Capítulo 5
Por el camino de
vuelta a casa hicimos unos cuantos planes, pero ninguno nos gustaba lo
suficiente. Ahorrar el dinero nos parecía peligroso: Sole podía descubrir el
escondite y quitárnoslo; gastarlo en chucherías era una barbaridad: hubiéramos
tenido comida para meses; comprarle un buen regalo a nuestra madre también:
estábamos enfadados con ella. Decidimos enterrarlo en el patio, en uno de los
arriates, dentro de una cajita de madera y envuelto en papel de plata.
Una semana
después de haberlo enterrado, nos despertó una mañana un ruido muy fuerte de
porrazos y voces. Bajamos la escalera de dos en dos y nos encontramos a unos
albañiles haciendo obras en el patio.
—¿¡Qué hacen!? —preguntó
Jaime con los ojos desorbitados.
—Lo que nos han
dicho —contestó uno de los albañiles—, cambiar toda la solería del patio y
tapar estos arriates.
—¡Pero eso no puede
ser! —gritó Jaime—. ¡Ustedes se equivocan!
—¡Anda niño! —dijo
otro de los albañiles con tono de burla—. Idos a dar un paseo y dejadnos hacer
nuestro trabajo.
Entonces,
arrebatado por una furia digna de un personaje homérico, mi hermano, con una
agilidad más propia de un felino que de un simio, saltó y se agarró al cuello
del albañil, momento que aproveché para ponerme a escarbar con las manos en el
lugar donde habíamos enterrado el embrión de la futura pensión de nuestros
hijos, pero todo estaba cambiado y no fui capaz de encontrarlo. El albañil,
totalmente colorado, gritaba:
—¡Ahgggg!
¡Ahggggg!
Nuestra madre no
estaba, había salido a no sé dónde, y tuvimos que asistir impotentes a nuestra
derrota y al proceso de enterramiento definitivo del regalo que nos había hecho
Juanita Reina. Fue increíble; nunca había visto ni he vuelto a ver unos
albañiles que trabajaran tan rápido: en el transcurso del día cambiaron toda la
solería y taparon los arriates. Jaime se tiraba de los pelos.
—Hay que hacer
algo para recuperar nuestro dinero —me decía por la noche desde su cama—, esto
no puede quedar así.
Dos semanas
después nos convertimos en aspirantes a descubridores de tesoros. No voy a
desvelar la manera en la que conseguimos los útiles que necesitábamos en
atención a la persona que nos los facilitó, un hombre que merece todos nuestros
respetos y nuestra admiración. Murió hace ya muchos años, pero ni aún así
pienso ponerlo en evidencia. Era un hombre bueno y sabio, que supo ver nuestras
dotes de zahoríes y creer en ellas.
Fue una mañana.
Nos habíamos quedado solos en la casa —los mayores en el colegio, nuestro padre
en el trabajo y nuestra madre en la compra— y, después de determinar con toda
la exactitud que pudimos el lugar donde estaba nuestro dinero, pusimos manos a
la obra. Lo peor fue romper la losa de
mármol: estaba durísima. Debajo había una capa de cemento, pero este material
era más fácil de romper. Por fin llegamos a la tierra. Escarbamos.
—¡No está! —gritamos
los dos mirando el agujero.
—¡Rompamos esa
otra losa! —dijo Jaime refiriéndose a la que había a uno de los lados.
La puerta de la
calle se abrió cuando íbamos por la quinta losa. Era nuestra madre. En sus ojos
se leyó de todo menos la alegría esperable en una madre que encuentra a sus
hijos trabajando con el fin de ayudar a la economía familiar. Jaime y yo
cruzamos una mirada de entendimiento y, justo en el momento en el que nuestra
madre iniciaba un movimiento de aproximación poco amistosa, emprendimos una
carrera hacia nuestro cuarto en la que vencimos gracias a la ventaja inicial,
pues nuestra madre, a pesar de su avanzado estado de gestación, al final nos
iba pisando los talones. Cinco metros más y nos atrapa.
La reconciliación
vino dos semanas después, cuando ya pensábamos en los albañiles diciendo “con
su pan se lo coman”. De estar jugando al fútbol en la alameda desabrigados y
enfriarnos después, cogimos un gran resfriado. Moqueábamos y teníamos fiebre y
una tos muy fea. Nuestra madre aviso a un médico, un hombre enorme que nos repasó
los pechitos con un aparato muy frío que acababa en sus orejas, y este hombre
nos mandó guardar cama y le dijo a nuestra madre que nos tenía que poner Vicks Vaporub dos veces al día: al
despertarnos y justo antes de dormir. Por las noches, cuando llegaba, me hacía
subir la parte de arriba del pijama e incorporarme en la cama. Primero la
espalda. La pomada al principio estaba fría, pero luego, con la piel ya
acostumbrada a su temperatura, sólo se notaba el contacto de su mano mientras
la extendía una y otra vez hasta que quedaba bien absorbida. Luego me tendía y
venía el pechito. Mi madre, sentada en la cama, me sonreía mientras nos iba
envolviendo un fuerte olor a menta y eucalipto. Luego repetía la operación con
mi hermano. Cuando acababa con él, nos arropaba bien, nos besaba, apagaba la
luz y, los dos muy calladitos, oíamos sus pies de seda rozar apenas los
escalones mientras bajaba la escalera. Nos dormíamos con una felicidad, nuestra felicidad, que luego ha sido
irrecuperable.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario