—Ponme un café, Feliciano.
—Con unas gotitas de leche fría, ¿no, María?
—Eso es.
María coge el café, se va a su mesa de siempre y
enciende su cigarro. Son las nueve de la noche. Para sus parroquianos, el Coral sigue como ayer, anclado en el
tedio de lo conocido.
*
Juan, el padre de Adela, lleva sin salir de su casa
desde que se fugó su hija. Ha pedido la jubilación anticipada y ha perdido todo
el contacto con el grupo de amigos en el que ha estado los últimos veinte años.
Como si fuera un siciliano a la antigua, un personaje de las primeras novelas
de Pirandello, siente tan herido su honor que prefiere quedarse allí,
encerrado, a salvo de las miradas y los comentarios malintencionados de la
gente del pueblo. Adela madre, su mujer, le dedica todas sus atenciones. Ante
todo, quiere que coma, pues se ha negado a probar bocado y está perdiendo peso
de forma alarmante.
—Anda, Juan, come aunque sea un poquito. Hazlo por
mí.
—¿Qué fallo hemos cometido, Dios mío? —se pregunta
el padre como enajenado e ignorando el plato de comida que Adela le ha puesto
delante—. Ha tenido todo lo que ha querido: el ordenador, una moto, ropa cara.
Lo único con lo que no transigía era con que volviera tarde a casa, que ya
sabes tú los peligros que hay en la calle por la noche para una muchacha joven.
Le hemos dado todo nuestro amor, todo nuestro cariño… ¡Con los hijos nunca se
acierta!
—Anda, Juan, come aunque sea un poquito.
*
Pendientes de juicio, Manolo "el Monje" y
Antoñito "el Bala" pasan el tiempo en la cárcel como pueden. Se han
hecho amigos de todos y se hacen respetar gracias a la autoridad latente que
vive en el timbre de voz, los brazos y las miradas de "el Monje".
—Cuando salgamos de la cárcel, esa guarra de Amanda
me las va a pagar.
Antoñito lo escucha en silencio.
—¿Quién se habrá creído que es para cerrarme la
puerta a mí, a "el Monje", el hombre al que se lo debe todo? Yo la
quité de la calle, la enseñé a ganarse la vida con los tíos de billetes, a
quererse un poquito y a saber que valía mucho más que las que se ponen en las
esquinas. Hasta el móvil que tiene se lo compré yo. ¿A santo de qué entonces,
ya que había pescado a uno de billetes, de los que tienen billetes de verdad,
no querer abrirme la puerta a mí, al único que la quiere y quiere lo mejor para
ella? Está muy equivocada, muy pero que muy equivocada. Ya veremos qué pasa
cuando salgamos de la cárcel; ésa no sabe con quién está jugando.
*
¿Quién será a estas horas? Zálasos no puede ser: está embarcado. ¿Serán esos niños que llaman a la puerta y luego salen
corriendo? Sí, seguro que son los niños. Yo no me levanto. ¡Uf, qué dolor de
cabeza tengo!
Se da la vuelta en la cama e intenta volver a
dormir. Otros porrazos en la puerta la sacan de su duermevela.
Otra vez. Iré a ver, no vaya a ser que sea alguien.
Adela busca la bata y las zapatillas. Se pone la
bata encima del camisón y, como no encuentra las zapatillas, acude a la puerta
descalza. Por el pasillo resuena el cascabel que Zálasos le puso en uno de sus
tobillos y ella no ha querido quitarse por miedo. Levanta la tapita de la mirilla
y se le iluminan los ojos. "¡Es Pedro!" Se acerca al espejo que hay
cerca de la puerta para arreglarse un poco los cabellos. Abre la puerta.
—¡Pedro, mi Pedro! —le dice al oído mientras se abrazan
estrechamente—. ¡Has venido! ¡Te quiero!
—¡Yo sí que te quiero! —le dice Pedro con los ojos
llenos de lágrimas.
Durante un minuto ninguno dice nada. Se apartan un
poco para mirarse bien, vuelven a abrazarse, vuelven a mirarse. Pedro nota a Adela
mucho más delgada y envuelta en olores extraños, olores acres.
—¿Y Zálasos? —pregunta Pedro mirando con
desconfianza hacia el interior de la casa.
—Está embarcado. No volverá en varias semanas.
—Cuando vuelva no te encontrará aquí. Tú te vienes
conmigo.
