sábado, 15 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (V).





Capítulo 6



            Los sábados por la mañana, después de avisarnos con unos pitidos que conocíamos bien, nos recogía nuestro padre y nos poníamos en camino en su gordini beige. Al pasar por las Plaza del Duque señalaba la casa de los Sánchez Dalp y, como siempre que pasábamos por allí, nos decía:

            —¿Veis esa casa tan bonita, niños?

            —Sí, papaaá.

            —Pues van a derribarla para construir una tienda enorme.

            —¿Y quién va a derribarla, papaá? -ese era Jaime.

            —Unos de la calle Preciados de Madrid que empezaron con una sastrería de trajes de corte inglés.

            Como nuestro padre era tan bromista y siempre repetía lo mismo y nunca la derribaban, pensábamos que era un cuento suyo, pero luego el tiempo le dio la razón. De todas formas, Sevilla es tan bonita y tiene tantos edificios artísticos que puede sobrevivir a todos los grandes almacenes que quiera.

            Entonces los trenes llegaban a la ciudad por dos estaciones: la de Córdoba, fría y oscura —como correspondía a la procedencia de los trenes que llegaban a ella—, y la de Cádiz, la más luminosa, la de los trenes del sur. A ella íbamos nosotros los sábados.  

            En primavera, el sol de la mañana atravesaba con sus espadas de luz el gigantesco techo enrejado de los andenes y hería la multitud vociferante y viajera que pululaba por ellos. Viejos vendedores de lotería —veteranos de la feria de Jerez— pregonaban su 79097 como remedio para todo tipo de males; hombres de chaqueta blanca, corbata negra y sonrisa vendedora gritaban su ¡Moostachoooones de Utreeera, oigaa! ¡Vaya mostachooneees!; Vicente, un hombre de mediana edad, corta estatura y profundas arrugas en la cara, un canasto de mimbre en el brazo izquierdo y la mano derecha en la frente, andaba titubeante y ubicuo entre la multitud, mirando a todos a la cara y regalando los frutos secos que llevaba en su canasto. Los altavoces gritaban:

            —Atención, por favor. Próximo a hacer su entrada por vía uno andén primero, Rápido Ter procedente de Málaga y Granada con transbordo en Bobadilla .

            Y allá que íbamos nosotros hechos una piña, mi madre con los ojos brillantes, mi padre condescendiente y nosotros nerviosos, mudos e ilusionados. Un ruido bronco, mecánico y regular salpicado de pitidos de aviso, crecía poco a poco y acababa imponiéndose al bullicio de los andenes mientras el tren, majestuoso, hacía su entrada acompañado del metálico chirrido de las ruedas sobre los raíles. Después de su larga carrera, la vieja máquina diésel se detenía al fin y exhalaba fuertes suspiros con su fatigada respiración de atleta avejentado. Nosotros, situados en el lugar donde solía quedar estacionado el vagón que esperábamos, estirábamos el cuello y dábamos saltitos para poder ver por encima de la multitud que taponaba la puerta del coche. Descendían larguiruchos turistas nórdicos que volvían achicharrados del mar o la Alhambra y a los que no esperaba nadie; estudiantes de derecho o farmacia en Granada que gastaban la hacienda paterna en la cuevas del Sacromonte o en la “Sala Neptuno”; matrimonios de viejecitos que no hablaban entre ellos porque ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse y se contentaban con mirarse el uno en los ojos del otro; hombre solos; guitarristas vagabundos de largas barbas y la memoria visual rebosante de paisajes moriscos; muchachos mal vestidos que habían hecho el trayecto en el cuarto de baño; mujeres solas a las que sí esperaba alguien; hombres con una maletita de cartón amarrada con correas de cuero; monjitas cabizbajas, de mirada huidiza; una madre muy seria y su hija embarazada que se venía a servir a la capital; curas de sotanas relucientes, barba recién afeitada y cruces de plata; niños de la mano de su madre; militares borrachos y ruidosos; un conjunto de vidas inabarcable para cualquiera, y aún más para nosotros, que sólo veíamos las espaldas de los que teníamos delante. Jaime hacía lo posible por apartarlos, pero los que esperaban, embargados por la emoción de una separación quizá de años, parecían insensibles a sus patadas y empujones. Después de un rato interminable, cuando el vagón y el andén estaban casi vacíos y nuestros padres tenían que hacer esfuerzos sobrehumanos para impedir que nos subiéramos al tren, lenta, con su cuero repujado por algún artesano de la sierra, aparecía su maleta por la puerta del compartimento. Detrás de ella, sombrero de fieltro, traje claro y sonrisa abierta, venía nuestro abuelo. Le entregaba su maleta a su yerno y volvía por la de nuestra abuela, que aparecía tras él bolso en mano y vestida con un traje de chaqueta de un solo color, su piel tan fina y sus ojos de niña traviesa. En el andén, mientras tanto, nosotros seis saltábamos y hacíamos más acrobacias festivas que un comité de bienvenida de la Ciudad de los Muchachos. 
(Continuará).

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