sábado, 29 de junio de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (VII).






Capítulo 8







            Volvió a ocurrir algo que nos hizo olvidar nuestras preocupaciones digamos secundarias y fijar la atención en algo más importante que la escasez de lectura, circunstancia que ya remediábamos cogiéndoles de tapadillo los libros a nuestros hermanos y hermanas mayores: el proceso que se estaba llevando a cabo en el vientre de nuestra madre, y que debía acabar con el nacimiento de un nuevo integrante de la familia, llegó a su fin una mañana de junio. Ya en la clínica, lugar al que no nos dejaron entrar hasta que nuestro padre habló con el celador y consiguió convencerlo de que Jaime no iba a romper nada, asistimos —yo divertido y Jaime estupefacto— a la primera toma de la nueva hermana, una especie de niña pequeñita, sonrosada y encantadora, pues lloraba muy poco, sólo cuando tenía hambre y en voz muy bajita. Jaime, de puntillas y agarrado al borde de la cunita, la miraba muy serio, y todos nosotros, sentados o en pie, mirábamos a Jaime también muy serios, pues sus actos subsiguientes podían tener consecuencias muy negativas para la salud de la hermanita. Se oía perfectamente el vuelo de una mosca que se había colado en la habitación burlando todos los controles sanitarios. Mi madre, con intención de arreglar un poco las cosas, lo llamó para que se le acercara, y Jaime caminó hacia la cama los pocos pasos que lo separaban de ella sin darle la espalda a la cunita. Mi padre, un hombre alto y fuerte, lo cogió en brazos y lo puso en el regazo de mi madre, que había tenido un parto muy fácil y ya estaba sentada y sin rastro de sufrimiento en la cara.

—¡Ven aquí, mi chiquitín!

Jaime, por supuesto, se dejó acariciar mientras todos los demás lo mirábamos envidiosos pero comprensivos, admirados, además, por la sagacidad e inteligencia de nuestra madre. Lo peor era que seguía callado y con la vista fija en la hermanita, que dormía plácidamente después de la toma.

Pedro se aproximó a la pareja.

—¡Enchufao! —le dijo cariñosamente mientras le alborotaba los pelos, que siempre los tenía de punta, como si estuvieran cargados de electricidad.

Pero Jaime ni se inmutó. No hablaba, no se movía, ni siquiera pestañeaba. Sólo miraba fijamente a la hermanita.

Sole, que hasta entonces se había mantenido en un discreto segundo plano, se acercó a la cunita y, sin agacharse lo más mínimo y con cara de superioridad, dijo despreciativa:

—¡Aaaaaaaaah! ¡Qué niña más fea! ¡Todavía es más fea que Jaime cuando nació!

Tampoco reaccionó Jaime a esta insultante alusión a su persona, más hiriente si cabe al venir de Sole. Esta falta de reacción acabó de dejarnos a todos seriamente preocupados por el estado emocional de nuestro hermano y por la salud de la hermanita, que en los próximos meses iba a estar, con toda seguridad, en serio peligro.

Chica, siempre tan maternal y femenina a la manera tradicional, miraba a la niña con arrobo y ganas de cogerla en brazos.

—¡Qué cosa más chiquita! —pensó en voz alta—. ¿Cuánto ha pesado, mamá?

—Un kilo novecientos.

—¡Qué poquito!

—Sí, no es mucho, pero está sana y parece muy buena, y vosotros, todos los hermanos, la vais a cuidar.

Todos miramos a Jaime, quien, por fin, dio señales de inteligencia. Se deshizo del abrazo de muestra madre, descendió de la cama, y, tras pedirle a nuestro padre que lo levantara del suelo, le dio a la nueva hermanita un beso en la frente. No era tan malo el puñetero, pero le gustaba hacérselo para tenernos en vilo.

