martes, 26 de abril de 2016

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (33)

         En el periodo histórico en el que se encuentra nuestro relato, el comienzo del reinado de Isabel II, resulta obligado seguir dedicando espacio a familiares directos de Anglona que también desempeñaron un importante papel en la historia de España. Los lectores de esta serie de artículos recordarán una hermana de Anglona de nombre Joaquina –mencionada en los ns. 3, 10, 21 y 23–, la marquesa de Santa Cruz, de la cual publicamos dos retratos: un célebre lienzo de Goya fechado en 1805, en el que aparece de cuerpo entero, tendida sobre su costado derecho y sosteniendo con la mano izquierda un curioso instrumento musical, mezcla de guitarra y lira; 



y una miniatura de 1820, de autoría indeterminada pero espléndida, más formal y carente de las alusiones mitológicas del anterior. 




El hecho de haber sido, de las tres hermanas, la que más atención ha recibido en esta serie de artículos ha obedecido hasta ahora al protagonismo que han tenido dos personas de su entorno más directo: su marido y su hija Inés.
En 1801, en la capilla de la casa de campo de la Alameda de Osuna, Joaquina había contraído matrimonio con el marqués del Viso, José Gabriel de Silva-Bazán y Waldstein. Marqués de Santa Cruz desde 1816, José Gabriel ocupó cargos culturales y políticos de primer orden: director del Museo del Prado, director perpetuo de la Real Academia Española, Mayordomo Mayor de Fernando VII y, como diplomático, embajador en Francia e Inglaterra. Fruto de la unión nacieron un niño, fallecido de forma accidental en 1823, y tres niñas. Una de ellas, Inés de Silva Téllez-Girón, casada con el marqués de Alcañices, fue aquella muchacha de gran belleza por la que su primo hermano el XI duque de Osuna perdió la cabeza e incluso la vida como ya saben los lectores por la conocida obra de Marichalar. También hemos publicado su retrato, una miniatura de Garrois en la que se ve a una muchacha de menos de veinte años, cabello rizado y grandes ojos almendrados. 

                                                                 


            En este caso, sin embargo, la mención de la marquesa de Santa Cruz viene al caso por méritos propios. El 2 de diciembre de 1834 pasa a ocupar importantes cargos palaciegos: preceptora de la reina niña y de su hermana, y Camarera Mayor de Palacio, puestos privilegiados que le permitirán estar en contacto directo con la reina niña y el círculo que la rodeaba. Exceptuado el periodo comprendido entre el 1 de agosto de 1841 y el mismo mes y día de 1843, tiempo en el que deja el cargo por razones políticas, seguirá en él hasta 1847, año en el que obtiene la jubilación del empleo. (Joaquín Ezquerra del Bayo, Retratos de la familia Téllez-Girón, novenos duques de Osuna; Madrid, 1934, pp. 46-47). Morirá en 1851, el mismo año que Anglona. Los dos hermanos debían estar muy unidos como demuestra la manda a su favor que nuestro protagonista incluirá en su testamento. Según Francisco Javier Gutiérrez Núñez, en el documento que recoge sus últimas voluntades Anglona no se olvidará 
“de otorgarle un legado a su hermana Doña Joaquina Téllez Girón, marquesa de Santa Cruz. Pedía que de uno de sus objetos “de cualquier clase”, su hermana tomara el que quisiera y agradara, “en memoria del tierno cariño que siempre le he profesado”. (Extraído de “D. Pedro de Alcántara Téllez Girón y Alfonso Pimentel. Teniente General, Príncipe de Anglona y Marqués de Jabalquinto (1786-1851): Vencedor desde el Estrecho al Pirineo”. Fue leído en las XII Jornadas Nacionales de Historia Militar. Las Guerras en el primer tercio del s. XIX en España y América, celebradas en Sevilla del 8 al 12 de noviembre de 2004).
            La labor de Joaquina como preceptora de la joven reina, declarada mayor de edad con 13 años, huérfana de padre, poco atendida por su madre y, para colmo, casada contra su voluntad con un hombre que no le atraía lo más mínimo, no tuvo que ser nada fácil. De ideología conservadora, se le cita —siempre como la marquesa de Santa Cruz— en todos los manuales de historia de la época isabelina por las palabras que dijo a la joven reina después de que firmara en noviembre de 1843 un decreto de disolución de las Cortes contrario a sus intereses: 
“Vuestra Majestad ha firmado la sentencia de muerte de la Monarquía”. (José María Jover, La era isabelina y el sexenio democrático, Madrid, 2005, p. 564).