*
Los clientes del Coral
conocen ya el motivo de la ausencia de Pedro y el destino de su viaje. La nota
que le dejó a María estaba llena de indiscreciones y, como Simón se encargó de leerla antes de dársela a la
muchacha, la noticia corrió de boca en boca creando el efecto bola de nieve.
—Por lo visto estuvo embarazada y perdió el niño
como resultado de las palizas que le pegaba el griego. ¡Ella se lo ha buscado!
—comenta en voz muy alta un muchacho de frente muy estrecha y casi barbilampiño.
—Pues dicen que el padre no quiere salir de su casa
y ha intentado suicidarse dos veces —añade otro que está sentado cerca suya, un
muchacho de barba de varios días y ojos estrábicos.
—¿¡Sííí...!?
—Eso dicen.
—¡Qué barbaridad! Esa mata al padre, seguro.
—Yo, desde luego, nunca tendré hijas… ¡Para que te
salgan como ésta...! Si es niña, la dejo en la puerta de un convento —sentencia
la conversación este animal, animal por llamarlo de alguna forma, pues ningún
bicho viviente haría eso.
*
Entre los clientes del Coral, hay un grupo de tres chavalas que llaman la atención por su
belleza. No son antiguas amigas: salen juntas desde que se conocieron ya
mayores y se sintieron unidas por ser las tres muy atractivas. Por donde pasan
acaparan las miradas de los hombres y las mujeres; ellas las envidian, ellos
las desean. Belén es castaña, alta, muy bien formada y de ojos verdes; Sole es
rubia, de ojos azules y curvas abundantes; Valle tiene el pelo y la piel muy
morenos, los ojos rajados, buena estatura y un cuerpo también muy atractivo.
Las tres son jovencitas y todavía no han
experimentado los cambios que produce la maternidad y, en general, el paso del
tiempo. A pesar de salir juntas y ser las tres tan bonitas, de tener esos
puntos en común, se distancian en otro que las diferencia y no poco: una se lo
cree, las otras dos no. La que se lo cree es Sole, que piensa que por el hecho
de ser bonita puede tener a todos los hombres a sus pies y hacerles todos los
desplantes y faenas que se le ocurran. No se ha enamorado nunca de verdad ni
parece que sea capaz de hacerlo: sólo se quiere a sí misma. Además es
intrigante y goza engañando a las otras dos con los muchachos con los que
salen, los cuales caen como moscas en la tela de araña. Ella se considera la
más bella y tiene que demostrárselo continuamente conquistando la atención de
todos los hombres que le gusten un poquito, y los de sus amigas, aunque no le
gusten, más aún, pues ganárselos tiene un encanto añadido basado en un
sentimiento morboso y cruel. Entre otras
aficiones, posee la de poner pruebas a los hombres que quieren conseguirla,
pruebas engorrosas para ellos y cuya superación le produce un extraño placer.
—Si de verdad me quieres, sal mañana con tu novia,
conmigo y con un chaval que yo llevaré.
—Pero... no puedo. Mi novia no quiere ni oír hablar
de ti. Se ve que alguien le ha ido con el cuento de que me han visto varias
veces contigo y está muy celosa.
—Pues, mira: eso es lo que hay. O lo tomas o lo
dejas.
—Sole... ¡me pides unas cosas!
El hombre, un pánfilo, cae en la trampa: consiente
en hacerse el encontradizo con Sole en el Coral
y al día siguiente se presenta con su novia. Esta no se huele nada al principio
pero, conforme pasa el tiempo y ve que su novio está sentado junto a Sole y le
dedica casi más atención que a ella, empieza a amoscarse y acaba por levantarse
e irse hacia su casa con un enfado enorme. Lógico. Al día siguiente tiene una
trifulca con su novio que colea durantes varios meses.
Así es Sole. El nombre le va que ni pintado.
*
Adela y Pedro han ajustado ya un precio asequible
para volver a Medina escondidos en un barco. Salen al día siguiente, cuando
acaben las labores de carga y estibación. Esa noche, aunque Adela le dice a
Pedro que puede dormir en la casa, duermen en el hostal, donde él se siente más
seguro. Al entrar los ve el recepcionista y los obliga a pagar un suplemento
por ella; Pedro, a quien no le sienta nada bien este gasto inesperado, se lo
entrega mientras lo piropea en román paladino:
-Ahí tiene usted, ladrón, hijo de puta —le dice con
la mejor de sus sonrisas y dando a su voz un tono festivo.
El recepcionista, a quien no le importa ni mucho ni
poco lo que le digan mientras le paguen lo que le deben, le contesta con una
ceremoniosa inclinación de cabeza. Adela aguanta la risa como puede.
