Desde aquel lunes en el que dejamos a Pedro sentado
junto a la barra del Coral y un poco
desanimado, han transcurrido unos meses.
El verano está acabando. Llegan las despedidas de las parejas que han vivido
los idilios de esa estación: tienen que separarse. Es el momento de los largos
silencios, de las lágrimas, de las promesas de reencontrarse el próximo verano
en las que ninguno cree pero que son necesarias para mantener viva la ilusión.
Ya refresca por las tardes y hay que salir con
una rebeca. El Coral, que
durante un par de meses se ha poblado de clientes transeúntes, volverá a ser el
mismo de siempre en pocos días: quedarán las mismas caras, los mismos gestos,
las mismas voces, las mismas vidas. Para algunos, son más afortunados los que
se van; para otros, los que se quedan. Los que han vivido en grandes ciudades y,
por lo tanto, conocen sus prisas, sus aglomeraciones de soledades y su
deshumanidad, se sienten afortunados de vivir en un pueblo; los que no, generalmente
los más jóvenes, envidian a los que se van, los que marchan hacia las luces de neón,
hacia el trabajo seguro (!?), hacia las oportunidades inimaginables.
Hoy las conversaciones del Coral están siendo monopolizadas por el contenido de un artículo
que ha aparecido en la sección de sucesos de
El Faro, el periódico local, una noticia en la que son protagonistas
algunos clientes del bar. Pepe, el camarero, la lee en voz alta mientras los
parroquianos guardan silencio:
-"Dos
vecinos de Medina detenidos en Cádiz y puestos a disposición judicial. Cádiz. Antonio González.
M.G.P., más conocido, por "el Monje", y
A.C.F., apodado "el Bala", fueron puestos en el día de ayer a
disposición judicial por un intento de allanamiento de morada cuyas causas aún
se desconocen.
Según testigos torrenciales..."
—¿Cómo? —le interrumpe uno de los oyentes, un
muchacho con la cabeza afeitada como si fuese un cheyenne.
—¿Cómo, qué?
—Has dicho "según testigos torrenciales".
—¿Eso he dicho?
—Sí.
—¿En qué estaría yo pensando?
—Anda, sigue, torrente, que eres un torrente.
—"Según testigos presenciales, los
hechos..."
—Oye —vuelve a interrumpirle el de la cresta.
—¿Qué quieres ahora?
—¿Creéis que puede existir un testigo que no sea
presencial? Si no estaba presente... ¿cómo pudo haber sido testigo?
—Mira, tú, indio; déjate de monsergas. Queremos oír
la noticia —ataja sus reflexiones lingüísticas uno de los oyentes, más
pendiente de enterarse de la noticia del periódico que de cualquier otra
consideración.
—Bueno, está bien.
—¿Puedo seguir? —los demás asienten con la cabeza—.
"Según testigos presenciales, los hechos se originaron cuando los dos
sujetos intentaron acceder por la fuerza al piso habitado por A.S., mujer de
veinticuatro años y antigua vecina de este pueblo. Los vecinos del inmueble,
sito en la calle Cañones, 9, alertaron a la policía alarmados por el escándalo
que producían los detenidos, que amenazaban a voces a A.S. con derribar la
puerta si no les abría inmediatamente. Los miembros de la Policía Nacional
llegaron al escenario de los hechos cuando los dos individuos estaban a punto
de conseguir derribar la puerta. Tanto A.S. como una vecina sufrieron ataques
de ansiedad de los que tuvieron que ser atendidas en un hospital de la ciudad
gaditana, aunque fueron dadas de alta en pocas horas.
M.G.P. y A.C.F. poseen antecedentes penales por
intentos de extorsión, tráfico de drogas y proxenetismo". Ya está —añadió
Pepe—, eso es todo.
—¿Te parece poco?
—Oye, —interviene otro de los oyentes, casi un
chiquillo—. ¿Qué quiere decir prexenetismo?
—Proxenetismo, no prexenetismo.
—Yo que sé —dice Pepe—. Búscalo en un diccionario.
—Que son chulos de putas —contesta el cheyenne con
autoridad.