(Continuará). 

viernes, 22 de abril de 2016

"Diario de un joven médico", de Mijaíl Bulgákov






BULGÁKOV, Mijaíl, Diario de un joven médico, Madrid, Alianza, 2016; traducción de S. Casanova revisada por Adrià Edo.

           
Se trata de una colección de relatos, nueve exactamente, muy unidos por la temática y las coordenadas espacio-temporales: todos narran, en orden cronológico, las peripecias que sufre entre 1917 y 1919 un joven ucraniano recién licenciado en medicina y destinado a lo que considera el fin del mundo. A pocos conocimientos que uno tenga de la biografía de Bulgákov (1891-1940), llegará a la conclusión del carácter autobiográfico de la mayoría de los relatos, pues el autor debió vivir hechos muy parecidos cuando, recién recibido como médico, fue destinado a una zona rural de la Rusia profunda. Con crudeza, pero de manera atenuada a veces con un encomiable humorismo, Bulgákov pone ante nuestros ojos, alucinados, muchas de las creencias supersticiosas más arraigadas en el sencillo pueblo ruso, y las tensas, y a veces dramáticas, situaciones profesionales a las que el joven e inexperto protagonista tiene que enfrentarse. En realidad, y a poco que uno se para a considerarlo, la lectura de estos cuentos nos reconcilia con el médico rural, ese profesional que, imbuido por una auténtica vocación de hacer el bien, dirigido siempre por el juramento hipocrático, da preferencia al cuidado del enfermo frente a su propia comodidad e incluso seguridad, no dudando en abandonar el calor de su casa para trasladarse a donde sea necesario en medio de las peores condiciones climáticas. Sobre este particular, y aunque sea alejarnos un poco del tema, llamo la atención al lector sobre un monumento dedicado al médico rural que se encuentra en las afueras de Potes (Cantabria), admirable por su oportunidad para este caso, aunque en la realidad del médico ucraniano los traslados fueran en trineo, sepultado por pieles y a unas temperaturas aún peores.
Recién salido de la Universidad como ya he dicho, con el título aún calentito, sin práctica alguna, el joven médico tiene que enfrentarse a casos de amputaciones de piernas, partos con el bebé atravesado, fracturas craneales, todo ello unido a las condiciones de subdesarrollo de la zona donde se encontraba, cerca de la frontera oriental de Bielorusia, donde la luz eléctrica o el Salvarsán eran a esas alturas del siglo adelantos totalmente desconocidos. Tanto es así que para intentar curar los numerosos casos de sífilis a los que tenía que enfrentarse, muchos de ellos en estado ya avanzado, contaba con remedios anteriores al mismísimo Salvarsán, tan ineficaces como podrá imaginarse. El narrador-protagonista, un trasunto de Bulgákov, acostumbrado, por tanto, a la vida en capitales como Kiev y Moscú, ironiza continuamente sobre lo atrasada que está la zona donde se encuentra. Así describe la vida en la capital del distrito donde estaba destinado:
“En una esquina había un policía de carne y hueso, en una vitrina polvorienta se veían confusamente láminas de metal llenas de apretadas filas de pastelillos recubiertos de una crema rojiza, la plaza estaba cubierta de heno, las personas iban a pie o en trineos y conversaban, en un quiosco vendían periódicos moscovitas del día anterior con noticias sensacionales, cerca de allí silbaban los trenes que llegaban de Moscú. En una palabra, era la civilización, Babilonia, la Perspectiva Nevski”. (Pág. 110).