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Capítulo 9


            Ya éramos siete hermanos, un número que para algunas personas es tan simpático y propicio que buscan siempre boletos de lotería que acaben en ese número. A nosotros, desde luego, nos trajo suerte: nuestra familia, una vez superada la prueba de la aceptación de la nueva hermana por parte de Jaime, navegó con viento favorable.

            La fama de Jaime crecía sin parar. Venían a verlo y a medir sus fuerzas con él niños de la Macarena, de Santa Clara, de San Lorenzo, incluso de San Jerónimo, y ninguno fue nunca capaz de vencerlo en competiciones de fuerza, reflejos o habilidades, fueran las que fuesen. Se le podía ver en el centro de la Alameda, a cualquier hora del día, saltando, corriendo, echando pulsitos, jugando al pincho, al teje, al trompo, a lo que fuese: no tenía rival, era así el muchacho. A la caída de la tarde, llegaban unas mujeres solitarias de tacones muy altos y faldas muy cortas que se paseaban por las aceras y pedían fuego a los hombres que pasaban. Algunas de ellas se fijaban también en él y se le acercaban para desordenarle los pelos de la coronilla, que ya de por sí los tenía bastante desordenados y siempre de punta. Y él, que no les llegaba siquiera a la cintura, se echaba el pelo del flequillo para atrás, las miraba a los ojos y les decía que eran muy bonitas, algo a lo que parecían no estar acostumbradas. Le cogieron tanto cariño que casi todas se hicieron amigas de él y lo llamaban por su nombre. Él les decía:

—No temáis, aquí está Jaime para protegeros.

Pero ellas, riéndose y dándole besos, le decían que ya tenían protector, algo que parecía mentira porque siempre estaban solas: si aparecía el hombre al que llamaban su protector era para quitarles el dinero que habían ganado pidiendo fuego a los hombres que pasaban y, a veces, para pegarles una torta. Esto sacaba a Jaime de sus casillas. Varias veces se enfrentó a aquellos hombres malencarados, bien vestidos y de mirada atravesada que no parecían tener otra ocupación que maltratar a aquellas mujeres tan cariñosas. La cosa nunca llegaba a mayores porque lo veían como un niño pequeño y no como lo que era en realidad: el campeón de los campeones y, además, una especie de hijo adoptivo de todas aquellas mujeres que parecían no tener hijos, o tenerlos escondidos, o enfermos, o muertecitos. De esta forma, Jaime pasó a ser el niño que tenía más madres de toda Sevilla, circunstancia que hacía que todos los demás, yo el primero, lo envidiáramos mucho. Yo no entendía muy bien qué le veían todas aquellas mujeres, pues Jaime era lo más parecido a un marciano peludo que pueda imaginarse, pero así son a veces las cosas, inexplicables.

A la nueva hermana le pusimos el nombre de Irene. Su nombre fue elegido por votación popular entre los ocho miembros restantes de la familia y se impuso a otros más corrientes pero igual de positivos, como Beatriz o Eva. Por supuesto, Dolores, Angustias, Martirio y otros similares no tuvieron ninguna aceptación. Ya Sole tenía uno poco agradable y, como estábamos sugiriendo nombres, Jaime propuso cambiárselo por Reunión, propuesta que Sole rechazó de plano por parecerle una palabrota. Le decía:

—A ver, listo, ¿cuándo has visto tú a alguien que se llame así?

—¡Que no lo haya visto no significa que no pueda verlo!

—Cuando tú tengas hijos les pones lo que se te ocurra, pero a mí no me cambia el nombre nadie, y menos para ponerme… Reuuunión. ¡Será posible! Mamá, este niño, además de feo, es imbécil, de verdad.

          Y Jaime gritaba:

          —¡Reunióóón! ¡Reunióóón! ¡Reunióóón!

          Irene, mientras tanto, ajena a todo ese bullicio, dormía en su cunita con una paz que sólo puede haber nacido en el principio de los tiempos, cuando la vida era un continuo amanecer en el que aún no existía nada, ni siquiera la palabra.


FIN de la primera temporada.

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