sábado, 30 de junio de 2018

Ángela y «La isla mínima»




Fotografía de Atín Aya, de su trabajo Marismas del Guadalquivir

Joaquín Aya Abaurre (1955-2007), más conocido como Atín Aya, era un sevillano licenciado en Ciencias de la Educación y en Psicología pero, sobre todo, era fotoperiodista y persona. Persona de una gran sensibilidad. Dejó miles de imágenes de esos hombres y mujeres cuyos nombres y apellidos no suelen pasar a los libros de historia, las personas anónimas que construyen día a día el edificio de la vida de las aldeas, los pueblos y las ciudades. Son fotografías donde Aya estudia la distribución de  objetos y volúmenes como si se tratase de cuadros, y donde la luz juega un papel esencial. Fotografías en blanco y negro, por supuesto. Si Atín Aya paseaba por Sevilla, fotografiaba al mendigo, al músico callejero, a la carbonera, a la más humilde kiosquera. Si se movía por las Marismas del Guadalquivir, fotografiaba al cazador, al segador, al pastor, al pescador y también, cómo no, esos inmensos paisajes marismeños, donde la horizontalidad condiciona irremediablemente cualquier composición fotográfica. Y Alberto Rodríguez, director de cine sevillano, enamorado de estas fotografías marismeñas de Atín Aya, ha querido tributar un homenaje a su autor dedicándole todo un largometraje, inspirándose en su obra para filmar una película de cine negro con sabor, paisaje, alma y espíritu andaluces, una película que ha resultado una verdadera obra de arte y en la cual, mire usted por dónde, tiene un papel Ángela Vega, ursaonense, cuya mirada, profunda y escrutadora, llena por completo la pantalla, atraviesa los cuerpos y logra desvelar los secretos más íntimos de las personas. Señora de su isla flotante, Ángela desempeña un papel corto, pero crucial, en la historia.
Cuando tengan tiempo, y si todavía no lo han hecho, háganse un favor: vean esta película y procuren no perderse un detalle. Los planos cenitales del principio, alucinados y alucinantes, geniales, altísimos, nos muestran unas perspectivas totalmente nuevas de las marismas. Son planos que muestran la pequeñez y la debilidad de la gran mayoría de los personajes, enfrentados a una existencia cruda y problemática. Esos planos están inspirados en la obra del fotógrafo onubense Héctor Garrido.
¡Ah, por cierto!: la Isla Mínima existe, pasé por ella hace un par de días, cerca de los Palacios, volviendo de Cádiz. Mientras conducía, vi algo. Mari Carmen iba dormida y no quise despertarla, pero estaban ahí, muy cerca de la carretera, los distinguí perfectamente: dos hombres oscuros caminaban hacia la inmensidad de la marisma con sendos sacos a la espalda. A saber lo que llevaban.

(Publicado en El Pespunte el 4 de octubre de 2014).

martes, 26 de junio de 2018

«El violín de Rothschild y otros relatos», de Antón Chéjov



Chéjov en 1897

CHÉJOV, Antón, El violín de Rothschild y otros relatos, Madrid, Alianza Editorial, 2017 (2ª ed.); 219 páginas. Nota preliminar y traducción de Juan López-Morillas.

