sábado, 8 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (IV).








Capítulo 5


            Por el camino de vuelta a casa hicimos unos cuantos planes, pero ninguno nos gustaba lo suficiente. Ahorrar el dinero nos parecía peligroso: Sole podía descubrir el escondite y quitárnoslo; gastarlo en chucherías era una barbaridad: hubiéramos tenido comida para meses; comprarle un buen regalo a nuestra madre también: estábamos enfadados con ella. Decidimos enterrarlo en el patio, en uno de los arriates, dentro de una cajita de madera y envuelto en papel de plata.

            Una semana después de haberlo enterrado, nos despertó una mañana un ruido muy fuerte de porrazos y voces. Bajamos la escalera de dos en dos y nos encontramos a unos albañiles haciendo obras en el patio.

            —¿¡Qué hacen!? —preguntó Jaime con los ojos desorbitados.

            —Lo que nos han dicho —contestó uno de los albañiles—, cambiar toda la solería del patio y tapar estos arriates.

            —¡Pero eso no puede ser! —gritó Jaime—. ¡Ustedes se equivocan!

            —¡Anda niño! —dijo otro de los albañiles con tono de burla—. Idos a dar un paseo y dejadnos hacer nuestro trabajo.

            Entonces, arrebatado por una furia digna de un personaje homérico, mi hermano, con una agilidad más propia de un felino que de un simio, saltó y se agarró al cuello del albañil, momento que aproveché para ponerme a escarbar con las manos en el lugar donde habíamos enterrado el embrión de la futura pensión de nuestros hijos, pero todo estaba cambiado y no fui capaz de encontrarlo. El albañil, totalmente colorado, gritaba:

            —¡Ahgggg! ¡Ahggggg!

            Nuestra madre no estaba, había salido a no sé dónde, y tuvimos que asistir impotentes a nuestra derrota y al proceso de enterramiento definitivo del regalo que nos había hecho Juanita Reina. Fue increíble; nunca había visto ni he vuelto a ver unos albañiles que trabajaran tan rápido: en el transcurso del día cambiaron toda la solería y taparon los arriates. Jaime se tiraba de los pelos.

            —Hay que hacer algo para recuperar nuestro dinero —me decía por la noche desde su cama—, esto no puede quedar así.

            Dos semanas después nos convertimos en aspirantes a descubridores de tesoros. No voy a desvelar la manera en la que conseguimos los útiles que necesitábamos en atención a la persona que nos los facilitó, un hombre que merece todos nuestros respetos y nuestra admiración. Murió hace ya muchos años, pero ni aún así pienso ponerlo en evidencia. Era un hombre bueno y sabio, que supo ver nuestras dotes de zahoríes y creer en ellas.

            Fue una mañana. Nos habíamos quedado solos en la casa —los mayores en el colegio, nuestro padre en el trabajo y nuestra madre en la compra— y, después de determinar con toda la exactitud que pudimos el lugar donde estaba nuestro dinero, pusimos manos a la obra. Lo peor fue romper la losa de  mármol: estaba durísima. Debajo había una capa de cemento, pero este material era más fácil de romper. Por fin llegamos a la tierra. Escarbamos.

            —¡No está! —gritamos los dos mirando el agujero.

            —¡Rompamos esa otra losa! —dijo Jaime refiriéndose a la que había a uno de los lados.

            La puerta de la calle se abrió cuando íbamos por la quinta losa. Era nuestra madre. En sus ojos se leyó de todo menos la alegría esperable en una madre que encuentra a sus hijos trabajando con el fin de ayudar a la economía familiar. Jaime y yo cruzamos una mirada de entendimiento y, justo en el momento en el que nuestra madre iniciaba un movimiento de aproximación poco amistosa, emprendimos una carrera hacia nuestro cuarto en la que vencimos gracias a la ventaja inicial, pues nuestra madre, a pesar de su avanzado estado de gestación, al final nos iba pisando los talones. Cinco metros más y nos atrapa.

            La reconciliación vino dos semanas después, cuando ya pensábamos en los albañiles diciendo “con su pan se lo coman”. De estar jugando al fútbol en la alameda desabrigados y enfriarnos después, cogimos un gran resfriado. Moqueábamos y teníamos fiebre y una tos muy fea. Nuestra madre aviso a un médico, un hombre enorme que nos repasó los pechitos con un aparato muy frío que acababa en sus orejas, y este hombre nos mandó guardar cama y le dijo a nuestra madre que nos tenía que poner Vicks Vaporub dos veces al día: al despertarnos y justo antes de dormir. Por las noches, cuando llegaba, me hacía subir la parte de arriba del pijama e incorporarme en la cama. Primero la espalda. La pomada al principio estaba fría, pero luego, con la piel ya acostumbrada a su temperatura, sólo se notaba el contacto de su mano mientras la extendía una y otra vez hasta que quedaba bien absorbida. Luego me tendía y venía el pechito. Mi madre, sentada en la cama, me sonreía mientras nos iba envolviendo un fuerte olor a menta y eucalipto. Luego repetía la operación con mi hermano. Cuando acababa con él, nos arropaba bien, nos besaba, apagaba la luz y, los dos muy calladitos, oíamos sus pies de seda rozar apenas los escalones mientras bajaba la escalera. Nos dormíamos con una felicidad, nuestra felicidad, que luego ha sido irrecuperable.  

(Continuará)

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