sábado, 1 de noviembre de 2014

Dentro del armario



(Relato escrito en 1990 tras un atracón de inocencia y realidad).

En aquella época de nuestra vida, hace unos quince años, todos los del grupo rondábamos los dieciséis o los diecisiete. Formábamos una pandilla un tanto dispar en cuanto a gustos y planteamientos de vida; lo único que nos unía era una gran vitalidad y unos tremendos deseos de tener experiencias nuevas, dos de las circunstancias que pueden poner en peligro la felicidad del adolescente.
Pedro, el mayor de todos y el líder indiscutible del grupo, era un gran vicioso del juego, un ludópata según la terminología actual, y un don Juan incorregible. Para demostrar su currículo como seductor, guardaba como oro en paño un gran fajo de cartas perfumadas, la mayoría de ellas llenas de palabras de sincero amor y de dolorosa incomprensión respecto a sus sentimientos, ausentes en la gran mayoría de sus relaciones. Lo sé porque no tenía ningún reparo en que las leyéramos e, incluso, nos animaba a hacerlo; yo, a veces, caía en la tentación y, con una curiosidad tal vez malsana, espiaba la dulce intimidad de aquellas mujeres. Pedro tenía siempre una "novia formal", generalmente muy guapa, cuya compañía simultaneaba con las de muchachas de una sola noche que captaba en discotecas de otros pueblos. La discreción le llevaba a buscarlas en lugares donde no fuera conocido; "si no eres casto, al menos se cauto", dice el refrán. Cuando, por probar, echaba el anzuelo en su pueblo y picaba alguna, desaparecía rumbo a una de las localidades vecinas en el coche de su hermano mayor, un Citröen gigantesco de los que ya sólo se ven en las concentraciones de coches antiguos o en las películas de Luis de Funes, de esos que llamaban tiburones y parecían barcos en vez de automóviles. Tuvo suerte: nunca lo paró la policía. Otras veces, cuando no se lo podía coger o se iba solo, viajaba en su ciclomotor y, montado en él, llegaba a la discoteca o el pub en cuestión. Una de sus "hazañas" que ayuda a entender mejor la consideración que tenía con las mujeres la realizó en este vehículo. Ligó en una discoteca y se fue con la muchacha a un oscuro lugar de las afueras. Allí se despachó más o menos rápido y, después de decirle que era una puta y no merecía volver a montarse en su moto, la dejó sola y ella se tuvo que volver andando. Él contaba esta "hazaña" entre risas y vanagloriándose de lo bien que sabía tratar a las mujeres. Nunca conseguí entender por qué él se consideraba menos puto que ella si no era por una malformación cultural que lo acompañaría toda la vida.
Aquí vienen muy a propósito estos célebres versos de sor Juana Inés de la Cruz:
               
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis [.]