            Se trata de doce relatos escritos por Chéjov (1860-1904) entre 1886 y 1902. Aparecen por orden temporal de escritura. La acción de la gran mayoría transcurre en pueblos pequeños, incluso aldeas, donde el tiempo parece haberse detenido y las novedades llegan tarde y mal. Los principales protagonistas son personas débiles, inadaptadas o faltas de amor. Las mujeres y los niños están contemplados con mirada sensible, atenta siempre a resaltar su situación de desamparo. Es Rusia. La Rusia de los últimos años del Imperio Zarista, donde los hombres están alcoholizados, o viven envueltos en fatua vanidad, mientras las mujeres viven a su sombra, a menudo en estado de invisibilidad o simplemente servil, cuando ellas son las verdaderamente valiosas para la sociedad («Gente de calidad»); la Rusia de los templos de cúpulas doradas abarrotados de fieles muy creyentes, que deambulan oscuros entre miles de humeantes velas y se humillan ante un hombre viejo, de larga barba canosa, un viejo que se siente solo y es infeliz («El Obispo»); la Rusia de inacabables caminos nevados por los que se mueven en trineo viajeros sepultados bajos montañas de pieles y, finalmente, obligados a hacer noche en ventas incómodas e insalubres («En camino»); la Rusia de mujeres que solo tienen para dar amor y a menudo son víctima de la brutalidad y el engaño de los hombres («La corista»). Podría seguir hasta referirme a todos los relatos, pero creo que no es necesario. Todos ellos hablan de Rusia, sí, pero plantean problemas morales y describen situaciones que son universales, propias de cualquier época y lugar. Con el paso de los años se advierte un menor sentido del humor en los relatos, como si la proximidad de la muerte le hiciera al autor mirar las cosas de manera más triste y reflexiva, cuando ya la sombra de la noche eterna lo oscurece todo.

martes, 19 de junio de 2018

«Respiración artificial», de Ricardo Piglia



El autor sobre la treintena
(magicasruinas.com.ar)

Ricardo Piglia, Respiración artificial, Barcelona, Debolsillo, 2017.

            Novela publicada en Argentina en 1980. Cuenta los intentos de acercamiento de un joven novelista a un tío suyo escritor, personaje misterioso, escurridizo y de mala reputación. Este, a su vez, investiga desde hace años la vida de otro familiar, un personaje de la época del dictador Rosas, Enrique Ossorio, ficticio, por supuesto.  
            La novela está dividida en dos partes. La primera, más novelesca según lo que entendemos como novela —un género que no veo fácil de definir—, relata episodios de la vida de los tres personajes citados. En ella se hacen profundas observaciones sobre la radical importancia de la historia y la necesidad de tenerla presente para entender nuestra existencia. Se leen infinidad de frases antológicas sobre ella, la pasión, la búsqueda de la verdad y la escritura como elementos inseparables. En la segunda parte el centro de la acción se traslada de Buenos Aires a Concordia, donde se supone que el muchacho va a poder encontrarse con su tío. Aquí la técnica narrativa cambia. Si en la primera los cambios de punto de vista entre los tres personajes mencionados eran constantes, en la segunda predominan dos: los del sobrino (Renzi) y de un emigrado polaco de vida y personalidad realmente apabullantes (Tardewski), un hombre que ha buscado el fracaso casi desde que tiene uso de razón, que estaba llamado a hacer grandes cosas en el mundo académico pero ha preferido siempre, de manera inconsciente al principio —luego tiene su epifanía particular—, renunciar a ese futuro prometedor para ser solo él. Esta segunda parte resulta interesantísima para el amante de la literatura y de la filosofía por el número de observaciones que atesora sobre autores muy conocidos. De manera dialogada, al estilo de los antiguos maestros, los dos personajes exponen sus teorías sobre la historia de la literatura argentina (Hernández, Sarmiento, Lugones, Arlt, Borges, Bioy, etc.) y sobre la evolución de la filosofía occidental en el siglo XX. Aquí resultan llamativos los ataques que realiza a Ortega y Gasset y a García Morente, a los que no ve como ejemplos de nada —los llama asnos—, y el relato que hace en las páginas finales del encuentro, ficticio, por supuesto, más que encuentro convivencia, que hubo en Praga en 1910 entre un desconocido Adolf Hitler, que había huido de Austria para evitar su entrada en el ejército, y un joven Frank Kafka, que se sentirá impresionadísimo por la brutalidad de las teorías supremacistas del primero y, visionario, expondrá en sus libros la impotencia que le aguarda a la persona de principios humanitarios. Toda esa historia está relatada con tal verosimilitud que uno puede creer seriamente todo lo que está leyendo. La segunda parte contiene pasajes dialogados en los que la sintaxis, de puntuación obsesiva, medida al milímetro, llega a ser realmente llamativa por el uso de las comas, con un gusto especial por el juego rítmico. Contiene también un relato interpolado, interpolado a su vez en otro, de gran ternura y ejemplaridad de la bajeza a la que son capaces de llegar los escritorzuelos. Tardewski cuenta el relato que a un tal Marconi, una especie de héroe literario local de Concordia, poeta resabiado, le contó una mujer aspirante a escritora. Durante unas páginas oímos (leemos) un relato contenido en un relato contenido en un relato. Es maravilloso, un juego de muñecas rusas. Cuestiones técnicas aparte, esta peculiar construcción narrativa tiene como fin explicar cómo el tal Marconi, solo por envidia y miedo a perder su lugar preeminente entre los literatos locales, arruina la prometedora carrera literaria de la mujer, poseedora de un talento literario extraordinario pero muy insegura, dependiente de la opinión ajena. Son unas páginas antológicas. Y, por desgracia, realistas.    

