El
pasado mes de diciembre, y en Osuna, tuve la satisfacción de presentar en vivo
y en directo la segunda de mis novelas publicadas en papel y en formato digital.
La obra, que lleva por título ¡Susana!
¡¡Susanita!!, relata las aventuras que corren dos amigos del sur de España,
de Sevilla en este caso —pero que podrían ser de cualquier lugar de Andalucía—,
por haber metido las narices donde no les llamaban, creando en el lector una
continua desazón que le obliga a seguir leyendo para comprobar hasta dónde
puede llegar la inutilidad como investigadores de estos dos sujetos, muy hábiles
a la hora de vaciar botellines de cerveza pero totalmente negados para hacer
funcionar un poco las neuronas. Menos mal que cerca de ellos hay también
mujeres, pues si no fuera por ellas —que no tienen nada que ver con las sumisas
y débiles mentales que protagonizan una famosa novela seudoliteraria, llevada
ahora al cine, que amenaza con echar por tierra todas las conquistas de las
mujeres—, no serían capaces ni de atarse los cordones de los zapatos.
Les
dejo con el booktráiler de la obra y con sus primeras páginas. Buena lectura.
"Dentro del dormitorio el silencio era
casi absoluto. La penumbra, apenas aclarada por una luz mortecina, se había
apoderado de todos los rincones, creando una sensación de luto anticipado. En
la cama, un moribundo, los rasgos afilados por la cercanía de la muerte, yacía
inerte, los ojos cerrados, la respiración débil. Su mujer, sentada en una silla
situada junto a la cama, apretaba una de sus manos, aprisionándola, como
intentando retenerla para que la muerte no se llevase al hombre de su lado,
oponiendo una resistencia casi pueril, pero humana, a lo inevitable.
El sonido del timbre de la puerta de
la calle rompió el pesado silencio de la casa, un silencio consistente, denso,
embalsado por las puertas macizas y los gruesos cortinajes. El hombre presionó
levemente la mano de la mujer y abrió los ojos.
—Deve
essere Pietro —dijo
con un hilo de voz.
La mujer se levantó y acudió a abrir
la puerta. Instantes después hacía su entrada en el dormitorio otra persona, un
hombre más joven que el agonizante pero también entrado en años. Acudió junto
al lecho, se sentó en la misma silla que ocupara la mujer y, como si todos
estuviesen de acuerdo en cómo había que tratar a una persona que se va, le tomó
una de sus manos y permaneció a la espera. El agonizante abrió los ojos,
intentó sonreírle y, haciendo un esfuerzo supremo, le señaló con la mano que
tenía libre el cajón de la mesilla de noche. El recién llegado lo abrió y
encontró un sobre en blanco y cerrado. Intentó entregárselo al moribundo, pero
éste, con un hilo de voz, le dijo:
—Questo
è per te.
Se guardó el sobre y, obedeciendo un
vago gesto del agonizante, salió para avisar a la mujer quien, respetando los
deseos del marido, había permanecido en el pasillo. Le cedió la silla y
permaneció a los pies de la cama. Al poco tiempo, el agonizante, rendidas ya
todas sus fuerzas, expiró.
Después de consolar a la viuda y ofrecerse
para ayudar a amortajar al fallecido —ofrecimiento que ella rechazó con
amabilidad—, se despidió, salió de la casa y se encaminó hacia la suya,
esquivando como podía a una multitud eufórica, vociferante y descerebrada que
celebraba no se qué victoria deportiva. El hombre, los ojos humedecidos,
caminaba como camina el extranjero que ha viajado por obligación a un país que
considera de poco interés, ausente y deseoso de volver a su casa para
reencontrar la belleza y la paz de espíritu que dejó atrás al abandonarla.