Aunque fueron escritos en el siglo XVII aún son perfectamente aplicables a muchos hombres, sobre todo a los de zonas rurales que han asimilado sin el menor problema la educación más tradicional.
Otro miembro importante de la pandilla era Alberto, una de las personas con más sentido del humor que he conocido y un juerguista nato, capaz de estar de fiesta durante días sin mostrar el menor asomo de cansancio. Iba siempre acompañando a mujeres pero, debido a su poca formalidad y a la incapacidad que tenía para comprometerse lo más mínimo, nunca llegaba a tener una relación duradera. Lo de Mónica, la única mujer con la que estuvo dispuesto a comprometerse, vino mucho más tarde, cuando ya teníamos veintitantos. Pero en aquella época éramos todavía muchachos y no teníamos ningún deseo de complicarnos la vida. Alberto era capaz de estar hablando varios días seguidos sin decir nada de verdadera sustancia. Entendía absolutamente de todo y esto le llevaba a intervenir en cualquier conversación, ya tratase de la muerte de Carrero Blanco o de la subida del café, que, de la noche a la mañana, había pasado a costar la astronómica cifra de quince pesetas la taza. En cuanto a su economía, iba tirando gracias a los numerosos trabajos que le salían y de los que, invariablemente, se despedía al cobrar el primer sueldo. Acto seguido se pasaba unos días despilfarrando el dinero en juergas y comilonas; cuando se volvía a encontrar sin blanca aceptaba el primer trabajo que le ofrecieran y acababa repitiendo la misma operación. Vivía al día y era feliz así.
Siempre me he preguntado por qué elegí estos amigos y no otros que fueran más acordes con mi forma de sentir y ver la vida. La respuesta la encontré precisamente en mi afán adolescente de rebelarme contra el círculo familiar en el que había crecido, un grupo de personas de costumbres moderadas entre las cuales no iba a encontrar las emociones que buscaba en aquellos años de inexperiencia absoluta y afán de conocimientos de todo tipo. Así que allí estaba yo, recién salido del huevo, en medio de aquellos vividores que me daban cien mil vueltas en todo lo que no fuera latín o geografía.
El último de los integrantes de aquel grupo de notables era Leonardo. Su importancia no radicaba tanto en sus dotes personales como en el hecho de tener una madre que había puesto a su disposición una casa donde pudiera vivir lejos del padre, un hombre de muy malas pulgas con quien no era posible convivir con un mínimo de tranquilidad. Esta casa, medianamente amueblada, se convirtió en nuestro lugar de reunión y también en casino y picadero. Allí tuvimos casi todos la primera experiencia sexual con coito incluido, fumamos los primeros porros y, en general, cometimos por primera vez los "pecados" que llevábamos tantos años queriendo cometer.
Recuerdo la habitación donde se jugaba al póker como si la estuviera viendo ahora mismo. Era pequeña, pero bastaba para contener una mesa cuadrada y cuatro sillas, el mobiliario imprescindible. Estaba situada junto a un patio interior, aunque su abundante luz natural importaba muy poco a los jugadores, que siempre organizaban las timbas por la noche. No querían mirones alrededor de la mesa y, por eso, todos, menos Pedro --el organizador y el único de nosotros que jugaba--, nos manteníamos a una prudente y respetuosa distancia de la habitación. Sin embargo, nadie podía impedir que mirásemos de reojo a la mesa cuando pasábamos por la puerta: nuestro tahúr estaba rodeado de hombres que podían ser nuestros padres y billetes de mil en unas cantidades difíciles de determinar, aunque siempre rondando una cifra perfectamente desproporcionada a nuestra edad y nuestras posibilidades económicas. No así a las de Pedro, que sacaba el dinero para jugar de alguna fuente que nunca llegamos a descubrir.
La otra habitación importante de la casa era el "dormitorio" que habíamos arreglado para nuestros encuentros amoroso-sexuales, más bien sexuales a secas en la mayoría de los casos. Estaba en el piso superior. Sus muebles eran una vieja cama de matrimonio, dos mesitas de noche a juego con ella y un armario ropero, enorme y casi vacío, situado a la izquierda de la cama y mirando hacia ella; en él sólo se guardaban un par de juegos de sábanas y algunas mantas que sólo usaba Leonardo, el único de nosotros que alguna vez dormía allí. En este armario pasé la media hora más larga de mi vida.
Estaba una tarde solo en la casa; llevaría allí unos diez minutos. Brujuleaba por las habitaciones sin otra ocupación que dejar pasar las horas hasta que dieran las ocho; entonces  podría volver a casa de mis padres como siempre, con los libros bajo el brazo y cara de estudiante responsable. De repente oí el inconfundible sonido de la cerradura que abría la puerta de la calle y las voces de un hombre que parecía Pedro y de una mujer que no me era familiar. En ese momento estaba en el dormitorio y venían derechos hacia él. Ya subían por la escalera. Para no estropearles el plan, no vi otra salida que esconderme en el armario. Abrí la puerta y... ¡me encontré a Alberto metido allí dentro! Se puso el dedo en la boca para rogarme que guardara  silencio y me indicó con gestos rápidos que me pusiera a su lado. Cerré la puerta sin hacer ruido.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté al oído.
—Cállate si no quieres estropearlo todo. Luego te explico.
Lo miré sin comprender nada y me acomodé como pude en el armario, el escondite más tópico, pero cierto —por estar más a mano—, para todos los líos de alcoba. Acto seguido imité a Alberto, que ya se había puesto a mirar por alguna de las muchas rendijas que tenían las puertas.
Entraron en la habitación. La muchacha, a la que conocía de vista, era joven y bastante exuberante, de esas que llaman la atención por el tamaño y la firmeza de sus pechos y lo prominente de su trasero. Empezaron a besarse y a desnudarse mutuamente. Me negué a seguir mirando. Me sentía muy mal, confuso y avergonzado. Cerré los ojos. Volví a abrirlos. Empecé a comerme las uñas. Cuando ya no me quedaba ninguna sana y no tenía ni idea de lo que hacer, empecé a ponerme realmente nervioso y acabé mirando por una de las rendijas: Pedro, medio desnudo, estaba tendido boca arriba, y la muchacha, completamente desnuda, estaba de rodillas y a horcajadas sobre él, moviendo las caderas de una forma que yo aún no conocía. Tenía el cuello flexionado hacia atrás —como si mirase hacia el techo—, los ojos entornados, las mejillas coloradas, los senos erectos, la espalda arqueada, las palmas de las manos apoyadas en el pecho del hombre y, de vez en cuando, mientras se movía a un ritmo marcado por ella, dejaba escapar pequeños gemidos de placer.
Mi primera reacción fue de lógica animal —tener una erección— y la segunda de lógica más humana: dos lagrimones surcaron mis mejillas y, silenciosos, acabaron perdiéndose entre los pliegues de las mantas. Ya os podéis imaginar lo que estaba haciendo Alberto, que no tenía ningún tipo de escrúpulo y sabía muy bien a lo que había venido.
Al rato dejaron de oírse los hierros de aquel viejo somier y empecé a oler a tabaco rubio.
—Tengo que irme. Mi abuela está mala y no quiero faltar mucho tiempo de mi casa. Me da pena... ¡he estado tan a gusto contigo!
Pedro, como la mayoría de los hombres que he conocido, no daba tanta importancia al "después" como le saben dar las mujeres; vio el cielo abierto y no opuso resistencia alguna. Ella empezó a vestirse y él aprovechó el momento para hacer un silencioso corte de manga en dirección al armario. Entonces empecé a comprender.
—¿Me acompañas a mi casa?
—Bueno, pero sal tú primero. A ninguno de los dos nos conviene que nos vean salir juntos. Ahora voy yo; espérame en la plaza.
—Bueno, pero tarda poquito.
Nada más oírse el sonido de la puerta de la calle al cerrarse, Pedro, eufórico, se volvió  hacia el armario:
—¡Sal de ahí tío, y págame las mil pesetas! 