El grupo de oyentes permanece en silencio durante
unos segundos. Están impresionados. Sin duda eran ellos, los hombres con los
que solían cruzar algunas palabras todos los días. Aunque todos sospechaban que
se traían algo raro entre manos, nunca habían podido comprobarlo y, además,
nadie tenía ni idea de que tuvieran antecedentes penales; desde que llegaron al
pueblo no habían tenido ningún problema con las autoridades. Pedro, que se
encuentra entre los presentes, mira hacia la esquina de Manolo "el
Monje", ocupada ahora por una parejita que se hace arrumacos totalmente
ajena al significado del sitio que ocupan. Esta vez toma la palabra Feliciano,
que, a pesar de disfrutar de su día de descanso, también está hoy en el bar:
—¡Vaya marrón! —exclama después de silbar abriendo
mucho los ojos y sacudiendo hacia abajo los dedos de la mano derecha.
—No creo que les pase nada —contesta Pepe Viñas—;
seguro que los tenemos aquí antes de una semana.
—Hombre, yo desde luego —prosigue Feliciano en plan
diplomático— no tengo ninguna queja de ellos. Como clientes son normales,
incluso buenos: siempre tienen dinero para pagar y nunca arman jaleo. Mientras
aquí se comporten, por ahí pueden hacer lo que quieran. De todas formas, es muy
raro que hayan liado un escándalo como ese, no es su estilo.
—¡Qué sabrás tú lo que es su estilo! —contesta
escéptico Pepe.
Luego continúan callados; aún no han digerido bien
la noticia.
*
Entre los habituales del bar se encuentra María.
Callada, solitaria, de indumentaria extravagante, se sienta siempre en la misma
mesa, bebe siempre lo mismo —café con unas gotas de leche fría— y fuma siempre
de la misma forma, dando fuertes chupadas al cigarro y expulsando el humo a
grandes bocanadas, como si fuese ése el último cigarro de su vida. Desde que se
marchó Andrés, ha abandonado el trato con el grupo de los fumadores de hachís,
al que sólo le unía la relación con Andrés, y se pasa el día sola y pensativa.
Pedro, que vio en el Cine-Club La ventana
indiscreta de Hitchcock, la compara con la "señorita corazón
solitario"; cree que es igual de sensible y desvalida. Hoy se ha sentado
en la misma mesa, justo enfrente suya, e intenta entablar comunicación con
ella:
—¡Hola, María! ¿Cómo estás? —le dice con la mejor de
sus sonrisas.
Ella lo mira un momento a los ojos, parece que va a
decir algo, pero se queda callada.
—¿Sabes algo de Andrés? —le pregunta Pedro con su
poco tacto habitual.
María vuelve a mirarlo; ahora tiene los ojos
humedecidos. Pedro se apresura a cambiar de conversación: no resiste ver llorar
a nadie.
—¿Te has enterado de lo de "el Monje" y
"el Bala"?
La muchacha sigue en la misma actitud. Lo mira un
momento, le da una calada al cigarro, expulsa una gran bocanada de humo...
—Oye, por curiosidad: ¿eres muda?
María contesta que sí con la cabeza. Pedro se queda
cortado por un momento, pero reacciona y vuelve al ataque. María le gusta.
—No tenía ni idea, de verdad. ¿Y sabes leer en los
labios?
Ella contesta que no con la cabeza.
—Entonces puedes oír.
Ahora la mueve para afirmar. Pedro entiende poco del
mundo de los mudos, pero sabe, o cree saber, que la gran mayoría no son sólo
mudos, son sordomudos; los casos de mudez a secas suelen deberse a impresiones
muy fuertes, traumáticas, recibidas por lo general en la infancia. Su
imaginación lo lleva por un momento a pensar qué pudo haberle pasado: quizá
presenció la muerte violenta de un ser muy querido cuando era una niña; tal vez
no sea española, sino kurda o afgana y asistió impotente al genocidio de su
pueblo, del que pudo escapar escondiéndose en el vientre de un buey muerto;
quizá trabajase con "Médicos sin Fronteras" en la Zona Subsahariana y
presenciase los efectos inhumanos de las hambrunas recurrentes que padecen los
habitantes de esas regiones. Ahora mira a María de otra forma, compadeciéndola.
—¿Y cómo haces para comunicarte?
