Ya está aquí noviembre. Bandadas de aves emigrantes
viajan hacia el sur señalando su ruta en el silencio de la noche con
graznidos pasajeros. Las tardes son mucho más cortas, y más frías. Los
atardeceres se tiñen de tonos cálidos e incendian los parques, inundados de
esos mares crujientes y voladores que desesperan a los barrenderos. Ha llegado
esa dama taciturna y solitaria, la señora Melancolía.
Las laderas de las montañas que rodean al pueblo,
donde crecen bosques poblados de leyendas y pájaros, se ven salpicadas por
antorchas otoñales de colores cálidos pero cambiantes, cada vez más claros; los
primeros vientos fríos del invierno las acabarán apagando.
*
La vida del Coral
sigue inalterable. Los clientes son más o menos los mismos, las conversaciones
las mismas, las mismas son las miradas. El hastío se puede tocar. Hay tanta
vaciedad que con ella se podrían hacer rebosar todos los mares del aburrimiento
de los hombres.
En su esquina de siempre,
Manolo "el Monje" da sorbitos a su café eterno. Él y Antonio "el
Bala" llevan ya unos días fuera de la cárcel. Están pendientes de juicio.
"El Monje" se encuentra ahora más desorientado que nunca: desafiando
las más elementales normas de prudencia —pero siguiendo los impulsos de su
corazón—, ha mandado un muchacho de su confianza a investigar sobre la
situación de Amanda Segura y éste le ha comunicado que ha desparecido de la calle
Cañones sin dejar rastro. "¡Na-die-sa-be-na-da!", llegó a decirle el
muchacho, harto ya de repetirle lo mismo varias veces y de que "el
Monje" no lo comprendiera. Manolo empieza a dudar de sus métodos y a
sentirse inseguro, algo extraordinario en él.
*
Sole, la indomable, ha encontrado la horma de su
zapato. ¿Quién lo hubiera dicho, hace meses? Nadie, pero así son las cosas:
tarde o temprano tenía que llegar alguien que supiera meterla en cintura.
Aunque lo ocultase, estaba deseando encontrar a ese hombre que supiera
dominarla, de la misma manera que su padre domina a su madre y la domina a
ella. Hasta ahora vivía bajo la autoridad del padre; se trata de una cambio de
manos: ha aparecido un hombre que tiene tanta fuerza como aquél, también sabe
tenerla en un puño, y además es joven y puede abrazarla, besarla y hacerle el
amor como lo haría un hombre. Está contenta, más contenta que nunca.
(Observe,
estimado lector, que el machismo que caracteriza la sociedad de Medina es contagioso: hasta el mismo narrador de esta verdadera historia parece haberse vuelto un medinense más).
Armando, el abogado, que no es otro el dominador, está
satisfecho a medias con su amante. Por ahora lleva bien, sin ningún tipo de
estrés, su doble vida: ninguna sabe de la existencia de la otra, tiene tiempo
para estar con las dos, atender a sus asuntos de manera conveniente e ir al
club de tenis a jugar un partidito con Pepe o con otro compañero. El problema
está precisamente en algo que nunca hubiera pensado: en su actividad sexual con
Sole. Aunque ya lo sabía de antes, de sus años mozos, un mecanismo optimista de
defensa le había hecho olvidar otra de esas curiosas paradojas de la vida: las
mujeres más guapas suelen ser las más sosas en la cama. Acostumbradas desde adolescentes
a ser adoradas por los hombres sólo por ser como son, no por lo que sepan
hacer, no se preocupan en absoluto de ejercitar otras habilidades, incluidas
las que dan variedad y amenidad a las sesiones amorosas. De esta forma, cuando
llegan a la edad adulta se han convertido en mujeres que despiertan admiración
por donde pasan pero resultan decepcionantes al hombre que se acuesta con ellas,
que se ve encima de una mujer escultural, eso sí, pero con menos ritmo e ideas
que una patata. Ella se entrega
ceremoniosamente, como una diosa que hace un favor y a la que habría que
adorar; pero una diosa pasiva, inmóvil... una especie de escultura de carne y
hueso.
Aunque Armando ha tratado siempre con cierto desdén
a las mujeres, una técnica que no para de producirle satisfacciones en forma de
consolidación de las conquistas, en el caso de Sole no le supone ningún
esfuerzo tratarla con frialdad, pues una mujer como ella le inspira poco amor,
simplemente admiración, la misma que siente un amante de la pintura por el
cuadro que reclama su atención nada más entrar en la habitación o sala donde
está expuesto. No puede quitarle los ojos de encima, atrae su mirada como un
imán, quizá acude al museo desde muy lejos sólo para contemplarlo, pero no
puede introducirse dentro de él y gozarlo en todas sus dimensiones, sentirlo
por entero, vivir plenamente sus formas y su espíritu. En realidad, no está
representando ni sugiriendo nada; la vida no es así, tan rígida, como disecada.