Una vez en ella, y en la soledad de
su despacho, Pedro Menéndez abrió el sobre. Contenía un papel escrito en
italiano con la letra inconfundible de su amigo Alessandro, una letra picuda y
de caracteres muy entrelazados, tanto que, a veces, los guiones de las tes
servían para unir varias de la misma palabra situadas en sílabas distintas. Por
su contendido parecía escrito poco antes de su muerte, o al menos teniendo
conocimiento de su proximidad, aunque, a pesar de ello, los trazos parecían
firmes, enérgicos, determinados. Una vez leído el papel, sintió la necesidad de
ocultarlo, pues su contenido era de todos menos visible por el común de los
mortales. Durante unos minutos, sin embargo, permaneció inmóvil, la barbilla
apoyada en la palma de la mano derecha, mirando un punto fijo. Sintió angustia
por la vida que se le iba —ya no era una persona joven— y por el amigo que se
le había ido. Como si fueran producto de un montaje cinematográfico un poco
caprichoso, pasaron por su mente instantáneas de momentos felices pasados junto
a Alessandro en la despreocupada juventud, cuando los hijos de ambos aún eran
pequeños, las ilusiones estaban intactas y la fuerza y la salud parecían
elementos consustanciales a sus vidas. Ahora su amigo había muerto, los hijos
vivían lejos y él cada vez pensaba más en lo que había vivido y menos en lo que
le quedaba por vivir.
Miró a su alrededor, buscando un
lugar donde ocultar el papel hasta que pudiera hacer algo en relación a su
delicado contenido. Su mesa de despacho, un escritorio de líneas sencillas y
funcionales, más para ser utilizado que para servir de adorno, podía ser un
buen sitio. En uno de sus cajones, que cerraban con llave, podía guardarlo
perfectamente, pero también, pensó, sería el primer sitio donde mirarían los
extraños en un hipotético robo. A su espalda, ocupando toda una pared de la
habitación —la casa de Pedro era antigua, de techos altos—, se levantaba una
librería, ocupada por parte de los libros que había ido reuniendo durante su
vida. Podía ser este quizá, pensó, un lugar mejor para ocultarlo, cogiendo
cualquier libro al azar y poniendo el papel entre sus páginas. Al cabo de unos
instantes descartó también esta opción: sabía que los libros eran retirados de
su lugar, perfectamente establecido, con periodicidad para limpiarles el polvo,
operación en el trascurso de la cual el papel podía caer al suelo y ser leído
por la empleada del servicio doméstico, una metomentodo a la que había
sorprendido un par de veces curioseando entre sus cosas.
Dejó vagar la mirada por las paredes
y el resto de los muebles del despacho, sobre todo por los cuadros, aquellas
pinturas que había ido reuniendo durante su vida y de las que tan orgulloso se
sentía. De repente, lo vio, vio el lugar donde podía ocultarlo de forma que
creía segura. Antes de hacerlo, buscó recado de escribir y copió el contenido
del papel, añadiéndole al principio y al final unas líneas de su cosecha. Había
decidido que al día siguiente viajaría en tren a Madrid para compartir el
contenido del escrito con una persona de auténtica confianza.
EL CORREO DE SEVILLA. (Edición digital)
Lunes, 12 de julio de 2010. Actualizado a las 19.30.
UN CONOCIDO INVESTIGADOR SEVILLANO ENTRE LOS
FALLECIDOS EN EL ACCIDENTE FERROVIARIO.
Según
fuentes bien informadas, del Ministerio del Interior, entre los fallecidos en
el accidente de tren que tuvo lugar esta mañana en la entrada de la estación de
Puertollano en dirección a Madrid, accidente cuyas causas se siguen
investigando —aunque todo apunta a una distracción del conductor—, se encuentra
Pedro Menéndez Osuna, conocido investigador sevillano afincado en Santiponce.
Como recordarán los lectores, Pedro Menéndez fue distinguido en el año 2005 con
el Premio Nacional de Humanidades por su labor de investigación sobre las
culturas prerromanas de la Península Ibérica. Su cadáver, según un portavoz de
la familia, se velará en el Tanatorio de la SE-30, y con posterioridad sus
restos serán trasladados al Cementerio de San Fernando. Se da la penosa
circunstancia de que ayer mismo por la tarde había fallecido en su casa sevillana
el también conocido investigador Alessandro Marchesetti, con quien Menéndez
mantenía una estrecha amistad. El mundo sevillano de las humanidades, que
tantos y tan excelentes representantes ha tenido desde los tiempos de don Antonio
Domínguez Ortiz y don Ramón Carande, ha quedado súbitamente en la más completa
orfandad y en un auténtico estado de shock. La comunidad universitaria y la
académica lloran tan sensibles pérdidas".
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