sábado, 25 de octubre de 2014

Caminos



Hay caminos
áridos, vacíos, desolados,
junto a los que la hierba no crece
y el pájaro, emigrado,
no revuela ni gorjea
sobre los chopos dorados,
caminos en los que el viajero
se siente más olvidado,
se siente más extranjero,
se siente más solitario.

Hay caminos
húmedos, alegres, sombreados,
junto a los que corre un río
y el pastor, junto al ganado,
interpreta aires de fiesta
con su flauta y su cayado,
caminos en los que el viajero
se siente como abrazado,
se siente más verdadero,
se siente más solidario.

Hay caminos
... ¡hay tantos caminos
como gente caminando!

miércoles, 8 de octubre de 2014

Sintaxis urbana




Este hijo mío me tiene preocupada. Todo el día en la calle. No estudia, no hace nada, ¡y tiene unas amistades...!  Desde que dejó de salir con esa muchacha que le tenía sorbido el seso, esa mala mujer que no le convenía nada, ha cambiado mucho. No parece el mismo. Antes siempre estaba alegre, hacía deporte... Ahí están muertas de risa las nike que le compré por Reyes, nuevecitas, ¡y me costaron un ojo de la cara! Siempre viene muy tarde. Yo creo que bebe. El otro día vomitó en el cuarto de baño. Lo puso perdidito, vaya. ¡Con lo contenta que yo estaba cuando lo dejó aquella muchacha! Él dice que todavía la quiere. ¡Huy, qué tontería! ¿Pero cómo va a querer a esa furcia? Se acostaban juntos, seguro. ¿Eso es amor? ¡Guarrerías, eso es lo que hacen la mayoría de los jóvenes hoy día! Ni eso es amor, ni eso es querer, ni eso es nada. ¡Sabré yo lo que es querer! Ahora podía salir con cualquiera de las niñas del vecindario que están en edad de merecer, con una de las suyas, de las de su clase. Ahí está Dolorcitas, la del tercero, ¡vaya si no es buena para él! Guapa, inteligente, sabe cocinar, plancha divinamente... No hay más que ver cómo tiene el piso, más limpio que una patena. ¿Y Glorichi, la hija de mi amiga Mari Carmen? ¿No es buena esa? Pues nada. Por mucho que le digo y le insisto, él ni las mira. Todo el día en la calle... ¡A saber lo que estará haciendo ahora! ¡Huy, qué preocupada me tiene este hijo mío! ¿Cuándo sentará la cabeza?