Se vive mil veces más una escena callejera real, con colores y luces
apropiados, un cuadro en el que sí puedes penetrar, que la más bella de las
pinturas figurativas colocada en la pared de un museo o una galería.
Para Sole, que un hombre la trate así, de forma tan
despegada, es una novedad; por eso está cada vez más enamorada. Hasta ahora
todos los que se le acercaban le demostraban continuamente su admiración, no
sabían hablar de otra cosa, y ella, aun siendo coqueta, acababa por cansarse
pronto de tanta adulación. Con Armando es distinto: le dice más piropos ella a
él que al contrario. La infeliz, no puede suponer que la relación pende de un
hilo: cuando él se canse de contemplar la obra de arte —bella, sí, pero muerta—
se marchará para no volver. Además, como son amantes y no pueden verse en
público, Armando ni siquiera tiene el aliciente de mostrarla por ahí para
presumir de conquista. Veremos cómo encaja Sole el final de esta relación, la
primera de la que depende de verdad.
*
Una mujer alta, guapa, bien formada, los ojos
ocultos tras unas amplias gafas del sol, entrega su pasaporte a un policía de
la aduana del aeropuerto de Buenos Aires:
—¿Y cuál es el motivo de su estancia en nuestro país,
señorita?
—Turismo.
El policía sella el pasaporte con un golpazo sobre
la mesa. Luego se lo devuelve sonriendo:
—¡Feliz estancia acá, señorita!
—Gracias.
La mujer, que según parece viaja sola, avanza por
los pasillos del aeropuerto tirando de una enorme maleta con ruedecitas.
Cientos de viajeros hacen tiempo sentados en las baterías de sillas que hay
pegadas a las paredes. Leen, intentan dormir, charlan, comen, fuman y miran a
la gente que pasa. Ella levanta la mayoría de las miradas. La ven pasar de perfil:
zapatos negros, de tacón alto y de aguja; pantorrillas fuertes y muy bien
torneadas; falda por debajo de la rodilla de tejido muy ligero y acabada en
múltiples picos; el trasero respingón; las curvas de la espalda y los senos,
prominentes y duros, ocultas bajo una especie de chaquetilla torera; el cuello
esbelto; el cabello largo, sedoso; la cabeza erguida y la mirada fija en un
punto invisible y muy lejano. Vestida entera en tonos de azul, camina como si
no lo hiciese, como si flotase en una nube, ausente y viajera. La maleta,
siempre detrás y por debajo de ella, la sigue como un perrillo faldero. Se le
acercan taxistas, vendedores, timadores. Ella los rechaza sin soberbia y sigue
su camino. Va a establecerse en algún lugar del inmenso e intrincado continente
americano. Sigue andando, está a punto de desaparecer, ya ha salido fuera: se
la ve tras las grandes lunas de cristal, parada, la maleta apoyada por completo
en el suelo, el brazo derecho extendido; ahora mueve la mano y los labios. Un
coche se detiene ante ella.
Suerte, Amanda; ya eres libre.
*
Tras la vuelta de Adela, la normalidad ha vuelto a
casa de sus padres. Juan ha recuperado el apetito y el buen humor; vuelve a
salir a la calle y a reunirse con sus amigos de siempre. Adela madre, muy preocupada
durante todo el tiempo de la fuga de la hija, ha recuperado su sonrisa: se
alegra infinito de haberla recuperado. La que está triste ahora es la misma Adela,
quien, tras la euforia que, en el momento de la fuga, le producía el creerse
libre y poderosa, ha venido a caer en una especie de depresión postfuga de la
que saldrá algún día reforzada, mucho más segura de sí que antes, con una
visión mucho más clara de su camino y sus posibilidades, pero de la que, por
ahora, no ve salida ninguna, sólo oscuridad y silencio. Se equivocó al pensar
que le iría siempre bien con Zálasos, una persona a la que no conocía, y volvió
a equivocarse al pensar que Pedro estaría ahí, a su lado, dispuesto a serle
fiel y constante todos los días de la vida.
*
Los clientes del Coral
conocieron pronto la noticia de la vuelta de Adela. Les dio qué hablar durante
unos días y después, como no veían a la muchacha, se volvieron a olvidar de
ella sin ninguna dificultad. Otros asuntos más visibles requieren su atención.
El comienzo del otoño ha traído la creación de una
nueva pareja, la formada por María y Pedro, una unión que estaba ya cantada
aunque nadie lo pudiera imaginar, ni siquiera ellos mismos. María, radiante,
más guapa que nunca, se arregla pasa salir como nunca antes lo había hecho.