De todos los relatos, el que más impresiona es el titulado “Morfina”, que describe el progresivo deterioro tanto físico como sicológico de un morfinómano, narración muy realista a modo de diario que sólo puede explicarse como fruto de experiencias propias, al alcance, por la fuerza de voluntad que se suponen en un deshabituado, o desenganchado, de muy pocas personas. Realmente, el joven Bulgákov había tenido que recurrir a la morfina para soportar los dolores que le ocasionaron las heridas que sufrió durante el servicio que prestó en la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial, y fue capaz de abandonar su consumo sin mayores problemas, debido, seguramente, a esa tremenda fuerza interior que tienen algunos creadores, capaces de poner su obra y, por lo tanto, la salud necesaria para realizarla, por encima de cualquier otra consideración. Sinceramente, y esta es una opinión totalmente personal, creo que las personas formadas gracias a lecturas escogidas por su calidad —Bulgákov tuvo como autores preferidos en sus años de juventud a Gogol, Pushkin, Dostoyevsky y Dickens— poseen unas capacidades y una fuerza espiritual superiores a la media.
El último de los relatos, “El asesino”, deja al lector totalmente inmerso ya en la guerra civil desatada entre rojos y blancos tras la conocida como Revolución de Octubre, que traerá consigo graves penalidades para los artistas e intelectuales rusos que no pudieron huir del país. A partir de entonces, aunque de manera gradual, se impuso una serie de directivas que obligaba a los creadores a olvidar, por su bien, cualquier expresión artística con visos de influencia occidental, considerada arte burgués, alentando la producción de obras de un aburrido realismo utilitario en el que se ensalzan valores queridos por el Régimen, sobre todo el trabajo, tanto en su versión agrícola como industrial.
La lectura de la biografía de Mijaíl Bulgákov es recomendable para aquellas personas que sienten en su interior la vocación por las letras, y en general la escritura creativa, pero se ven infravalorados. Verán lo que es de verdad no ver reconocida su valía y podrán reírse un rato de su pequeñez, que nunca viene mal. Veamos unas palabras sobre la acogida de sus obras por parte de la crítica rusa:
“Casi todas estas obras fueron censuradas. Algunas de ellas, como Corazón de perro, no tuvieron ninguna posibilidad de ser publicadas ya que presentaban una crítica abierta, muy acertada y no menos divertida —el gran sentido del humor siempre fue uno de los lados más notables de Bulgákov— de la vida cotidiana de los habitantes de Moscú bajo los primeros años del Gobierno comunista. En la carta a Iósif Stalin el escritor hizo inventario de las reseñas sobre su obra en la prensa soviética: halló tres laudatorias; el resto, 298, eran “hostiles e injuriosas”. La obra Los días de los Turbín fue retirada del repertorio teatral tras haber sido representada casi en trescientas ocasiones”. (https://rusopedia.rt.com/personalidades/personalidades_de_cultura/issue_278.html)


  Diario de un joven médico, cuyos relatos vieron la luz en un principio de forma aislada y en publicaciones médicas especializadas, contiene muchos de los rasgos de la literatura rusa que de siempre han atraído la atención de los lectores europeos, las interminables llanuras cubiertas de nieve, las multitudes desheredadas por la fortuna y embrutecidas por el trabajo —tan presentes en obras de Gogol o de Tolstoi—, la lucha de las personas por la supervivencia en un medio completamente hostil, conquistado por el hielo y el lobo, y, por si esto no fuera suficiente atractivo, el amante de la literatura que ya conozca la obra de Bulgákov encontrará, en estado embrionario, todas las grandes virtudes de su estilo, que alcanzarán su máximo desarrollo y perfección en El maestro y Margarita.
En fin, una lectura muy recomendable, imprescindible para quien ame la Literatura, así, con mayúscula.