Sevilla. Años 80. Su casco antiguo. Una calle estrecha y sinuosa. Las nueve de la tarde de un día de principios de junio. En la acera, con la espalda contra la pared, muchos hombres, pero todos solos, callados y vigilantes. Desde uno de los bares, la música de Ilegales invade el espacio acústico del caminante.
—Hola, muchachote: ¿qué haces por aquí? ¿Buscas algo que comprar? —le pregunta uno de los que se apoyan en la pared, un hombre aún joven pero avejentado por los venenos, la mala alimentación y la falta de descanso.
—¿Tienes micropuntos?
El "muchachote" no pasa de los veinte. Es alto y ancho como una muralla y, sobre todo, inexperto.
—Sí, pero son muy fuertes. Pártelos en varios trozos si no quieres que te den un palo gordo.
—Vale vale colega, se agradece el consejo.
—Allá tú. Yo ya te lo he advertido.
El bar. Un whisky. Dentro; un cantidad de L.S.D. suficiente para hacer alucinar a cuatro personas —dinamita para el cerebro—, baja ya por su garganta; la empuja el escocés made in San Juan de Aznalfarache. Pocos clientes a esa hora tan temprana. Una mujer le pide un cigarro. Se lo da. Radio Futura; "Escuela de calor".
De nuevo la calle. Otro bar. Otro whisky. Unas caladas a un porro que le pasa un conocido. Recuerdos comunes. Risas. No sabe por qué, pero está seguro de que todo el mundo lo mira y habla de él. No le importa, le gusta, se siente importante.
Apura el whisky, se despide y sigue andando. Va hacia la casa de una pareja de amigos que tienen trabajo y viven en un piso con problemas de humedad, techos altos y alquiler muy bajo. A ella la conoció antes que a él, incluso durmieron juntos algunas noches. La cosa no fue más allá y siguieron tan amigos. En su casa se siente muy bien: ella es cariñosa y él muy alegre y dicharachero. Mientras va de camino, empieza a sentir extrañas sensaciones. Varios escalofríos recorren su cuerpo y todo lo que lo rodea adquiere unos contornos más nítidos, como los aguzados cortes de los perfiles en las tardes de invierno. Siente que las personas con las que se cruza o lo ven pasar hablan de él de forma descarada. Ya no le gusta tanto su inesperada popularidad; advierte en las miradas y en las conversaciones un no sé qué de burla, de mofa, de sarcasmo.
Los portales son todos muy parecidos. Va enfrascado en sus pensamientos y se equivoca; entra en el de al lado. Ya es noche cerrada y la oscuridad del portal le pone una incómoda venda en los ojos. Un nuevo escalofrío, mucho más fuerte, le recorre la espalda. Al momento, ante él, a un par de pasos de distancia, toma forma una muchacha muy sexy e insinuante que está bailando y le indica con las manos que se aproxime. No sabe cómo no la ha oído antes ni cómo puede seguir sin oírla. Él no se mueve. La muchacha se le acerca. Siente miedo y desconfianza hacia esta bailarina surgida de la nada del oscuro portal e intenta alejarla empujándola con las manos. La atraviesa: sus manos sólo han tocado aire. Ella le dirige un mohín de reproche. A él se le erizan cada uno de los pelos del cuerpo y, aterrorizado, huye a todo correr y gritando como un poseso, como quien ha visto al diablo. Mira un momento hacia atrás: lo persiguen varias decenas de muchachas y muchachos vestidos de negro. La velocidad de su carrera y la fuerza de sus gritos son ya de otro mundo.
    
