domingo, 22 de febrero de 2015

Pecadillos de juventud




Se trata de una colección de catorce narraciones breves publicada en 2012. La gran mayoría de ellas llevaba escrita unos cuantos años, desde finales del siglo pasado, pero no vio la luz hasta el año mencionado. En general, todas intentan instalarse en un lugar próximo al amor, aunque en muchos casos el efecto sea el contrario. Son ciento cincuenta páginas, muchas de ellas escritas intentado crear mundos paralelos en los que uno puede constituirse en amo y dueño. Les dejo con las primeras páginas del primer relato. Se titula: Un poco más allá de mis sueños.

“Y llovió, por fin lo hizo. Después de quince años de una sequía bíblica, fabulosa, el cielo se llenó de nubes preñadas de agua que estuvieron descargando su precioso contenido durante cinco días seguidos. El agua caía mansa, tranquila, llena de ternura. No se anegó ninguna casa ni se cortó ninguna carretera. La gente era feliz.
Se acabó el encontrar el ganado muerto en medio de lagos de lecho cuarteado, el no ver un sólo pájaro, el tener que ducharse cada quince días o beber cualquier tipo de agua. Las nubes —inmóviles e inagotables— dejaban caer su carga de olvido sobre los recuerdos más penosos: las epidemias recurrentes de cólera, los abortos no deseados, los suicidios, las muertes por deshidratación de los menores de cinco años. En cuestión de horas, las desgracias pasaron a ser elementos necesariamente olvidables de una pesadilla compartida y desdibujada ya por las brumas de la memoria.   
Las calles, los bares, las plazas se vieron inundados de miles de personas deseosas de mojarse por dentro y por fuera. La ciudad paralizó cualquier actividad no lúdica para convertirse en una fiesta gigantesca, un carnaval improvisado que duró hasta que el más resistente de los juerguistas, un hombre alto y recio que provenía de algún oscuro lugar del Cáucaso, se fue a dormir con una mujer que se ganaba la vida leyendo las líneas de los pies. Los camareros, inundados desde hacía años por la melancolía que da la falta de actividad, no daban abasto para servir copas a tanta persona alegre, a tanto cliente sediento y agradecido. Los locales no se cerraban. Desbordados por la avalancha de peticiones, sus dueños se vieron obligados a contratar camareros nuevos para mantenerlos abiertos las veinticuatro horas. Durante esos días, el paro fue sólo un fantasma del pasado. Tú lo sabes, lo viviste igual que yo.
Los músicos no podían ni querían parar de tocar. Improvisaban bailes en cualquier lugar y a cualquier hora: en las escaleras, bajo los árboles del parque, en los zaguanes, en las consultas de los médicos, en las cárceles, bajo los soportales de la plaza, en las esquinas, en los cuartelillos de la policía municipal, en las redacciones de los periódicos, sobre las cubiertas de los barcos abandonados en el muelle viejo. Las parejas, con la pasión renovada por la humedad que las envolvía, se entregaban a sus juegos amorosos como si llevaran cinco años sin hacer el amor. Bebían, bailaban, se acariciaban y gemían; descansaban y comían; se acariciaban y gemían; descansaban; bebían, bailaban, se acariciaban y gemían... hasta que, poco a poco, iban cayendo todas, extenuadas, dormidas en cualquier lugar y en las posturas más extrañas e incómodas.
El segundo día de lluvia fue cuando te conocí. Entraste en el bar donde yo estaba acompañada por un hombre casi ajeno a tu presencia. Parecía ignorarte. Aquello era inconcebible para mí: desde que te vi, no pude quitarte los ojos de encima. Tu mirada  —negra, profunda, nacida en alguna lejana selva africana hace miles de años— se me clavó en el alma y, desde entonces, tú lo sabes bien, ni como ni duermo si no he estado a tu lado.
Aquel día abandoné el bar detrás tuya y de aquel hombre ausente y descuidado. Os seguí pegándome a las paredes, metiéndome en los portales, escondiéndome detrás de las gigantescas farolas isabelinas. Os vi entrar en un portal anónimo y me aposté en la acera dispuesto a esperar. Cuando saliste tenía barba de tres días, hambre de náufrago y un fuego en la mirada que debió quemar la tuya cuando nuestros  ojos se encontraron. Tú te acuerdas, sé que te acuerdas: lo hemos hablado muchas veces.
Ese día ibas sola y metías los pies adrede en los charcos. Te seguí y tú te volvías a mirarme. Una vez me sonreíste, lo vi, y tu sonrisa se instaló en la parte más esquiva de mi alma. Te alcancé, nos miramos”.

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