sábado, 16 de abril de 2016

"El mismo mar de todos los veranos", de Esther Tusquets







A la hora de decidir qué leer existen métodos y caminos muy diferentes. El más recomendable de todos, sin embargo, es dejarse aconsejar por alguien cuyos conocimientos sobre literatura sean creíbles, una persona, normalmente de edad avanzada, que ha tenido la necesidad durante toda su vida de encontrar tiempo para la lectura, y ha leído miles de novelas. Suele ser un lector sin ningún tipo de prejuicio, aunque siempre va a preferir obras de calidad contrastada, las que a mí me gusta denominar “obras corcho”, aquellas que el paso del tiempo no ha condenado al olvido, al hundimiento, la desaparición, y siguen estando presentes en los catálogos de las editoriales a pesar de haber sido publicadas hace décadas, siglos o, incluso, milenios. Así fue como llegué a El mismo mar de todos los veranos, una obra de Esther Tusquets que lleva camino de convertirse en clásico. En este caso, para que se vea lo extraordinariamente complicado que resulta el mundo de la crítica literaria -y más para un simple comentarista de lecturas personales-, su carácter de “obra corcho” viene propiciado también por un rasgo propio que la distingue entre otras muchas: ser la primera novela española que trató de forma abierta, sin tapujos, una relación lésbica. Bien, pues, como aviso para navegantes buscadores de obras pornográficas, debo decir que ese elemento argumental se vuelve algo realmente secundario ante la calidad del texto, producto de la pluma de Tusquets, persona de sensibilidad y cultura extraordinarias. Además, la elección sexual de la protagonista aparece como un componente más de su carácter de mujer independiente, que no quiere que su nacimiento le condicione de ninguna manera.
            Miembro de una familia perteneciente a la alta burguesía catalana, y adscrita, por inclinación y nivel cultural, a ese grupo de artistas y editores conocido como la gauche divine, Esther Tusquets, dueña de la Editorial Lumen, no era una persona que necesitase de los beneficios de sus creaciones literarias para vivir. Hoy día, el tema de la visibilidad de las inclinaciones sexuales no heterosexuales es algo que está muy de moda, que vende, pero en el momento en el que se publicó esta novela, 1978, no lo estaba en absoluto. Resultaría muy ilustrativo reconstruir el impacto que tuvo que suponer en los círculos sociales de la alta burguesía de Barcelona, tan tradicionalista, tan ortodoxa, tan seria y solemne en sus manifestaciones, la publicación de esta novela hace treinta y ocho años, cuando la cerrazón mental era aún mayor que la actual. Además, a lo ya dicho, habría que incluir los pasajes en los que la autora critica de forma abierta la forma de conducirse de los miembros de esta clase social, sobre todo en instituciones como el Liceo de Barcelona, al que dedica unas páginas reveladoras. Valga este breve pasaje para que el lector pueda hacerse una idea (cito por la edición de la trilogía completa: Trilogía del mar, Barcelona, Ediciones B, 2011):

“[En el Liceo] hay muchos elementos de pacotilla, y muchos sucedáneos —¿acaso no es mi clase, la raza enana que construyó este templo, el mero sucedáneo de una raza?—, pero esto a los niños no les importa demasiado, y cuando los abuelos de mis abuelos terminaron este templo, que como todos los templos que levantan los niños —y quién iba a levantar ya templos como no fueran los niños— era un templo consagrado a sí mismos —por más que se adscribiera a sonoras y en este caso musicales divinidades—, como lo habían levantado ellos y era suyo hicieron la más increíble y, sin embargo, la más consecuente de las niñerías: lo distribuyeron entre sí, lo repartieron para ellos y para sus hijos y para los hijos de sus hijos, lo repartieron para la eternidad”. (p. 119).