                               
El día de Ana empieza muy temprano, a las seis de la mañana. Se queda un momento sentada en la cama mientras contempla a Javier, su compañero actual, que duerme como un tronco, ajeno a todo lo que pueda pasar entre las dos de la madrugada y las diez o las once de la mañana. Él no tiene trabajo ni lo busca: cobra el subsidio de desempleo; con él y con la hospitalidad de Ana tiene para ir tirando.
Después de besar uno de sus hombros desnudos, Ana se dirige a la habitación de Celia, su hija.
—¡Despierta, dormilona! Nos vamos al cole.
La chiquilla se despereza largamente, se frota los ojos y, en un estado semiconsciente cercano al sonambulismo, se encamina al cuarto de baño.
Llegan al colegio poco antes de las ocho. Celia, cargada con sus libros, entra en una de las aulas de sexto. Algunos chavales repetidores de octavo que están apostados en la puerta de su clase, le dirigen miradas nada inocentes; a sus doce años, es ya una mujer que les resulta atractiva, “muy follable” dicen en sus conversaciones de brutos insensibles. Ana, por su parte, acaba de entrar en el aula de segundo donde da clase. Le espera un duro día de trabajo.
A las once, Manolo, el bedel, hace sonar el timbre que anuncia la media hora de recreo. Casi simultáneamente, las puertas de las aulas se abren para dar paso a varios centenares de niños hiperactivos y hambrientos. Este lleva un bocadillo; ese un pastelito; aquel, que no tiene nada,  mira sin disimulo el bocadillo del primero.
      
                              
Al mismo tiempo, pero a unos cuantos kilómetros de distancia, en Alcalá de Guadaíra, Javier empieza a despertarse en la cama de Ana. Se ha movido de lugar; su cuerpo reposa ahora sobre el lado de ella. Mira el reloj. Se levanta. La nevera pone a su disposición una amplia gama de posibilidades culinarias. Elige una manzana, una pera, unas cuantas fresas y dos melocotones, y se prepara en la licuadora un reconstituyente jugo de frutas. Ahora se lo toma despacio y mirando por la ventana a la vecina del tercero, que cuelga su colada en el tendedero aéreo del patio interior. "Buenas tetas tiene", piensa por un momento. La contemplación de los pechos de la vecina se ve interrumpida por el sonido del timbre del portero automático.
—¿Sí?
—Soy yo.
Mientras sube la visita, va hacia el dormitorio y tapa su desnudez de primavera sevillana con una bata de color oscuro. Candela —veinte años, estudiante de sicología— hace su aparición en el piso. Con una familiaridad en sus movimientos que sólo puede ser hija de una larga relación, deja la carpeta de los apuntes en la mesita de la entrada y se abraza a Javier. Él la toma en volandas, la besa en la boca y, sin más dilación, se encaminan al dormitorio. Los labios de Candela se pasean con ansiedad por su cuello. La cama, olorosa a una mezcla de componentes ya irreconocibles, recibe sus cuerpos palpitantes. Viejo en estas lides, Javier no muestra apresuramiento ninguno y deja hacer a la impulsiva muchacha, que se ha despojado de su vestido de flores y de su ropa interior negra y ha dejado a la vista su cuerpo, firme y joven. Tendido boca arriba y visiblemente excitado, acaricia con delicada lascivia los pechos femeninos, que se yerguen ya duros y altivos. Candela no quiere esperar más; se introduce el sexo del hombre y, entre gemidos, comienza el camino hacia su orgasmo. Javier, mientras tanto, intenta no pensar en las tetas de su vecina.