viernes, 8 de junio de 2018

«Tokio blues. Norwegian Wood», Haruki Murakami



El autor, un melómano (leedor.com)

Haruki Murakami, Tokio Blues «Norwegian Wood», Barcelona, Tusquets, 2018. Traducción del japonés de Lourdes Porta.

Publicada en lengua original en 1987, esta novela cuenta una parte del proceso de maduración de un personaje ficticio, Tōro Watanabe, que a poco que uno lea la biografía de Murakami descubre que es una recreación de él mismo, y las andanzas de Watanabe una recreación de las suyas.
La acción transcurre principalmente en Tokio y en el bienio 1968-1970, pero el relato comienza diecisiete años después. El narrador protagonista escucha por los altavoces de un avión que acaba de aterrizar en Hamburgo una mala versión de Norwegian Wood —las alusiones a los Beatles son constantes durante toda la novela— y, al modo proustiano —una sensación que despierta un recuerdo—, rememora esos años tan difíciles de adolescencia. Su vida, como las de tantos hombres en esa edad pletórica de fuerza pero muy escasa en experiencias, gira solo alrededor del sexo y de él mismo. Watanabe sufre su particular bajada a los infiernos y su redención gracias al consejo de una persona más experta, una mujer.
El mayor mérito de la obra está en su propia naturaleza. Se trata, según parece, de un relato inspirado directamente en la vida del autor, narraciones, las de este tipo, que suelen ser de más calidad por la veracidad con las que están contadas. Uno puede escribir, por ejemplo, una novela histórica ambientada en la corte de Luis XVI y María Antonieta, pasearse por las calles del París de la Convención, encontrarse entre la muchedumbre que asiste a las decapitaciones de los monarcas y todo eso. Eso está muy bien pero, en realidad, por mucho que uno se documente sobre la época, son hechos no vividos. Ese relato nunca va a tener el mismo grado de verosimilitud, y la misma garra, que si uno novela sus excesos amoroso-sentimentales durante la primera juventud, o las decepciones y las aceptaciones de su madurez, cualquier cosa vivida de verdad en primera persona. Me ha gustado también el realismo de las descripciones de los encuentros sexuales, a menudo llenas de romanticismo y al mismo tiempo muy excitantes. La banda sonora de la novela, la tiene, está formada por autores de culto, desde Bach hasta Thelonious Monk y Antonio Carlos Jobim. A destacar el relato interpolado de las penurias sentimentales de Reiko, más o menos a mitad de la novela.
            En cuanto a los aspectos negativos, resulta insufrible, al menos durante las cien primeras páginas —hasta que uno se acostumbra—, la minuciosidad del relato y la descripción de los actos pequeños, menores, secundarios, sin trascendencia alguna en la historia. No sé si ese amor por el detalle se debe al carácter del autor o debo pensar que es una tendencia a llenar páginas porque sí. Murakami lo CUENTA ABSOLUTAMENTE TODO.
En cuanto al lenguaje, resulta asequible para cualquier lector: oraciones cortas, poca subordinación y un léxico bastante llano. Se trata de un superventas.