sábado, 25 de mayo de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (II).





Capítulo 3


            Antes de ir con lo del enorme bulto que estaba creciendo en la barriga de mi madre quiero hablarles un poco de mis hermanos mayores. Los primeros en llegar fueron dos niños, Agustín y Pedro, dos angelitos del Señor. La primera hora de la mañana la dedicaban a caminar hacia la escuela con los ojos y los oídos muy abiertos, dispuestos siempre a descubrir alguna razón para faltar a clase. Cuando la búsqueda fracasaba, llegaban al colegio con cara de estar entrando en la consulta de un dentista, se sentaban al final del aula y se pasaban el tiempo pensando en las musarañas o siguiendo el vuelo de las moscas, animales de los que se hicieron grandes exterminadores. Eran mosquicidas, como la mayoría de los humanos de estas latitudes.

            En sus ratos libres solían vivir en los árboles, a la manera de Tarzán o el Barón Rampante. En uno de ellos, una vieja higuera que había en la fábrica de paraguas en la que trabajaba mi padre, habían construido una casa con trozos de madera, uralita y latas. En ella pasaban las horas leyendo el TBO e ideando instrumentos de defensa, máquinas preparadas para rechazar posibles ataques de enemigos más o menos reales. La mejor de todas era un tirachinas gigante, capaz de lanzar a varios metros adoquines de granito. La ensayaron contra el parabrisas de un pegaso que acababa de entrar en la fábrica. El proyectil atravesó el cristal y pasó rozando la cabeza del chófer, que tuvo que ser ingresado en el hospital con una lipotimia aguda. Cosas de niños.

            Luego llegaron dos niñas: Chica y Sole. Crecieron en compañía de Agustín y Pedro y, por tanto, tuvieron que aprender pronto a defenderse de los hombres, seres de conducta incomprensible para ellas, que no veían dónde podía estar el gusto de ahorcar gatos, asfixiar gallinas o aplastar mariposas, pues sus hermanos mayores parecían haber asumido la responsabilidad de mantener el equilibrio de las especies y se aplicaban con admirable celo a esta ocupación. Cuando notaban en la fábrica una densidad de población felina mayor de la aconsejable para mantener estable el colectivo de ratas y culebras, realizaban una batida y mataban sin piedad todo gato que se encontraran en el camino. Les encantaban los programas de Rodríguez de la Fuente y estaban al tanto de toda la problemática de la fauna ibérica.

            Mis hermanas mayores, sobre todo Chica, preferían dedicarse a jugar a las casitas, aunque, gracias a la influencia de mis hermanos, no fueron nunca niñas remilgadas o miedosas. Sole, en particular, avanzó bastante y en poco tiempo por el camino de la supervivencia en solitario y llegó a ser capaz de vencer en combate singular a cualquier niño del barrio. Era conocida y respetada por todos, que la apodaban “La Ciclón”. Llevaba el pelo cortísimo —Pedro se encargaba de ello con periódicos rapados que mi madre nunca pudo evitar—, pantalones cortos y camisetas de deporte. Viéndola desde lejos nadie hubiera dicho que era una niña. Aquellos domingos, pocos, en los que mi madre conseguía disfrazarla de mujercita para ir a misa, no había quién la reconociera. De la agresividad y determinación de su carácter ya tuve bastantes pruebas en mi primer año de vida, cuando sobreviví a sus ataques gracias a mi sexto sentido y, finalmente, a la hinchazón de la barriga de nuestra madre, que pasó a ser nuestra única preocupación.

            Era un fenómeno extraño. La barriga le aumentaba de tamaño día a día y llegó a tener las dimensiones de una sandía de varios kilos. A mí aquello me daba susto. A veces, cuando ella estaba sentada y muy quieta, me decía:

            —Pon la mano aquí.

            Yo le hacía caso, le ponía la mano en el bulto y... ¡notaba el roce de algo que sobresalía de su barriga y se movía! Mi madre no parecía preocupada, sino todo lo contrario: su cara era de satisfacción. Me decía:

            —Este es tu hermanito.

            Aquello no podía ser un hermanito, era imposible; tenía que ser el resultado de una invasión de extraterrestres o algo peor. Yo estaba seriamente preocupado, y por la noche, en la oscuridad de la habitación, veía todo tipo de seres deformes y amenazantes. Tenía pesadillas. Soñaba que en el interior de mi madre habitaba un ser monstruoso parecido a los que veía en la serie Viaje al fondo del mar, un calamar gigantesco o un hombre con branquias, escamas y aletas. Luego me despertaba sudoroso y angustiado. Durante el día vigilaba los gestos y los movimientos de mi madre, dispuesto siempre a prestarle ayuda en caso de que aquel ser de dudosas intenciones y terrorífico aspecto submarino pensara en hacerle algún daño. Sin embargo, me tranquilizaba comprobar que ella tenía los mismos buenos colores de siempre y que, a pesar del cambio tan grande que estaba sufriendo su cuerpo, seguía teniendo la misma sonrisa de siempre.

            Un día, después del segundo otoño que vieron mis ojos, al levantarme por la mañana mi madre había desaparecido. Mis hermanos mayores intentaron tranquilizarme diciéndome que había tenido que ir al hospital, pero, como comprenderán, a mí aquello no me tranquilizó nada. Me pasé todo el día y la noche siguiente totalmente alterado, sin querer comer ni dormir. Me tragué sin enterarme de nada el programa de Valentina, Locomotoro, el Capitán Tan y los Hermanos Malasombra, me negué a cenar y me fui a la cama, donde estuve toda la noche imaginando cosas terribles.

            Volvió al día siguiente justo antes de comer. Venía acompañada por mi padre y traía en los brazos un lío de ropa que berreaba continuamente. Se sentó en un sillón y mis hermanos y yo la rodeamos para observar de cerca aquel fenómeno. No tenía antenas, ni escamas ni aletas, pero era horroroso: una especie de niño feísimo, todo arrugado y muy peludo. Como no paraba de berrear, mi madre empezó a darle el pecho. Mis hermanos, acostumbrados ya a estas sustituciones, se fueron alejando poco a poco y reiniciaron sus productivas actividades diarias. Yo no pude. Me quedé allí, a su lado, mirando la escena mientras dos lagrimones recorrían mis mejillas. No daba crédito a lo veían mis ojos... ¡mi madre dándole el pecho a un marciano con forma de niño peludo! Había que hacer algo, y pronto.
(Continuará).

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