martes, 17 de abril de 2018

«Acreedores. La más fuerte», de August Strindberg




El autor alrededor de 1880
(famousbirthdays.com)

August Strindberg, Acreedores. La más fuerte, Madrid, Alianza Editorial, 2017. (Fordringsägare. Den Starkare, traducción y prólogo de Francisco J. Uriz)

Dos dramas escritos en 1888, el segundo de corta extensión —apenas unas páginas—, e inspirados por el amor y la inseguridad que suele sentir el miembro más sensible de la pareja. Ambos transcurren en lugares públicos un poco solitarios —una sala de un balneario y «el rincón de un café para señoras»— y apenas aparecen esbozados por el autor en las acotaciones. El segundo tiene forma de monólogo y posee un dramatismo tan concentrado que en cuestión de minutos el lector/espectador asiste a una terrible, pero muy creíble, transformación del alma del personaje. El primero, más dilatado, más clásico en su concepción, tiene como tema la venganza de un ex marido despechado y el segundo el hallazgo de la idea, la iluminación, la comprensión de lo que realmente sucede en su relación amorosa al que llega la protagonista en presencia de su rival, que permanece muda todo el tiempo. En ambos casos el autor juega con un triángulo amoroso y con el tormento de los celos.
Su lectura es apasionante.

domingo, 15 de abril de 2018

«Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica)», de Ramón Gaya



Autorretrato, 1994 (museoramongaya.es)

Ramón Gaya, Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica), Valencia, Pre-textos, 2001, 58 páginas.

            Se trata de un ensayo redactado por el autor murciano en Roma en 1975 y editado en España en 1996; ignoro si había sido editado antes.
He disfrutado con esta lectura, apenas sesenta páginas, como un niño en una feria. Don Ramón Gaya, le pongo el don aunque dudo que a él le gustara, demuestra en este texto una penetración realmente admirable, capaz de dar forma a las intuiciones que alguna vez hemos tenido los demás, simples mortales. El texto, escrito con una prosa cuidada, muy rítmica, da a los críticos de arte un rapapolvo con el que se puede disfrutar muchísimo. No es mi intención hablar desde un punto de vista personal sobre el asunto pero, la verdad, no me queda otra.  
Desde que tengo memoria, manos y ojos he dedicado parte de mi tiempo a intentar expresarme y he admirado a los que también lo hacen por pura necesidad. Es como si tuvieran dentro un ente, invisible por supuesto, poseedor de una fuerza infinitamente mayor que la suya que les obliga a dar forma a algo. Son simples vehículos de esa potencia casi sobrenatural. Esta es una idea muy antigua, relacionada desde hace milenios con la inspiración y el mundo de las musas. Gaya va mucho más allá y menciona al creador como vehículo involuntario de esa fuerza, elegido por ella entre el resto de personas, todos creadores potenciales. Todos menos los críticos.
Siempre que creamos algo hay alguien más o menos cerca de nosotros que le pone un pero, que lo analiza, lo pesa, lo mide, que intenta explicarlo, que le busca defectos, etiquetas, que lo encasilla. Algunas de esas personas llegan a encontrar en la actividad crítica su forma de vida y se convierten en personajes poderosos porque hay muchos que siguen sus opiniones, que los leen, que los escuchan. En realidad los críticos son seres ridículos, en el fondo creadores frustrados, que descargan en los creadores, criaturas aladas que no pisan el suelo por el que pasan de tan etéreas y a veces débiles, la malignidad generada por esa frustración. Bien. No es de recibo, suena petulante, que yo me considere incluido en el grupo de los elegidos, de los creadores, pero de hecho es lo que hago desde siempre. Y conste que soy consciente de que me comporto un poco como crítico cuando escribo estos comentarios sobre lecturas pero poseo una faceta creadora mucho más fuerte que esta, la de escritor de obras de ficción, de la que me siento mucho más orgulloso. Gaya, por cierto —debo puntualizarlo—, no centra el análisis del libro tanto sobre el crítico como sobre la Crítica, sobre la existencia misma de una actividad que según él ya nace hueca y alejada del genuino proceso creativo. El crítico es una persona que se declara entendido, que dice entender, pero resulta incapaz de comprender. Su mismo afán de analizar, de juzgar, le impide un verdadero disfrute de la obra de arte.
Ramón Gaya considera los tratados de historia del arte mamotretos ilegibles que se producen por acumulación y a los que nadie parece capaz de replicar (él sí lo hace, claro). Así, le parece que sobran en ellos las obras de Poussin o dos famosísimas obras de Manet —Olimpia y Le déjeuner sur l’herbe—, «obras cumbres de la mixtificación, de la suplantación» (pág. 38). También reprocha, y ahí no puedo estar más de acuerdo con él, la fama y la atención dedicada a obras como La venus de Milo y, sobre todo, la Gioconda, y la menor atención dedicada a otras de mayor mérito.
El texto posee mucha más profundidad y muchas otros hallazgos que me dejo en el tintero. Y aunque me comporte como un crítico, muy satisfecho en este caso, recomiendo encarecidamente su lectura.       

viernes, 13 de abril de 2018

«La leyenda del Santo Bebedor», de Joseph Roth



El autor en 1926

Joseph Roth, La leyenda del Santo Bebedor, Barcelona, Anagrama, 2018 (12ª ed.; la 1ª es de 1981); 92 páginas. [Die Legende vom heiligen Trinker, 1939; traducción de Michael Faber-Kaiser].