Muestra bienestar en su misma belleza, en su alegría, en su forma de andar:
erguida y con un toque de desafío. Andrés ya no es ni un recuerdo en su mente;
su imagen ha desaparecido, se ha borrado, como también lo han hecho las
imágenes de lo que compartió con él, hasta las mejores, que suelen ser las
últimas que se esfuman. Desde luego, lo ha olvidado con mucho menos trabajo del
que pensaba.
Al principio Pedro no le interesaba, le parecía uno
de esos intelectuales fríos y apartados del mundo que no saben disfrutar de la
vida. Luego, al conocerlo un poco mejor, empezó a pensar que estaba equivocada,
que aquel muchacho de palabra ágil y mirada ardiente podía ser tan vital como
cualquiera, aunque leyera libros y le gustara escribir. Justo entonces ocurrió
lo de la nota.
Aquel día, al llegar al Coral, Simón, uno de los camareros, le entregó un papelito doblado
diciéndole que lo había dejado Pedro con instrucciones de que se lo entregase a
ella en mano. Aunque estaba muy intrigada, esperó a tener el café puesto y a
estar sentada en su mesa para desdoblarlo y leerlo. Lo hizo muy despacio, como
quien toma un veneno deseado:
Querida María:
No
tengo tiempo de casi nada, ni siquiera de escribirte en condiciones. Tengo que
salir urgentemente de viaje para intentar traerme conmigo a Adela, que tiene
serios problemas con Zálasos. Ya te explicaré cuando vuelva. Un beso.
Pedro
Fue al acabar de leer la nota cuando se dio cuenta
de lo mucho que deseaba estar con Pedro, de lo que lo quería, sí, y de lo mucho
que iba a echarlo de menos. Ya se había acostumbrado a él, a sus
desconcertantes ingenuidades, a sus fantasías, a sus miradas de diablillo
travieso. Y ahora él desaparecía por un tiempo indefinido, se iba lejos y en
busca de otra mujer. No podía evitar que le preocupara su ausencia. Aunque al
hablarle de Adela lo había hecho como de una amiga, sentía miedo por lo que
pudiera pasar: ella conocía bien cómo se las gastaban los hombres del pueblo.
Empezó a pensar que él podía haberla engañado, pues por una amiga, se decía,
nadie hace un viaje tan largo.
Pedro tardó en volver cerca de un mes, un mes
durante el cual pensó en él todos los días con los sentimientos más cariñosos y
cierta desconfianza. El encuentro entre ambos fue memorable por la intensidad
de las emociones que vivieron. Los dos lloraron de felicidad: ella por haberlo
recuperado y él por conseguir iniciar una nueva vida una vez superado lo de Adela.
Llevaba demasiado tiempo pendiente de ella, encerrado sólo en ella. Y eso no
era vida; ahora se daba cuenta.
*
Belén y Valle, las amigas de Sole, sentadas en un
banco de una de las plazas del pueblo, una plaza sembrada de viejas jacarandas
—ahora, en otoño, desnudas y grises—, charlan en voz baja. La preocupación se lee en sus semblantes.
—Mira, yo, a pesar de la jugarreta que me hizo con
Juan, le tengo aprecio.
—Yo también. Y eso que también intentó pegármela con
Antonio. A ver si ahora, después de lo de Armando, se da cuenta de que no es
Claudia Schiffer y se pone al nivel de todas.
—¿Qué podemos hacer?
—Poco. Hacerle compañía y darle cariño y ya está.
—¡Se está quedando delgadísima...!
—Sí, más de la cuenta.
—¿Crees que se recuperará?
La pregunta de Belén queda sin respuesta. Un grupo
de niños pasa veloz haciendo sonar la bocina de sus bicicletas. La tarde, casi
noche, llena de oscuros presentimientos sus corazones. Sole no sabe lo que
tiene: dos amigas que ya las quisiera más de uno, cariñosas y leales. Menos mal
que están ahí, a las duras y a la maduras; de otra forma no podría salir de la
sima en la que ha caído. Quien juega con fuego...
*
Si hace unos meses alguien me hubiera dicho que lo
mío por Adela iba a desaparecer tan pronto y de una forma tan radical, me
hubiera reído y le hubiera dicho que no sabía lo que decía, que mi amor por
ella era indestructible y otras sandeces por el estilo. ¡Qué poco sabemos del
amor! ¿Quién, quién, digo yo, iba a decirme que una vez que nos acostáramos
desaparecería todo lo que sentía por ella? Pero así ha sido. La primera que vez
que lo hicimos, todavía allí, en Creta, en aquella pensión cutre y mal
ventilada, sentí que algo se resquebrajaba dentro de mí: la ilusión que durante
tantos años me había hecho verla distinta a las demás mujeres con las que había
estado antes, como más pura e intocada. Ese día sentí vergüenza de mi inocencia
y mi credulidad y, sobre todo, me sentí desmotivado para seguir pensando en
ella a todas horas. Empecé a ver claro
que lo único que me interesaba de ella era el sexo y que, una vez conseguido
—aun siendo bueno—, ella dejó de interesarme. Sin advertirlo plenamente, estaba
pasando una página importante de mi vida sentimental y emocional, estaba dando
un gran paso para encontrar mi felicidad.