Sobre otras consideraciones, fue una novela valiente. Y, además, de una calidad literaria indiscutible.  
            El mismo mar de todos los veranos podría considerarse como una novela de maduración, aunque a esta conclusión sólo puede llegarse tras la lectura de las intensas y emocionantes páginas finales. La obra está escrita con un lenguaje sencillo, nada rebuscado, pero, por esa especie de principio de compensación que a veces encontramos en las grandes novelas, sobre todo de carácter introspectivo como esta, su sintaxis es muy elaborada, arbórea, a veces con una línea de la frase casi imposible de seguir a causa de sus muchas ramificaciones, subordinaciones que parecen complacerse en ser excesivas, a la manera de Proust. Dado que esta fue la primera novela de la autora, y que la escribió con más de cuarenta años, da la impresión de que para ella la escritura fue una especie de terapia en la que estaba incluido el desarrollo de un texto en el que no se ahorrase nada, como si necesitase realmente, le fuera vital y, además, placentero, no dejar nada atrás, ni una idea, ni un sentimiento. Indudablemente, la novela posee un gran componente autobiográfico y, dado que forma parte de una trilogía que acabó de escribir en sólo tres años, apostaría lo que fuese a que fue producto de la superación de una gran crisis personal vivida por Tusquets.
            El lector debe saber que estamos ante Literatura con mayúsculas, donde la trama tiene una importancia mínima, pues es casi inexistente, una literatura intimista, introspectiva, analítica, de la memoria, al más puro estilo proustiano. De hecho, las alusiones al autor francés son constantes y en algunas pasajes totalmente explícitas. Tan importantes son los muebles de la casa de la abuela  —todos unidos necesariamente a la reconstrucción de la infancia de la niña desvalida, hiperestésica y falta de amor que fue Tusquets— como son el tacto de las cortinas y el sabor y el olor de la comida, o de las plantas del jardín, todos elementos imprescindibles a los que asirse, puntos de partida para la reconstrucción del recuerdo. Ignoro cuánto hay de inventado o de simplemente recreado en la novela, pero la técnica, llegar al recuerdo partiendo de la sensación, es la misma del autor francés. Igualmente, es muy visible la influencia de obras de autores como Virginia Woolf, de lectura imprescindible para cualquiera que quiera adentrarse un mínimo en el conocimiento de los procesos evolutivos de la novela durante el siglo XX, al mismo nivel que James Joyce, Italo Svevo, Dino Buzzati, Michel Butor, Joseph Heller o Alfred Döblin.
            Un valor de la obra de Tsuquets, que suele estar ausente de las novelas escritas por hombres, es la delicadeza de sus descripciones de los encuentros sexuales consentidos y deseados, que llegan al espíritu del lector de la misma manera que llegaría la poesía, como una lluvia casi incorpórea y refrescante, totalmente alejada de aquellas descripciones explícitas, toscas en su misma torpeza y materialidad.

            Si estas líneas han servido para animar al lector a adentrarse en El mismo mar de los veranos, o a interesarse por la figura de Esther Tusquets, me doy por satisfecho. A veces resulta complicado, y siempre necesario, saber qué leer, que la vida es corta y los libros son muchos.






sábado, 9 de abril de 2016

"Memorias de un vagón de ferrocarril", de Eduardo Zamacois








Eduardo Zamacois, Memorias de un vagón de ferrocarril, Barcelona, Editorial AHR, 1965; 338 páginas.

El pasado mes de diciembre, y mientras exploraba las estanterías de la librería Boteros, me topé con una edición en tapa dura de este delicioso libro de Zamacois. Ese día llevaba en los bolsillos dinero suficiente y no se me pasó por la cabeza hacer un «sinpa», entre otras cosas porque la librería es de mi amigo Dani, siempre he creído en la necesidad de respetar la propiedad privada y tengo ya más de cincuenta años y los pelos grises, una edad y una apariencia impropias de un ladrón de libros. Bromas aparte, aquel día llegué a mi casa y lo dejé en la cola de lecturas futuras. Allí, como aparcado en una vía muerta, ha estado esperando estos meses.
         Al autor lo conocía de oídas, como uno de esos novelistas incansables que ha habido en la historia de la literatura, capaces de escribir más de cuarenta novelas, pero que, debido a esas necesidades materiales que envilecen a menudo las producciones literarias —el público en general prefiere novelas ligeras, que no le hagan pensar mucho, y el autor tiene que comer—, escriben pensando casi únicamente en su sustento y en el de su familia, o «sus familias», como es el caso. La biografía de Zamacois resulta atractiva porque fue un hombre realmente de acción, que amó apasionadamente, viajó de manera incansable y falleció con noventa y ocho años. Del libro, al instante me llamó la atención el croquis del vagón protagonista, que aparece en la página 4, pues me di cuenta de que tenía la misma distribución de los vagones de los trenes de largo recorrido que conocí en mi infancia, con compartimentos para ocho personas, que generalmente no iban llenos y donde, en esos casos, uno podía acomodarse razonablemente.



