Capítulo 4
Primero, antes de pasar a
la acción, me dediqué a observarlo. Cuando después de darle el pecho mi madre lo
acostaba en la cuna que había sido mía hasta que él llegara, me colaba en la
habitación sin hacer ruido, me ponía de puntillas y lo miraba de cerca. La
penumbra del cuarto no favorecía en nada la opinión que yo pudiera formarme de
su naturaleza: realmente era una especie de niño, pero tan peludo y tan
arrugado que nadie lo hubiera pensado. Más bien parecía una cría de gorila o de
chimpancé que hubiera nacido en una familia de homo sapiens sapiens por error o por un descomunal atavismo. Las
veces que yo estaba presente mientras mi madre le daba el pecho, pocas porque
yo siempre intentaba evitar la visión de algo que me parecía aberrante, me
mantenía en tensión, dispuesto siempre a salir en defensa de mi madre en caso
de que aquel homínido de desconocido origen y sospechosa configuración se
dejara llevar por sus más bajos instintos e intentara agredirla. Un día se lo
dije a mi madre:
—Mamá, debes
tener cuidado con el mono, puede ser peligroso.
—¿Qué mono, hijo?
—¡Cuál va a ser!
Ese al que tú le das el pecho ahora.
Ella se rió, me
pasó la mano por la cabeza y me dijo que no imaginara cosas raras, que aquel
niño (¡?) era mi hermanito. Como comprenderán, aunque lo dijera mi madre, a mí
me costaba creer que aquel antropoide fuera lo que ella decía. Seguro que él,
con sus artes maléficas, la había hechizado y preparado para defender la
versión que más le convenía para su supervivencia.
De todas formas,
después de unas semanas tuve que reconocer que el presunto marciano o embrión
de gorila era realmente mi nuevo hermanito y que yo ya había pasado a la
historia como objeto preferente de los cuidados de nuestra madre. Aquello era
algo tan inaceptable que no vi otra solución que eliminarlo, exactamente igual
que Sole había intentado eliminarme a mí. Hice planes. Busqué venenos. Fabriqué
armas. Inventé explosivos. Todo fue inútil: era evidente que mi madre lo
quería, y yo no iba a eliminar a alguien que mi madre amaba. Fue entonces
cuando, desesperado, definitivamente me eché a la bebida. A cualquier hora del
día o de la noche se me podía ver con el biberón en la mano, chupando de manera
incansable aquel gomoso sucedáneo del seno materno. Fueron tiempos duros, de
mucha soledad y de tormentosos pensamientos, pero, afortunadamente, al cabo de
unos meses conseguí reponerme: acepté bien al nuevo miembro de la familia y
empecé a comer alimentos sólidos.
Le pusieron de
nombre Jaime. Al año de haber nacido, cuando ya podía andar e incluso correr,
nos hicimos inseparables. Juntos realizábamos todo tipo de exploraciones por la
casa y los alrededores e hicimos amigos que nos seguían en nuestras arriesgadas
empresas. Jaime demostró desde el primer momento una rara habilidad para
subirse a los árboles, suspenderse de las ramas y pasarse de una a otra o de un
árbol a otro sin necesidad de tocar el suelo. Era un espectáculo que dejaba
boquiabierto a todos los niños del barrio y a las personas que paseaban por la Alameda de Hércules.
Incluso Sole, siempre tan prepotente y tan pagada de sí misma, tuvo que
reconocer que su nuevo hermano era un superdotado para la supervivencia en
solitario y en medios aparentemente hostiles. Aquello era estupendo. Todos lo
respetábamos, yo el primero, aunque la proximidad que tenía con él me permitía
un puesto de indudable privilegio y facilitaba un trato de camaradería entre
ambos que los demás nunca podrían tener. Los niños del barrio empezaron a
mirarme como lo que era en realidad: una especie de primer ministro del rey de
la selva. De parecer una amenaza, Jaime había pasado a ser un elemento admirado
y querido por todos. Lo que son las cosas.
Más o menos por
esa época, mi madre empezó a sufrir otra transformación de las suyas: la
barriga volvió a hinchársele de manera ostensible. Jaime, muy observador, notó
pronto aquel fenómeno y empezó a intranquilizarse y a hacer preguntas. Él era
un niño con suerte: me tenía a mí, y yo podría explicarle todo lo que quisiera
saber sobre aquel extraño fenómeno.
Mientras su
barriga crecía, nosotros, despechados por algo que nos parecía una
decepcionante e injusta infidelidad, nos pasábamos el día en la calle. Nos
dedicábamos a proteger a los animales, justo al contrario de lo que hacían
Agustín y Pedro. Precisamente por eso, un día fuimos acompañados hasta nuestra
casa por una pareja de grises y mi padre tuvo que pagar el importe de cuatro
periquitos que habíamos liberado de su jaula en una tienda de animales de la
calle Amor de Dios. Jaime no soportaba la visión de los animales enjaulados y
no pudo aguantarse las ganas de soltarlos en un descuido del dependiente. Lo
que no podíamos esperar era que justo a la salida nos topásemos de frente con
los dos policías, quienes, alertados por los gritos del dueño, nos dieron caza
en un momento. Nuestro padre nos tuvo castigados durante una semana, algo muy
injusto. Otro día, después de habernos colado por entre las piernas de una gran
multitud que nos encontramos en nuestro camino, asistimos a la llegada a la Macarena de Juanita
Reina, la de María de la O , que se casaba con un
torerillo de tres al cuarto llamado Caracolillo o algo así. La novia iba
guapísima, toda vestida de blanco y montada en una calesa tirada por dos
cartujanos de los de los anuncios de Terry.
Conseguimos llegar a la puerta de la iglesia justo en el momento en el que iba
a entrar la cantante. Jaime, que era muy enamoradizo, empezó a gritarle ¡guapa, guapa!, y Juanita, más generosa que un indiano de los de antes, fue
y le dio una moneda de diez duros. En la vida habíamos tenido tanto dinero.
Podíamos hacer virguerías.
(Continuará).
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