                              
            Han dado las tres. Manolo toca el timbre de salida y una riada infantil inunda los alrededores del colegio. Ana y Celia salen rezagadas. Caminan despacio y van cogidas de la mano. Más que una hija y su madre parecen dos hermanas o dos amigas que se asemejan mucho.
—Mamá, ¿cuándo me vas a llevar a ver Hijos de un dios menor? Dijiste que me llevarías la semana pasada y aún estoy esperando.
—¿Sabes qué vamos a hacer? Llamamos a Javier por teléfono para decirle que no vamos a llegar hasta por la noche, nos comemos un bocadillo en la Plaza del Museo y luego nos metemos en el cine.
—¡Bien!
     Una cabina telefónica, publicidad, papeles en el suelo. Una moneda.
6... 8.... 3... 8... 1... 1. Cariño... Me quedo aquí con Celia para ir al cine... ¿Sí? Bueno, ya nos las comemos por la noche. Seguro que te han salido tan buenas como siempre... Yo también. Hasta luego.         
La calle Alfonso XII las ve pasar felices, ajenas a cualquier pensamiento negativo. Van bromeando. Ana imita a Bigote Arrocet, un humorista que sale mucho ahora por la tele y les recuerda a Cantinflas:
—Acabo de llegar, como aquel que dice, y ya me he comprometido para ir al cine con una mujercita muy linda que vive acá al lado, dos cuadras no más. ¡Ay mi chiquirritita! Es muy guapa, como un sol como si dijéramos, igualita que un sol. Alumbra más que un tubo “florescente”, esos que están rellenos de flores. ¡Ay mi chiquirrititaaa!
Por la misma acera que ellas pero en sentido contrario, viene un hombre ya viejo que llama la atención de la niña. Va un poco encorvado hacia adelante, lleva un canasto de mimbre apoyado en el antebrazo izquierdo y la mano derecha en la frente. Anda muy rápido pero mira a todo el mundo con quien se cruza, ya vaya andando o en algún vehículo. Cuando llega a la altura de Celia se detiene un momento: "Toma, toma, toma, bonita, bonita" —le dice muy rápido mientras le entrega una de las bolsitas de garrapiñadas que lleva en el canasto; luego sigue su camino tan rápido como venía.
—¿Quién es ese hombre, mamá?
—Es Vicente.
—¿Y no cobra nada por lo que lleva en el canasto?
Ya están sentadas en un banco en la Plaza del Museo, a la sombra de los plátanos gigantescos, comiéndose los bocadillos que compraron y las garrapiñadas de Vicente.


            Es noche cerrada. La película acaba de terminar y las puertas del cine se abren a la realidad cotidiana. Ana y Celia salen muy contentas.
—¡Qué película más bonita, mamá! ¡Qué romántica!
—Sí; a mí también me ha gustado mucho. Bueno; vamos a buscar el coche y nos vamos a casa, que Javier nos espera para cenar.
Callejean por el centro hasta encontrar el coche. Arrancan y salen a buena velocidad: Ana está deseando encontrarse con su compañero. Como por arte de magia, cogen en verde todos los semáforos. Van cantando, felices.
De repente, a la altura de la Plaza de San Pedro, un muchachote que corre como un caballo desbocado y grita como si lo persiguieran mil diablos, choca frontalmente contra el vehículo. Acaba de sentar la cabeza.

domingo, 28 de septiembre de 2014

El aguililla muerta




Mis pies andaban felices
por en medio del sendero;
los montes me regalaban
con su aroma y su silencio.

La tarde, mansa, caía
en el otoño del cielo;
el sol pintaba tranquilo
mil y un colores de fuego.

Al pasar junto a una encina
mis pasos se detuvieron,
mis ojos quedaron fijos,
mis manos con desconsuelo:

tirada junto al camino,
ya metida en un barbecho,
un aguililla yacía
con un disparo en el pecho.

¿Qué daño hacía este ave,
a quién hería su vuelo,
su vuelo ágil y altivo,
su vuelo alto y sereno?

La noche llegaba lenta
al negro invierno del cielo;
las estrellas no salían:
estaban todas de duelo.

sábado, 20 de septiembre de 2014

A un poeta chileno que recaló en Osuna




Fue en Salta donde te encontré,
en Salta. Acá vivías.

Mi pueblo de sillar y viento,
mi pueblito dormido por los siglos,
se perdió en la distancia
mientras yo andaba el ancho mar nocturno
y la llanura de gigantes;
fueron miles de kilómetros, Pablo,
hasta encontrar tu residencia en Salta,
al pie de las montañas,
de tu altiva cordillera.