Los viajes podían resultar interminables sobre aquellas traqueteantes vías férreas, con aquellas paradas eternas en Alcázar de San Juan, donde uno veía, como alucinado, trenes largos como la noche olvidados en inacabables vías muertas. Ahora mismo escribo para todo el mundo, aunque, desde luego, soy consciente de lo difícil que pueden tener comprender cómo eran aquellos trenes y aquellas estaciones los lectores españoles más jóvenes, pues el aspecto y las prestaciones de los trenes han cambiado mucho. Seguro que los lectores de países que han invertido menos en la modernización del ferrocarril no ven esos trenes y esas estaciones tan lejanas en el tiempo. De todas formas, en países como España el tren se ha deshumanizado, de eso no cabe ninguna duda. Ahora, cuando uno puede viajar de Málaga a Barcelona en apenas unas horas, o de Barcelona a París sin necesidad de cambiar de tren o de someter las unidades a una reducción del ancho de los ejes en la frontera —pues ya parece que no tememos que nadie nos invada vía ferrocarril y tenemos el mismo ancho de vía—, uno echa de menos muchas cosas, todas relacionadas con la excelente y reflexiva lentitud con la que se vivía antes.
El croquis en cuestión se refiere a un vagón de primera clase fabricado en Francia que circuló por España en las primeras décadas del siglo XX. Aunque a muchos pueda parecer mentira, los vagones con que se formaban los convoyes de los trenes españoles de largo recorrido de la década de los años sesenta, durante mi infancia, eran parecidísimos, de ahí que al hojear el libro y encontrar el dibujo lo comprara sin dudar, pues inmediatamente acudieron a mi memoria recuerdos y sensaciones de aquellos años.
En esta novela el lector necesita hacer un esfuerzo, mínimo, para transigir con la personificación del vagón, el narrador-protagonista, que desde la primera página se nos presenta como un ser con alma y sentimientos, capaz de percibir, y de entender a la perfección, el mundo de los humanos, y de tener comunicación con el resto de unidades del convoy, tanto vagones como máquinas. Gracias a los cambios de línea a los que el vagón es sometido a lo largo de su vida, el lector se pasea por casi todas las regiones españolas y percibe una amplia panorámica, siempre teniendo como centros las estaciones ferroviarias, de la sociedad española de las primeras décadas del siglo XX. Y no sólo lo hace de las distintas capas de la sociedad, en aquella época muy diferenciadas, sino también del paisaje español. Es aquí, curiosamente y donde menos me lo esperaba, donde se pueden encontrar en esta novela de un autor de supuesta segunda fila páginas inolvidables. España, como sabe cualquiera que haya viajado un mínimo por Europa, aunque sea sin salir de su casa —mirando un mapa del relieve—, es uno de los países más montañosos del continente, característica que dificulta y encarece el trazado de cualquier vía de comunicación. A la descripción del paso del convoy por las zonas más montañosas del Norte, donde el vagón experimenta desde su primer viaje el vértigo de verse suspendido sobre el vacío de los puentes metálicos que salvan ríos y unen montañas, o el pánico de encontrarse de repente metido en un interminable túnel oscuro, se une la descripción de las inacabables llanuras castellanas, vistas con un lirismo y una sobriedad de recursos expresivos que une al autor con sus contemporáneos del 98. Mucho podría decirse, y criticarse, sin embargo, del empleo por parte de Zamacois de palabras descaradamente rebuscadas: «asotilado» (sutilizado), «sitibundo» (sediento), «hadado» (milagroso, mágico), «ratonado» (lleno de ratones), «dicaz» (agudamente mordaz), «inmergido» (sumergido, en el sentido de abismado), etc. Su uso puede deberse a un intento desesperado por ganarse el favor de los críticos, pues publicaba al mismo tiempo que autores de la talla de Valle-Inclán, por poner un ejemplo de autor de expresión muy rica y trabajada pero cuyo trabajo permanece oculto y el texto aparece escrito así de forma natural, sin violencias. Salvando las distancias en todos los órdenes, sobre todo en el ideológico, Zamacois me recuerda los esfuerzos que realizó en ese sentido Aarne Haapakoski, aquel prolífico novelista finlandés que vino a descansar definitivamente en tierras malagueñas, donde nadie es considerado extranjero, y que luchó durante gran parte de su carrera por lograr el aplauso de la crítica, algo, bajo mi punto de vista, que resulta patético e indigno en un autor. Zamacois no llegó nunca a esos extremos, pues era generoso, la vida le sobraba —se le salía por los poros—, y siempre fue consciente de cuál era su lugar en el mundo.
Una de esas descripciones paisajísticas a las que me he referido contiene un pasaje antológico. Se trata de aquel en el que ensalza la existencia de los árboles que bordean los caminos, un texto inspirado por esa proximidad inconsciente y natural que la humanidad debe reconocer sentir por esos seres vivos, tan necesarios y tal olvidados por el «progreso». Está en las páginas 232 y 233. Les dejo con él.

