domingo, 2 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (III).




Capítulo 4


            Primero, antes de pasar a la acción, me dediqué a observarlo. Cuando después de darle el pecho mi madre lo acostaba en la cuna que había sido mía hasta que él llegara, me colaba en la habitación sin hacer ruido, me ponía de puntillas y lo miraba de cerca. La penumbra del cuarto no favorecía en nada la opinión que yo pudiera formarme de su naturaleza: realmente era una especie de niño, pero tan peludo y tan arrugado que nadie lo hubiera pensado. Más bien parecía una cría de gorila o de chimpancé que hubiera nacido en una familia de homo sapiens sapiens por error o por un descomunal atavismo. Las veces que yo estaba presente mientras mi madre le daba el pecho, pocas porque yo siempre intentaba evitar la visión de algo que me parecía aberrante, me mantenía en tensión, dispuesto siempre a salir en defensa de mi madre en caso de que aquel homínido de desconocido origen y sospechosa configuración se dejara llevar por sus más bajos instintos e intentara agredirla. Un día se lo dije a mi madre:

            —Mamá, debes tener cuidado con el mono, puede ser peligroso.

            —¿Qué mono, hijo?

            —¡Cuál va a ser! Ese al que tú le das el pecho ahora.

            Ella se rió, me pasó la mano por la cabeza y me dijo que no imaginara cosas raras, que aquel niño (¡?) era mi hermanito. Como comprenderán, aunque lo dijera mi madre, a mí me costaba creer que aquel antropoide fuera lo que ella decía. Seguro que él, con sus artes maléficas, la había hechizado y preparado para defender la versión que más le convenía para su supervivencia.

            De todas formas, después de unas semanas tuve que reconocer que el presunto marciano o embrión de gorila era realmente mi nuevo hermanito y que yo ya había pasado a la historia como objeto preferente de los cuidados de nuestra madre. Aquello era algo tan inaceptable que no vi otra solución que eliminarlo, exactamente igual que Sole había intentado eliminarme a mí. Hice planes. Busqué venenos. Fabriqué armas. Inventé explosivos. Todo fue inútil: era evidente que mi madre lo quería, y yo no iba a eliminar a alguien que mi madre amaba. Fue entonces cuando, desesperado, definitivamente me eché a la bebida. A cualquier hora del día o de la noche se me podía ver con el biberón en la mano, chupando de manera incansable aquel gomoso sucedáneo del seno materno. Fueron tiempos duros, de mucha soledad y de tormentosos pensamientos, pero, afortunadamente, al cabo de unos meses conseguí reponerme: acepté bien al nuevo miembro de la familia y empecé a comer alimentos sólidos.

            Le pusieron de nombre Jaime. Al año de haber nacido, cuando ya podía andar e incluso correr, nos hicimos inseparables. Juntos realizábamos todo tipo de exploraciones por la casa y los alrededores e hicimos amigos que nos seguían en nuestras arriesgadas empresas. Jaime demostró desde el primer momento una rara habilidad para subirse a los árboles, suspenderse de las ramas y pasarse de una a otra o de un árbol a otro sin necesidad de tocar el suelo. Era un espectáculo que dejaba boquiabierto a todos los niños del barrio y a las personas que paseaban por la Alameda de Hércules. Incluso Sole, siempre tan prepotente y tan pagada de sí misma, tuvo que reconocer que su nuevo hermano era un superdotado para la supervivencia en solitario y en medios aparentemente hostiles. Aquello era estupendo. Todos lo respetábamos, yo el primero, aunque la proximidad que tenía con él me permitía un puesto de indudable privilegio y facilitaba un trato de camaradería entre ambos que los demás nunca podrían tener. Los niños del barrio empezaron a mirarme como lo que era en realidad: una especie de primer ministro del rey de la selva. De parecer una amenaza, Jaime había pasado a ser un elemento admirado y querido por todos. Lo que son las cosas.

            Más o menos por esa época, mi madre empezó a sufrir otra transformación de las suyas: la barriga volvió a hinchársele de manera ostensible. Jaime, muy observador, notó pronto aquel fenómeno y empezó a intranquilizarse y a hacer preguntas. Él era un niño con suerte: me tenía a mí, y yo podría explicarle todo lo que quisiera saber sobre aquel extraño fenómeno.       

            Mientras su barriga crecía, nosotros, despechados por algo que nos parecía una decepcionante e injusta infidelidad, nos pasábamos el día en la calle. Nos dedicábamos a proteger a los animales, justo al contrario de lo que hacían Agustín y Pedro. Precisamente por eso, un día fuimos acompañados hasta nuestra casa por una pareja de grises y mi padre tuvo que pagar el importe de cuatro periquitos que habíamos liberado de su jaula en una tienda de animales de la calle Amor de Dios. Jaime no soportaba la visión de los animales enjaulados y no pudo aguantarse las ganas de soltarlos en un descuido del dependiente. Lo que no podíamos esperar era que justo a la salida nos topásemos de frente con los dos policías, quienes, alertados por los gritos del dueño, nos dieron caza en un momento. Nuestro padre nos tuvo castigados durante una semana, algo muy injusto. Otro día, después de habernos colado por entre las piernas de una gran multitud que nos encontramos en nuestro camino, asistimos a la llegada a la Macarena de Juanita Reina, la de María de la O, que se casaba con un torerillo de tres al cuarto llamado Caracolillo o algo así. La novia iba guapísima, toda vestida de blanco y montada en una calesa tirada por dos cartujanos de los de los anuncios de Terry. Conseguimos llegar a la puerta de la iglesia justo en el momento en el que iba a entrar la cantante. Jaime, que era muy enamoradizo, empezó a gritarle ¡guapa, guapa!, y Juanita, más generosa que un indiano de los de antes, fue y le dio una moneda de diez duros. En la vida habíamos tenido tanto dinero. Podíamos hacer virguerías.
(Continuará).

No hay comentarios:

Publicar un comentario