Te perdí, Pablo, amigo,
en mi adolescencia incompleta, lejos del Mar,
una tarde lluviosa del enero europeo.
Como buen nómada,
habías cambiado de residencia.
Ya no estabas en la primera;
tampoco en la segunda;
te encontré, al fin, en la tercera:
"venían por el cielo a matar niños,
y por las calles la sangre de los niños
corría simplemente, como sangre de niños."

Fue en Salta, Pablo,
donde una plaza verde de palmeras
se puebla a diario de madres, palomas y niños,
de niños de betún y pegamento,
hijos de la montaña andina, el cóndor y la nieve.

Fue en Salta, Pablo, en Salta,
en una librería polvorienta,
cerquita de tu altiva cordillera.

sábado, 13 de septiembre de 2014

Palabras de amor





Ámame calladamente:
Tus silencios son ardientes.

Ámame sin prisa alguna,
arrullada por la Luna.

Ámame de azul y oro,
como, en sueños, yo Te adoro.

Ámame entre Tus brazos;
con los míos yo Te abrazo.

Ámame con alegría;
aún está lejano el día.

Ámame en los manantiales
con los besos que Tú sabes.

Ámame cerca del río;
bañará Tu amor y el mío.

Ámame con boca ardiente,
la que quema, la que siente.

Ámame desde Tus ojos;
dime que no soy Tu antojo.

Ámame sobre las olas,
en la barca de la aurora.

Ámame mirando al Mar;
así te quiero yo aMar.

sábado, 6 de septiembre de 2014

A la tierra, dale el agua




A la tierra, dale el agua;
a Tus labios, la sonrisa;
a la boca, la palabra;
a mi cuerpo, Tus caricias.

A Tu música, armonía;
al pïano, la pasión;
a la noche, dale el día;
a la Luna, dale el Sol.

A las nubes, dale el cielo;
a las flores, humedad;
a Su oído, un "Te quiero";
a los hombres, humildad.

A la tarde, mil colores;
a la mano, la guitarra;
a Tu cuerpo, sus olores;
a la tiza, la pizarra.

A la vela, dale el viento;
a Tu piel, dale la sal;
al marino, dale el puerto;
a la costa, dale el Mar.

A los árboles, las hojas;
al caminante, el viaje;
a mi cintura, Tus olas;
a la paleta, el paisaje.

Al sable, dale la vaina;
a los viejos, mocedad;
al fusil, negro barranco;
a Tu alma, libertad.

Al ciego, su blanca mano;
a la paloma, la fuente;
a la hermana, el buen hermano;
al alma, lo que se siente.

A los niños, dales vida;
a la infancia, humanidad;
al muchacho, una salida;
a los mozos, voluntad.

A la mujer, sus entrañas;
a la madre, dale el hijo;
al pan fresco, la mañana;
a los pechos, ese niño.

Al corazón, dale oído;
al poeta, soledad;
a la vida, los caminos;
al que llega, Tu amistad.

A los ojos, lo más bello;
a los cuerpos, mil caricias;
a los labios, muchos besos;
a Tus manos, las dos mías.

sábado, 30 de agosto de 2014

Infancia




Vivo
parado en mi infancia
con un ancla que no pesa,
hecha de cristal y nubes,
cosida por los riachuelos
que entonan canciones blancas.

Azules de plata y luz
colorean las vivencias
de una época dorada,
donde la fuente reía
y el manantial no lloraba,
donde el río atravesaba
praderas llenas de flores
y de mañanitas blancas.
Globos azules de tiempo,
caballitos trotadores
y los besos de mi madre
surcaban un Mar de abrazos,
de ilusiones y colores.
Lápices, papeles, luz
y un suelo donde apoyarme:
yo era el más feliz del mundo,
la cara y las manos sucias,
las rodillas desolladas,
corriendo tras mariposas
vestidas de nubes blancas.
Las rodillas de mi abuelo,
llenas de cuentos y andanzas;
sus dos manos de arte y sueños
rodean siempre mi alma.

¿Mi infancia? Mi infancia
es un barco velero
que cabalga olitas blancas.

sábado, 23 de agosto de 2014

Querida Olga






                                     Oviedo, 23 de abril de 1991.