«Entero mi amor lo consagro a los árboles olvidados de la suerte, a los árboles-parias, a los árboles trágicos, que el hombre o la casualidad sembraron al borde de los caminos. Nadie los defiende, nadie los cuida; y ellos, sin embargo, no vegetan egoístamente como los otros, sino que, bondadosos, extienden su ramaje sobre la aridez de la carretera por donde el dolor de la vida del pobre, de la vida del triste, pasa lentamente, y amparan al peregrino y defienden del sol a las bestias cargadas. Nunca pude ver sin emoción esas hileras de árboles que en la sequedad de la planicie castellana derivan hacia el horizonte marcando las ondulaciones de un camino. Parecen marchar tras de un entierro, y en su ramaje ralo, que sombrea a intervalos la ruta polvorienta, hay un ascetismo. ¡Qué tristeza la suya, tan honda! Solos, abandonados, nadie acudirá a levantarlos si el huracán los derriba, ni los desembarazará de la cizaña, ni lavará el polvo calizo que mata su fronda, ni les dará un poco de agua cuando sus raíces, bajo el sol de agosto, mueran de sed. Nadie los defiende. El carretero cortará de ellos la vara que necesita para apalear su ganado, y al pie de su tronco los pastores, en las noches de invierno, encenderán la hoguera con que han de calentarse. Eucaliptus, higueras, álamos erectos, chopos llenos de gracia, acacias plateadas… no merece perdón el ingrato que arranque a vuestro ropaje una sola hoja. Si sois bellos y buenos, si dais hermosura al paisaje y salud al hombre, ¿quién exigirá más de vosotros?...».





lunes, 4 de abril de 2016

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (32)