María apaga el cigarro, saca una libretita de papel
cuadriculado y un lápiz del bolsito de punto que lleva colgado del cuello, lo abre por una página en blanco
y traza unos garabatos que resultan ser letras del alfabeto latino. Cuando las
ve, Pedro se quita un peso de encima —temía que escribiese en árabe o en
cirílico y no pudiese enterderla— y, uniéndolas todas, lee:
"Escribiendo". Se le ilumina la cara: esa palabra es como un
abracadabra para él, que empieza a ver en María ese colega que estaba buscando
y que ahora se le materializa delante como por arte de magia. "Es
curioso", piensa, "yo también me comunico mejor escribiendo".
Entusiasmado, le sonríe; ella le devuelve la sonrisa y enciende otro cigarro.
—¡Fumas mucho, eh!
"Me gusta", escribe en la libreta.
—Oye y... ¿no tienes problemas de comunicación
teniendo que expresarte sólo de esa forma?
"Bueno, no muchos, porque, en realidad..."
Se detiene, levanta la vista y
—... puedo hablar —dice de viva voz.
Pedro se queda un momento tan desilusionado y
confuso como el niño que, ya mayorcito, descubre que los Reyes Magos no
existen. Ella mira su expresión de asombro y ríe con todas sus ganas. Todo el
mundo los mira.
—¿De verdad te lo habías creído? Pero... ¿cómo puedes
ser tan inocente? —le dice María acercando su cara a la de Pedro y poniéndole
una mano en el hombro.
—Yo... ¡qué va! Sabía perfectamente que estabas bromeando.
Lo que pasa es que te seguía el juego. —Pedro está rojo como un tomate.
—Anda, que no te quedas conmigo: tú te lo habías
creído. ¡Eres fantástico, Pedro!
Él, abrumado y desconcertado por un calificativo que
no sabe cómo interpretar, acaba reconociendo la verdad.
—La verdad es que sí. Te habías quedado conmigo y...
Bueno, de todas formas me alegro de que fuera una broma. Debe ser horrible ser
mudo.
—Desde luego —concede ella—, aunque a todo se
acostumbra uno.
Pedro, que necesita llenar el vacío que le ha dejado
la ausencia de Adela, intenta ganarse a María.
—¿Te gusta el cine?
—Psh... ni fu ni fa.
—Esta semana están poniendo Felpudo Maldito en el Lumière 3 Cines. Podíamos ir. Está muy bien.
—¿Tú la has visto?
—No —miente Pedro, que la ha visto ya dos veces.
—¿De qué va?
—De un triángulo amoroso.
—No me gustan los triángulos amorosos.
—También ponen El
cartero y Pablo Neruda.
—¿Pablo Neruda el poeta?
—Sí.
—¡Venga, vamos a verla!
Pedro se levanta y se acerca a la barra para pedir El Faro y ver los horarios. Busca la
pagina en cuestión y vuelve a la mesa con el periódico abierto por ella:
—Hoy podemos ir a las ocho, a las diez y a las doce.
—Hoy no puedo; mañana.
—De acuerdo. ¿Nos vemos en el cine a las nueve y
damos un paseo antes de entrar?
—De acuerdo; buena idea.
*
Una semana después, al volver a su casa, Pedro
encuentra una carta en el buzón. Mira el remite: es de Adela. Rasga el sobre
con mano temblorosa y se pone a leerla allí mismo.
“Heraclion, 18 de agosto.
Querido Pedro:
Te
pongo unas pocas líneas porque necesito comunicarme con alguien de confianza y
que pueda ayudarme.
Al
principio las cosas me iban muy bien con Zálasos. Nunca había sentido tanto y
tan fuerte con ningún hombre y yo estaba como en las nubes, flotando todo el
día. No sé si puedes entenderme bien, pero era así. Zálasos me hizo sentirme
mujer plena por primera vez, con él descubrí las posibilidades de mi cuerpo,
sus lugares vitales, las caricias más placenteras. De todas formas, como fuera,
yo me sentía bien. No me daba cuenta de que me tenía anulada, que yo no existía
si no era para estar junto a él, para hacer lo que me pidiese. Lo peor fue que
después volvió a embarcarse y me dejó sola durante un mes. Cuando volvió ya no
era el mismo. No sé qué le habrá pasado por ahí, pero se dedica a maltratarme:
me deja encerrada en la casa cuando él sale, me ha pegado varias veces y me ha
hecho cosas que me da vergüenza contarte y que no quiero ni recordar. La carta
que estás leyendo la voy a echar al correo si consigo escaparme de alguna
forma. Lo que no sé es cómo entraré luego. El dinero que traía me lo ha quitado
todo y no sé de dónde sacarlo para volver. Además, como salí ilegalmente y no
tengo pasaporte, tengo que volver de la misma forma. Si aún me quieres, haz
algo Pedro, no puedo seguir aquí con este hombre; no sabes qué arrepentida
estoy de haberme ido. Un beso.
