(Obligación hipotecaria emitida en julio de 1881)
A muchos de nosotros nos habrán contado
formidables historias sobre el carácter despilfarrador de Mariano Téllez-Girón
y Beaufort Spontin (1814-1882), el XII duque de Osuna, una especie de héroe
local entre los ursaonenses y entre los madrileños más castizos, los cuales, hasta hace pocos años, cuando alguien hacía ostentación de riqueza invitando a todo el mundo, le decían al compañero por lo bajini:
--¡Ni que fuera Osuna!
Todos recordamos aquellas anécdotas que cuenta Antonio Marichalar en su libro Riesgo y ventura del Duque de Osuna. La vez, por ejemplo, que compró un caballo semental único en el mundo, le rapó las crines y la cola, largas y sedosas, y lo ató a una noria para que diera vueltas como si fuera un borriquillo; esa en la que usó una capa de visón, astracán, armiño o zorro azul —no recuerdo bien ahora ese detalle— para sentarse en una reunión y luego no quiso llevársela porque “el duque de Osuna no acostumbra a llevarse las asientos de las casas”; o aquella en la que, cuando alguien le advirtió de que se le caían las piedras preciosas que tenía por botones en una prenda que llevaba puesta, dijo que le daba igual, que “esos eran los piojos del duque de Osuna”. Sin embargo, sobre todas estas historias ha destacado siempre una: la de aquella vez que dio un banquete en San Petersburgo, donde estaba de embajador de Isabel II, y al acabar dicho banquete mandó arrojar por una de las ventanas del palacio, que daban al río Neva, y no a una calle, toda una vajilla de oro, vajilla que se perdió si los habitantes pobres de la ciudad, que eran mayoría, no sacaron fuerzas de flaqueza y se tiraron al río a intentar recuperar alguna pieza. Ese “detalle” no consta en las crónicas.
--¡Ni que fuera Osuna!
Todos recordamos aquellas anécdotas que cuenta Antonio Marichalar en su libro Riesgo y ventura del Duque de Osuna. La vez, por ejemplo, que compró un caballo semental único en el mundo, le rapó las crines y la cola, largas y sedosas, y lo ató a una noria para que diera vueltas como si fuera un borriquillo; esa en la que usó una capa de visón, astracán, armiño o zorro azul —no recuerdo bien ahora ese detalle— para sentarse en una reunión y luego no quiso llevársela porque “el duque de Osuna no acostumbra a llevarse las asientos de las casas”; o aquella en la que, cuando alguien le advirtió de que se le caían las piedras preciosas que tenía por botones en una prenda que llevaba puesta, dijo que le daba igual, que “esos eran los piojos del duque de Osuna”. Sin embargo, sobre todas estas historias ha destacado siempre una: la de aquella vez que dio un banquete en San Petersburgo, donde estaba de embajador de Isabel II, y al acabar dicho banquete mandó arrojar por una de las ventanas del palacio, que daban al río Neva, y no a una calle, toda una vajilla de oro, vajilla que se perdió si los habitantes pobres de la ciudad, que eran mayoría, no sacaron fuerzas de flaqueza y se tiraron al río a intentar recuperar alguna pieza. Ese “detalle” no consta en las crónicas.
Así fueron las cosas, por desgracia:
Mariano tirando el dinero a espuertas en Rusia y por donde pasara; en Madrid, Pedro
Herrero —uno de sus principales administradores— carteándose con la Duquesa
para ver si al menos ella tenía seso y podía convencer a su marido de la ruina
que se les venía encima si no recortaban gastos; en Osuna, la ciudad que dio
nombre a su principal título nobiliario, alrededor de quince mil personas sin
un mal pan que llevarse a la boca y unas fundaciones ducales que no veían un
duro desde hacía tiempo; y, por todo el país y parte de Europa, unos
administradores y arrendatarios del Duque que se frotaban las manos ante su
próxima y ya pública ruina.
Hasta ahora, de Mariano Téllez-Girón
podíamos aplaudir al menos sus gracietas, sus originales ocurrencias a la hora de
dilapidar la mayor fortuna que en ese momento había en España, muy en la línea de los conductas encaminadas a ostentar el ocio y el consumo que Thorstein Veblen (1857-1929) analiza y explica en su magistral Teoría de la clase ociosa. Pero es que ya
ni eso. Ahora resulta que ni siquiera fue original, porque en el famoso episodio
de la vajilla defenestrada copió a otra persona.
Corre el año de 1486. En la mayoría
de los territorios situados al sur de los Pirineos reinan Isabel y Fernando, y este último tiene un hombre de confianza llamado Iñigo López de Mendoza y
Quiñones (1440-1515), II conde de Tendilla, al que manda a Roma como embajador
con varias misiones importantes que sería muy prolijo detallar ahora. De Íñigo,
que era nieto del Marqués de Santillana, cuentan los cronistas
que era “orgulloso, guerrero, letrado y mujeriego”, pues “amó mucho mujeres,
más que a tan sabio caballero conviniera”. Este señor, que estaba casado con una
prima hermana del I conde de Ureña, dejó una profunda huella en Roma.
Aparte de sus éxitos diplomáticos, que los obtuvo, se distinguió por “hazañas”
como comprar y derribar varias casas en Roma para hacer leñas con sus vigas y
poder celebrar banquetes y, sobre todo, por arrojar al río Tíber toda una
vajilla de plata durante una suntuosa comida que celebró en honor de la curia
papal. Después del primer plato la vajilla estaba sucia y, en lugar de retirarla
para limpiarla, los criados la arrojaron al río y pusieron en la mesa una
vajilla limpia, también de plata. Hasta aquí las historias de los dos nobles
diplomáticos son muy parecidas: los dos parecen unos cabezas locas que, para
impresionar a sus invitados, despilfarran lo que han ganado con el sudor de la
frente de sus criados. Sólo hay una diferencia, y esta es fundamental: López de
Mendoza había ordenado previamente colocar en secreto unas redes en el río y, durante la
noche siguiente, también en secreto, se recuperaron todos los objetos menos una
cuchara y dos tenedores.
A veces me da por pensar en cómo
sería ahora Osuna si Mariano Téllez-Girón hubiera tenido el talento suficiente para
copiar, en todos los detalles, a Iñigo López de Mendoza.
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