Dejamos el relato a mediados de noviembre 1835, cuando Pedro de Alcántara Téllez Girón, príncipe de Anglona, era uno de los miembros del “Estamento de Ilustres Próceres”, nombre que recibió en nuestro país la cámara alta desde su creación en 1834 hasta la reforma de 1837. En entregas sucesivas iremos conociendo con cierto detalle el papel que Anglona desempeñó en esta cámara, de la que formará parte durante el resto de su vida exceptuando los años de gobierno progresista comprendidos entre 1837 y 1844. A su muerte, en 1851, ocupaba el cargo de vicepresidente por segunda legislatura consecutiva. En 1835 todavía podía sentarse en el salón de sesiones en compañía de su sobrino el XI duque de Osuna, el hermano mayor de Mariano fallecido en 1844, y enfrascarse en discusiones políticas con líderes progresistas como Mendizábal, recién nombrado presidente del Consejo de Ministros. Vamos a dejarlo allí y a retroceder un poco en el tiempo para dedicar algo de espacio, siempre menos del que merece, a la muerte de su madre, la célebre María Josefa, condesa-duquesa de Benavente y viuda del IX duque de Osuna. 
            Recordará el lector que en la entrega número 30 copiamos el contenido de la lápida que protege sus restos en el Panteón Ducal de la Colegiata de Osuna. Es el siguiente:

“Aquí yace la Excma. Sra. Dª. María Josefa Alonso Pimentel, condesa duquesa de Benavente, Gandía, Béjar y Arcos, viuda del Excmo. Sr. D. Pedro de Alcántara Téllez Girón, 9º duque de Osuna. Falleció en Madrid a 5 de octubre de 1834 y fue trasladada a este Panteón en 17 de Abril de 1849. R.I.P.”

La fecha de su muerte contenida en la lápida es la misma que recoge la condesa de Yebes en la página 286 de su obra La condesa-duquesa de Benavente. Una vida en unas cartas (Madrid, 1955). Sin embargo, en la página 55 de su célebre libro Riesgo y ventura del duque de Osuna (Madrid, 1959), Antonio Marichalar parece cometer un error al escribir 1833, pues el año 1834, reflejado tanto en la lápida como en la obra de Yebes, debe ser el acertado al acudir en su confirmación otras evidencias fiables, como, por ejemplo, la ficha referenciada con el número 328 de la sección “Documentos del Archivo de Rodríguez Marín” del ARCHIVO MUNICIPAL DE OSUNA, cuyo contenido, copiado a la letra, es el siguiente:

“Papeles de la testamentaría de la Condesa de Benavente, Doña María Josefa Pimentel, fallecida el 5 de Octubre de 1834 = Hay borradores de inventarios de bienes muebles, entre ellos de retratos y grabados =”.

En cuanto a la causa de su muerte, sabemos que durante el verano y el otoño de aquel año muchas poblaciones europeas, Madrid incluida, sufrieron una importante epidemia de cólera, pero no parece ser ese el motivo, al menos no hay constancia de ello. Su muerte llegó, sencillamente, porque tenía ochenta y tres años y a todos nos llega tarde o temprano. Al fin y al cabo, aun siendo condesa-duquesa de Benavente, duquesa de Arcos, de Béjar, de Gandía, etc., había padecido los mismos sufrimientos que conlleva la condición de madre, ya sea esta una humilde mujer del más humilde de los barrios o, como en este caso, la cabeza visible de una de las familias del país más favorecidas por la fortuna. Esto, que parece una perogrullada, no lo es tanto en su caso, pues, a pesar de contar con cientos de empleados domésticos, fue una mujer que se ocupó de sus hijos de manera física, cercana, cálida, afirmación que se apoya en las innumerables pruebas de ello que contiene su correspondencia privada y que la condesa de Yebes usó como materia prima para escribir su obra antes mencionada. En ella hace referencia a hechos notables de su vida ya divulgados, como la labor de mecenazgo que ejerció con pintores (Goya), escritores (Tomás Iriarte) y músicos (Mercadante, Boccherini o el mismísimo Haydn), todos de primera fila, y a otros que no llaman tanto la atención quizá por ser propios de cualquier madre, por no parecer extraordinarios. Para mí, sin embargo, lo son. Han de serlo si tenemos en cuenta la increíble actividad social que llevó a cabo durante toda su vida y la atención constante que prestó a todos los miembros de la familia. Quizá la intranquilidad que sentía por los suyos en aquellos convulsos años de la Regencia de María Cristina, de gran agitación y enfrentamiento social, precipitó el final de sus días.
(Continuará).