Delicioso relato, lleno de ternura hacia los débiles. El protagonista es Andreas, un clochard originario de la Silesia polaca. La acción transcurre en París a comienzos de la primavera de 1934, cuando la ciudad está llena de personas muy afectadas por la crisis económica y empieza a acoger a huidos de la persecución nazi. Se aproximaban tiempos terribles que Roth no llegó a conocer.
Golpeado hasta la fecha muy duramente por la vida, Andreas ve cómo una serie de hechos afortunados, aparentes milagros, están a punto de sacarlo a flote, de devolverlo a la parte ‘bien pensante’ y laboriosa de la sociedad, pero su misma generosidad y su afición a la bebida le devuelven una y otra vez al lugar del que no puede salir. Incapaz de hacer mal a nadie, vive libre de convencionalismos y esclavitudes sociales, dedicado solo a sobrevivir con la ayuda de sus colegas. Como repite a menudo el narrador, lleva la vida que solo los pobres y los bebedores llevan.
La obra parece iniciar una necesaria tradición literaria de mirada humana hacia las personas sin hogar, de comprensión de sus vidas al margen de lo establecido por los poderes fácticos. Detrás de Roth vendrán otros muchos en la misma línea, seguro, pero a mí solo me viene ahora a la mente Cortázar. Los clochards son personas a menudo mal olientes, en ocasiones temibles, pero parecen poseedoras de un coraje que les permite vivir una vida libre de tantas imposiciones absurdas. Y Roth, que había tenido que huir de Alemania y disfrutaba de la bebida, se identifica con ellos, es en realidad uno de ellos al menos en espíritu.
Escrito con un estilo sencillo y directo, el relato va precedido de un prólogo de Carlos Barral en el que defiende con calor el consumo de alcohol y expresa la desconfianza que siente hacia los abstemios totales por convicción. No es el único.

jueves, 12 de abril de 2018

«El zafarrancho aquel de via Merulana», de Carlo Emilio Gadda





Carlo Emilio Gadda, El zafarrancho aquel de via Merulana, Barcelona, Seix Barral, 2004, 366 páginas. [Quer pasticciaccio brutto de via Merulana, 1957; traducción de Juan Román Masoliver].

            Si la labor del traductor resulta imprescindible para adentrarnos en novelas escritas en idiomas que no conocemos, o no dominamos, en este caso habría incluso que rotular con su nombre alguna calle importante si es que aún no existe. Juan Ramón Masoliver realizó con Gadda una labor pareja a la de Pedro Salinas con Proust, José María Valverde con Joyce o Javier Marías con Sterne. Colosal. Y no exagero.
            No sé qué tienen los ingenieros que escriben novelas de tanta complicación formal. Imposible no recordar a Juan Benet al leer a Gadda. Tiene que haber muchos ejemplos más pero a mí se me escapan. El caso es que El zafarrancho aquel de via Merualana está redactado con el lenguaje más enrevesado que pueda imaginarse. Gadda recoge el habla de la calle, de los romanos más humildes, de los desfavorecidos. Truhanes, busconas, vendedores ambulantes, curanderas, todos hablan como saben, solo usan un registro, y el escritor, que sí domina otros, y aún otros idiomas, entrevera con aquéllos pasajes escritos en un lenguaje barroco repleto de bellos cultismos latinos, a veces de sintaxis de periodos generosos, tan abundantes en la subordinación que podrían haber sido escritos por el Sánchez Ferlosio de El testimonio de Yarfoz.
            La lectura de Gadda no es cómoda por las exigencias léxicas. Uno, ignorante, puede suponer que posee vocabulario hasta que lee esta novela. De ahí que la labor del traductor sea realmente admirable.
            El zafarrancho aquel de via Merulana relata la pesquisa llevada a cabo para aclarar unos delitos cometidos en un domicilio romano. Son los últimos días del invierno de 1927. De la mano del autor, el lector se sumerge en las bulliciosas calles de la Roma fascista —intenten imaginar cómo eran—, en sus mercados, en sus tabernas del extrarradio, lugares frecuentados por hombres facinerosos y mujeres de carácter a las que la vida trató mal desde el principio y en la que ellas intentan desenvolverse con el menor daño posible. Como otros muchos intelectuales, Gadda parece sentirse atraído por los bajos fondos, por los delincuentes, por los fuera de la ley, cumpliéndose con ello una constante muy llamativa. 
          En definitiva, una novela para lectores exigentes amantes del conocimiento de la historia italiana del siglo XX.