Adela.
Pedro relee la carta y, durante unos instantes, se
queda paralizado por la indignación. Luego sube a su casa, busca la mochila,
echa dentro cuatro cosas y sale a escape hacia el puerto. De camino, pasa por
el Coral y le deja a Simón una nota
para María.
Se va derecho a uno de los bares que frecuentan los
marineros de los barcos que están anclados para cargar o descargar mercancías.
Habla con unos y otros y, después de mucho buscar, encuentra a uno de un
carguero que va a Creta y que accede a esconderlo en la bodega por un precio
asequible. Salen esa misma madrugada. Será un polizón enamorado.
*
Pasar quince días dentro de la bodega de un barco,
en un contenedor vacío, sin ver nunca el sol ni el mar, es una experiencia que
no se olvida fácilmente, máxime si uno no ha viajado nunca por mar y tiene un poco
de claustrofobia. Cuando Pedro pisa el suelo del puerto de Heraclion, es una
pobre remedo de sí mismo. La luz del sol le molesta sobremanera; lleva los ojos
casi cerrados y los músculos de la cara extrañamente contraídos. Está blanco
como la cal y casi tan delgado como lo pudiera estar un náufrago. La barba de
dos semanas que lleva acentúa lo enfermizo de su aspecto. Además, por efecto
del vaivén continuo del barco, durante un rato es incapaz de caminar en línea
recta. También contribuyen a darle un aspecto extraño los dolores que siente
por todo el cuerpo al andar, pues el tiempo que ha estado sin poder estirar las
piernas en condiciones le ha debilitado mucho. Cada paso le cuesta un mundo.
Para evitar los dolores, se propone caminar a pasos muy cortos y con el cuerpo
encorvado, pero el mareo le impide cumplir este propósito y cada vez que da una
camballada grita de dolor y maldice su suerte. Parece un borracho o un demente
peligroso y la gente se aparta con desconfianza de su camino. Finalmente,
después de haber regalado a los presentes con un variado repertorio de pasos de
baile psicodélico, decide sentarse a la sombra y esperar que se le pase un poco
todo este malestar.
Un cuarto de hora después se levanta: cree estar ya
en condiciones de caminar con normalidad. Cerca del puerto, en una calle
ascendente que corre paralela a las murallas, encuentra un hostal. Paga una
noche por adelantado, le obligan a hacerlo, y se va a su cuarto. Se afeita, se
ducha, se cambia de ropa y sale en busca de Adela sin perder un momento.
Preguntando, preguntando llega a la Plaza de la
Libertad, muy cerca de la calle donde vive ella. Es una plaza espaciosa, llena
de jardines y terrazas de bares amuebladas con sillones de cojines floreados y
mesas circulares, todo hecho de bambú. Son ya cerca de las nueve de la noche y
están ocupadas por turistas ociosos de carteras llenas. Varias parejas bailan
al son de una orquesta. Se respira vitalidad en el aire.
Al doblar una esquina se encuentra en la calle de Adela.
Anda unos pasos. Ya está frente a la casa donde vive. No tiene ni idea de si va
a haber alguien dentro y, en caso de que haya, si va a ser ella y va a estar
sola. Respira hondo, levanta el puño cerrado y golpea la puerta dos veces. Pasa
medio minuto y no acude nadie a abrir. Vuelve a llamar, ahora con más fuerza. A
pesar del ruido que hay en la calle, al poco, y acompañado de un extraño
tintineo, empieza a oír el sonido de unos pasos en el interior de la casa, unos
pasos que se le aproximan.
(Continuará).
No hay comentarios:
Publicar un comentario