos años, como Patria, de Fernando Aramburu. Parece que la forma de las novelas intente adecuarse al ritmo de vida de sus lectores. 
             Supongo que no he descubierto nada, es solo una observación más.