El viaje de vuelta fue tranquilo, los dos fuimos
respetuosos compañeros de travesía. Ella me buscó alguna vez y yo no le di
esquinazo; me apetecía acostarme con ella y, al no sentir ya amor, hacerlo sin
miramiento ninguno, en plan animal y gozoso, sin mayores complicaciones.
Nuestros gritos debían llegar a cubierta, pero nadie nos comentó nada; nosotros
no existíamos en el barco.
Cuando desembarcamos nuestra separación definitiva
estaba clara, aunque ella quería seguir y me pedía una oportunidad casi de
rodillas. Yo no fui cruel, sólo realista: si no me llena, para qué estar con
ella, peor sería el daño si la abandonaba más adelante. Además... ¡es absurdo
que me plantee estos problemas morales! Bastante he hecho con viajar hasta
Creta y traerla de vuelta a casa. Ahí acaba mi cometido; por supuesto, no voy a
emparejarme con una persona que no quiero. A quien quiero es a otra, a María, a
mi María. Nunca he idealizado mis sentimientos hacia ella, ni a ella misma
tampoco: sé muy bien cómo es y lo que siento.
*
Pasan los días. La relación entre María y Pedro está
ya muy consolidada. Él vuelve a sentirse bien hasta el punto de ser capaz de
retomar la redacción de su Cuchillo
sangriento, que lleva camino de convertirse en una pasable novela policíaca
de ambiente andaluz. María está encantada con el trabajo de su hombre.
—Esto de escribir debe ser apasionante, ¿no?
—Pues sí, y además, cuando estás sembrado de ideas y
motivado por un fuerte impulso creativo, muy absorbente. Perdona si no te
dedico más tiempo, pero ya ves...
—Calla, tonto; ¡si te tengo todo el tiempo que
quiero!
Los dos están desnudos y tirados de cualquier manera
en la cama de Pedro. Acaban de hacer el amor lenta, lenta, muy lentamente, con
toda la ternura y el cariño de que son capaces. El cielo, salpicado de
estrellas sonrientes, les saluda desde la ventana, tras los cristales
empañados. Ninguno de los dos se ha sentido nunca tan lleno de vida.
*
Hoy el levante sopla con una fuerza casi huracanada.
Las olas que levanta son capaces de cubrir un transatlántico. A cada embate de
las aguas, el paseo marítimo desaparece bajo un mar furioso y bravío. Todos los
niños del pueblo tienen prohibido terminantemente salir de las casas. Los
padres temen que se los lleve el viento, o el mar, tal es su fuerza.
Una joven delgada, vestida con una gabardina color
marfil, avanza hacia el paseo marítimo por una de las calles perpendiculares.
Su paso es decidido. Las puertas y las ventanas de las casas y los comercios
están cerradas; nadie que tuviera algo que perder se aventuraría a salir, y
menos a dirigirse al paseo marítimo. Algunas de las persianas de madera de las
ventanas están medio descolgadas y golpean sordamente en las fachadas. A Adela
sólo le queda una cosa que perder, al menos eso cree ella. Lo peor es que no
haya nadie que pueda convencerla de lo contrario.
Su silueta, clara sobre el oleaje casi negro, se
desdibuja poco a poco en el oscuro telón de las mil fuerzas contrarias de la
tempestad. Ya es sólo un punto, algo inapreciable. Y el furor del Mar no
perdona.
*
Al día siguiente, el Coral, parado en un presente vacío y sin horizontes, apenas se
estremece con la noticia: sus parroquianos, insensibilizados y alejados del
dolor ajeno después de tantas desgracias, parecen rocas, no personas, ni
siquiera animales.
La monotonía del bar es característica; sin ella
sería otro sitio. El día de mañana lo frecuentarán otras soles, otros pedros y
otras marías, armandos o adelas, pero las historias que transcurran en su barra
mixtilínea, en sus alrededores ajardinados y bajo la gran sombra de la morera
que preside su entrada, serán más o menos las mismas, de adolescentes
desengañados que parecen haber renunciado a luchar por su vida. De todas
formas, es un dique seco que se puede abandonar. Algunos, como María y Pedro, ya
lo saben.
Enhorabuena.
FIN
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