La habitación es pequeña y sólo contiene una cama,
un armario ropero cojo y desvencijado, un bidé y un lavabo. Una ventana
pequeñita se abre al puerto y al mar.
—No había pensado en que aquí sólo hay una cama. Yo
puedo dormir muy bien en el suelo.
—De eso ni hablar. Debes venir muy cansado del
viaje. Te conviene descansar.
—Y tú... ¿dónde duermes?
—Pues en la cama, contigo.
Pedro la mira un momento disimulando su alegría.
—Oye —dice después de una largo silencio de miradas
ardientes—. Habría que salir a comprar provisiones para el viaje.
—Es verdad.
—Voy a ir yo solo. No conviene que te vea nadie por
la calle, no vaya a ser que alguien te reconozca y tengamos problemas.
—¡Para lo que me conocen! ¡Si el monstruo de Zálasos
no me ha dejado salir en todo el tiempo que llevo aquí!
—Da igual. Es mejor que te quedes. Yo volveré
rápido. Cierra la puerta y no abras a nadie.
—Descuida.
Se despiden con un beso en la boca largo largo.
Pedro baja la escalera con la misma ilusión que un niño.
*
¡Pobre Pedro, qué bueno es conmigo! Yo sabía que me
tenía cariño, pero no tanto como para venir hasta aquí en busca mía. Creo que
me conviene poner los pies en el suelo, ser más realista e intentar llevar una
relación con él. Yo no lo quiero, le tengo cariño, eso sí, pero nada más;
quizá, con el tiempo, llegue a quererlo, eso nunca se sabe. Lo cierto es que
ahora está aquí, me quiere, vamos a dormir juntos y yo necesito olvidar al
cerdo de Zálasos.
¡Menos mal que me han desaparecido ya los moratones
que tenía en la espalda y el culo, de aquel día que le dio por pegarme con el
cinturón! ¡Qué hijo de mala madre! ¿Y aquel otro día que llegó muy cariñoso y
después le dio por desnudarme y atarme a los hierros de los pies de la cama? Yo
lo dejé hacer no sé por qué, por probar algo nuevo sería. Luego fue y me
penetró por detrás, haciéndome un daño enorme, y se marchó dejándome atada.
Volvió a la media hora con una puta que había encontrado en la calle y se
liaron a hacerlo allí, en la cama, justo delante mía. ¡En mi vida me he sentido
más humillada! No creo que olvide nunca el mal rato que pasé. De todas formas,
tengo que intentarlo. A ver cómo me va con Pedro; seguro que a él no se le
ocurriría nunca hacerme una cosa así. Necesito acostarme con él, a ver si puedo
olvidar pronto a Zálasos. Ojalá sea buen amante; si no, me va a costar más
trabajo conseguirlo.
*
Dentro de lo que cabe, Pedro tiene suerte: a pesar
de ser casi las once de la noche encuentra abierta una tienda donde se venden
comestibles. Piensa en alimentos que no necesiten una conservación especial y
confecciona una lista mental de ellos en la que están comprendidos tabletas de
chocolate, frutos secos, cocos y latas de conservas, de atún, sardinas y melocotón en almíbar.
Ya está de vuelta en el hostal. Va muy cargado pero
no nota el peso; es feliz. Llama a la puerta de la habitación. Adela le abre la
puerta. Se sonríen.
*
En el Coral
hay mucha gente esta noche. Se está festejando la muerte del verano, algo que
apena a la mayoría de la gente pero, como en ciertos entierros de Nueva
Orleans, se acompaña con risas y música alegre. La fiesta, celebrada por
Ernesto por primera vez hace años, se ha convertido ya en una costumbre, y
ningún cliente asiduo falta a esta cita cada 21 de septiembre. La barra está a
rebosar, no cabe un alfiler, y los alrededores del bar también. Feliciano,
especialmente dicharachero esta noche, no para de servir copas pero lo lleva
muy bien, contando chistes y diciendo parpujadas cada dos por tres.
—A ver... ¿quién me ha pedido dos gin-tonics-tonics?
—Nosotros —contestan a la vez dos hombres ya
mayores, de los que van al bar buscando aventuras que sazonen un poco su
monótona vida matrimonial. Feliciano les pone las copas justo delante suya, y
ellos, después de darles un trago para que les quepa más tónica, se vuelven y
apoyan la espalda en la barra. Rondarán los cuarenta años y van vestidos con
ropa cara.
—Mira esa, que buena está.
—¡Es un bomboncito!
—Pues parece que está sola.
