(La escena está dividida en dos por un tabique dispuesto de forma
perpendicular al patio de butacas; el tabique tiene una puerta practicable con
cristales esmerilados en su parte superior. La pared del fondo de la habitación
de la izquierda está ocupada por estanterías llenas de libros y por un
ordenador para buscarlos y, en general, realizar
consultas bibliográficas. En el centro de esta habitación, una mesa rectangular
alrededor de la cual trabajan sentados alumnos de los últimos cursos. En una
mesa más pequeña situada a la izquierda, se afana sobre los libros una muchacha
joven, una alumna de doctorado que hace las veces de bibliotecaria. En la
habitación de la derecha, que ocupa dos tercios del escenario, cuadros por las
paredes que representan a Fray Luis de León, Petrarca y Fernando Lázaro
Carreter, y una mesa de despacho dispuesta en paralelo al tabique y pegada a la
pared de la derecha. Entre ella y la pared, sentado en un sillón de oficina,
está don Aurelio, un hombre que frisa los sesenta; va vestido con traje y
corbata y lleva gafas de gruesos cristales. En la mano tiene una especie de
revista de bajo presupuesto —hecha a base de fotocopias en blanco y negro— que
está leyendo con aire intranquilo e impaciente. Al otro lado de la mesa,
sentado en una silla, vemos a Andrés, un muchacho de veintipocos años vestido
de forma sencilla y un poco descuidada. En su cara se leen actitud de escucha e
incluso empatía. De todas formas, tiene también una sonrisa un poco socarrona.
Don Aurelio acaba la lectura, se levanta y pasea inquieto por el despacho. Andrés
lo sigue con la mirada.)
DON AURELIO.— (Visiblemente
alterado). A ver, señor Sánchez, dígame: ¿cuántos años lleva usted en la
facultad?
ANDRÉS.— (Tranquilo).
Cinco, tantos como cursos. Este año acabo.
DON AURELIO.— (Después
de reflexionar unos segundos). Sabe... Conozco a sus padres desde hace
muchos años, sé cómo piensan y la educación que usted ha recibido, en la línea
más adecuada para que se convirtiera en una persona de provecho. Me sorprende
mucho que me salga usted ahora escribiendo en esta..., en este..., no sé cómo
llamarlo, en este... opúsculo, ¡eso es!, opúsculo, una revistilla de tres al
cuarto, de ínfima calidad en la presentación y en los contenidos... Los
artículos que contiene resultan ofensivos a las buenas costumbres y son
totalmente indignos de personas como usted y sus padres. No lo entiendo. Usted
ha pasado por mis clases y le recuerdo como un alumno modélico en todos los
aspectos, asistencia, conducta, aplicación... ¿Recuerda los títulos de las
lecturas obligatorias de mi asignatura? (Mientras
ha estado hablando, Don Aurelio no ha parado de pasearse arriba y abajo por el
despacho. Ahora se acaba de sentar en su sillón).
ANDRÉS.— (Tranquilo).
La Divina Comedia, El Buscón, Diálogo de
las cosas ocurridas en Roma, Idea Imperial de Carlos V, La España Imperial, La
Inquisición... (Don Aurelio aprueba
las palabras de Andrés con movimientos afirmativos de la cabeza). Esas son
las que recuerdo. Pero yo, por mi cuenta, leí Los cuentos de Canterbury, El Decamerón, Gargantúa y Pantagruel, La
lozana andaluza... y otras que no comprendía cómo podían estar ausentes del
programa.
DON AURELIO.— (Mirando fijamente a los ojos de Andrés y con
los dos dedos índices unidos delante de la cara). Porque son obras dañinas,
inmorales, escritas por personas malvadas, sin temor de Dios ni de las penas
del Infierno. Ahora empiezo a entender un poco de dónde le viene a usted esa
afición por lo desvergonzado e irrespetuoso. (Después de suspirar). Es su artículo usted defiende el onanismo,
las oenegés, la calidad del cine español y otras cuestiones indefendibles e
innombrables. Tranquilícese, razone, vuelva a su ser y no siga por ese camino;
se lo dice un hombre con experiencia. ¿Qué autores lee usted últimamente?
ANDRÉS.— (Tranquilo). Laurence Sterne, Juan Goytisolo, Fernando Arrabal,
Julio Cortáz...
DON AURELIO.— (Interrumpiéndolo y poniéndose de nuevo en
pie). ¡Qué barbaridad, Dios mío! (Vuelve
a pasear por el despacho, esta vez con zancadas pantagruélicas). Al primero
no lo conozco, será un autor pornográfico, ¡pero los otros...! Goytisolo, un
homosexual que está peleado con su familia, Arrabal, un demente, y Cortázar un
tarado que escribía novelas con desechos prescindibles. Yo por supuesto no he
leído las obras de ninguno de estos autores del tres al cuarto, pero he oído
hablar de ellas... ¡Qué basura lee usted! Ya está contaminado; me va a resultar
muy difícil limpiarlo.
ANDRÉS.— (Tranquilo). No necesito que me limpie nadie: sé hacerlo muy bien
solito. Y si tiene ganas de limpiar, váyase al Coto de Doñana, que allí sí que
hacen falta una limpieza. (Se levanta).
¿Cuándo se jubila usted? Podría pedir la anticipada y dedicarse a realizar
antologías de obras bien pensantes. Me imagino que los médicos recomendarán su
lectura para combatir el insomnio. Piénselo, tiene futuro.
DON AURELIO.— (Muy enfadado y señalando la puerta como la
estatua de Colón señala América desde el puerto de Barcelona). ¡¡Salga
ahora mismo de mi despacho!!
ANDRÉS.— (Tranquilo). Con mucho gusto, Torquemada.
(Al cerrar la puerta, se le va la mano y rompe dos cristales.
Confusión en el departamento. Voces. Exclamaciones. Preguntas. Andrés, el de
los pies ligeros, hace un mutis rápido y oportuno. Nada más salir él, se oyen
silbatos y, acto seguido, cruzan la escena
dos guardias de seguridad corriendo y preguntando "¿por dónde ha
salido?" Los actores restantes les
indican de manera contradictoria. Andrés está sentado entre el público —alguien
aleccionado sobre su cometido le tendrá reservado un asiento junto al pasillo—
y aplaude con todas sus fuerzas. Telón. Cuando se levanta para los saludos, don
Aurelio vuelve a poner cara de indignación, señala a nuestro estudiante y los
guardias de seguridad saltan al patio de butacas para perseguirlo. Andrés huye
por el pasillo central hacia una libertad merecida.)
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