Querida Olga:

Aquí me tienes escribiéndote otra vez, aunque me parece que va a ser la última vez que lo haga. Ya no puedo más.
Nunca pensé que llegara a encontrarme en el punto en el que me encuentro ahora, que llegara a desear olvidar al mundo entero y olvidarte a ti. Los días que llevamos separados por más de quinientos kilómetros, estos días de lejanía a los que tú no te opusiste y que a mí tanto me han costado, me han permitido considerar lo nuestro con más objetividad y, sobre todo, llegar a un grado de desesperación que nunca había sospechado, a un deseo tan grande de desintegrarme o integrarme de forma pasiva en el mundo del ser a secas, de lo no pensante ni sensitivo, que me anima a no pretender otro estado que el que disfruta la roca, un estado de quietud, de paz, de equilibrio, de insensibilidad absoluta.
Tú conoces a la perfección la ilusión que yo sentía cuando te viniste a vivir conmigo. Nunca había compartido con nadie como contigo mi espacio vital más íntimo, mi cama, mi cuarto de baño, mis libros, mis discos, mis fotografías en blanco y negro, mi mundo todo. Desde el principio te desvelé hasta el último rincón de mi existencia anterior, de mis recuerdos más antiguos. Harto de bares, borracheras y relaciones de unas horas, deseaba encontrar una compañera estable, una mujer que se quedara a dormir conmigo todas las noches y a la que le llevara el desayuno a la cama para reponer fuerzas y seguir amándonos con el sol ya alto sobre los tejados de nuestra ciudad de pizarra vieja. Iluso, creía haberla encontrado en ti.
Lo nuestro lo ha matado tu frialdad. Ahora, cuando mi mirada puede repasar desapasionadamente los recuerdos de nuestros primeros encuentros, sólo encuentro abandono y soledad, la misma que si nunca te hubiera tenido a mi lado. Por mi parte, han sido dos años de intentar compartirlo todo, de seguir luchando por conseguir una buena comunicación entre nosotros a pesar de tu indiferencia y tu desapego, síntomas de algo que me negaba a considerar negativo, que intentaba interpretar como lógicas resistencias tuyas a unirte sin reservas a un hombre que aún no conocías bien. Ahora, después de tanto tiempo, no tengo otro remedio que rendirme ante la evidencia: no me quieres ni me has querido nunca, ni siquiera sé si te quieres a ti misma, si tienes algún grado de autoestima, si te guardas algún respeto.
Al principio me gustaba, era excitante, pero luego empecé a extrañarme de tu disponibilidad total, absoluta, las veinticuatro horas, como la de las mujeres de nombres falsos —Katiuska, Karen, Marlén— que buscan clientes en esos anuncios por palabras de los periódicos, esos que están llenos de mentiras sobre el precio, la edad y las medidas del contorno de los pechos. Y lo más curioso es que no pedías nada a cambio. Te quedabas ahí, tendida en la cama o encima de la mesa de la cocina, muda, pasiva, mirándome con tus grandes ojos claros, fijos e inexpresivos, de nórdica trashumante. Nunca, ni una sola vez, me dijiste no, nunca ofreciste ni un mínimo de resistencia o de pícara oposición.
Tampoco quisiste abrazarme nunca, ni darme un beso. Eso sí, ponías tus manos en mis hombros desnudos y ansiosos de caricias, pero las dejabas ahí, quietas, como inmovilizadas por una fuerza invisible. Cuando te besaba, mis labios encontraban unos labios inmóviles y fríos, siempre entreabiertos y disponibles pero distantes, como si estuviesen anhelando unos besos distintos a los míos y se dejaran acariciar por obligación, no por verdadero deseo.
Lo peor de todo es que siento que te sigo queriendo como el primer día, que, aunque haya desistido de obtener una correspondencia de tu parte, sigo deseando el tacto de tu cuerpo y abrir una fisura en el hermetismo de tu alma. El hombre de la tienda me tenía que haber advertido que no eres humana, que eres un objeto de látex sin corazón ni recuerdos. Ya es tarde para lamentarse ni para ir a reclamarle nada.
Tengo una ventana justo enfrente mía, a menos de dos metros. Está abierta y me llama, Olga, sé que me está llamando.


(Esta carta apareció publicada en La voz de la ventana el 4 de mayo de 1991. No tenía firma).