El otro se despega de la barra. Y se le acerca.
—Oye, perdona. Mira, es que estoy ahí con mi amigo —dice
señalando al compañero, quien contesta con una inclinación de cabeza—, y, desde
que te vimos, estamos discutiendo si eres tú la muchacha que se presentó por
Cádiz al concurso de miss España... ¿Serías tan amable de sacarnos de dudas?
Sole, que no es otra la muchacha, se siente muy
halagada y sonríe al hombre abiertamente.
—Pues no; pero podía haberme presentado, ¿verdad...?
—Seguro que sí. Hubieras hecho un papel estupendo,
de los mejores. Seguro que hubieras ganado.
—¡Quita, quita, charrán!
—¡Qué ojos tienes niña! ¡No te caben en la cara!
Ella, coqueta, se echa el cabello a un lado y lo
mira fijamente a los ojos. Luego desvía la mirada para dirigirla al que se ha
quedado en la barra. Calibra la posición de los dos, su estado civil, sus
ingresos...
—¡Tengo una sed!
—Para mí será un placer invitarte a lo que quieras.
Se acercan a la barra y al compañero.
—Mira, este es Armando. Armando te presento a... ¡Pero
si todavía no sé cómo te llamas!
—Sole.
—Encantado, Sole —dice Armando mientras se besan las
mejillas.
—Mi nombre es Pepe.
Se besan también.
—¿Qué vas a tomar?
—Un whisky con coca-cola.
—¡Camarero!
El Coral
cada vez está más lleno. Hay que subir mucho la voz para hacerse oír.
—Bueno, Armando, tenías tú razón. Sole no es miss
Cádiz, pero no me negarás que podría serlo perfectamente.
—Desde luego. Sólo con presentarse al concurso.
—¿A qué os dedicáis?
—Yo tengo un despacho de abogado. Me va muy bien; no
me falta nunca la clientela.
—¿Y tú, Armando?
—También soy abogado.
—Entonces, os hacéis la competencia.
—Bueno, sólo a veces, cuando el cliente es de los de
postín. También nos pasa con las chicas más bonitas —añade cruzando una mirada
de inteligencia con Pepe.
—Vaya dos piezas que estáis hechos. ¿Y las mujeres?
¿Dónde os las habéis dejado?
—¡Si somos solteros!
—¿Solteros con la edad que tenéis? A otro perro con
ese hueso: yo no me lo creo.
—¡Que sí, mujer, de verdad!
—Enseñadme las carteras. Seguro que lleváis fotos de
vuestros hijos.
Pepe la saca el primero y se la da a Sole. Ella la
abre y mira detenidamente su contenido: el D.N.I., tarjetas de visita, varios
carnets de entrada a clubs privados y una decena de tarjetas de crédito.
Ninguna fotografía. La revisión de la cartera de Armando obtiene un resultado
similar.
Les devuelve las carteras y guardan silencio durante
unos momentos. El Coral es ya un
hervidero humano.
*
—¡Así así, sigue, no pares! ¡Te quiero!
Los cuerpos de Adela y Pedro bailan rumbas en la
noche cretense. La luna, casi llena, inunda de plata y reflejos sus pieles
bañados en sudor. En la cama, sentados frente a frente, las piernas entrelazadas, las manos se pasean por las nalgas, la espalda y la nuca prodigando
caricias firmes pero delicadas; las bocas se buscan, los pechos —muy erguidos— se
rozan sin parar. El acoplamiento de los dos amantes produce chispas y un campo
magnético en el que no hay cabida para ningún objeto o realidad física; sólo
con rozarlo saldría disparado y atravesaría las paredes. Adela y Pedro están al
borde del éxtasis. Sólo un escalón, un escalón más y lo habrán conseguido.
Ahora se comen literalmente a besos, besos pequeños
y delicados con los que cada uno recorre lento el cuerpo del otro. Son besos de
agradecimiento, de reconocimiento, de cariño. Sus labios renuevan los
juramentos de amor, las promesas de constancia, de fidelidad... Uno le pone al
otro un dedo en la boca para pedirle que se calle, que no siga por ese camino,
que no es necesario nada de eso. Es Pedro el que lo hace: algo se está
rompiendo dentro de él.
En el exterior, la luna, alta ya en el cielo, ilumina
de azul a todas las parejas de la tierra. Pedro tiene lágrimas en los ojos. Allá abajo, cerca del puerto, un barco adornado de
luminarias derrocha música por la superficie del mar.
(Continuará).
No hay comentarios:
Publicar un comentario