Capítulo 7
Ya en el Gordini, en el
que cabíamos cómodamente los diez a pesar de los empujones de Jaime —defensor
hasta las últimas consecuencias de su espacio vital—, volvíamos a ponernos en
camino, esta vez de vuelta a casa. Y si íbamos pendientes de nuestros abuelos,
más pendientes íbamos de sus maletas, pues sabíamos que en su interior había
algo para nosotros. Por el momento, sin embargo, teníamos que esperar.
Mientras tanto, en el
asiento de atrás, mi madre y nuestra abuela intentaban comunicarse:
—¿Cómo está Lali?
—Bien. Allí la he
dejado bregando con los niños... ¡Ahora, que los tuyos son peores...! ¡Jaime,
hombre, quítame el pie de la boca!
—¡Es que Pedro no me
deja sentarme, abuela!
—¿Pero cómo se va a
sentar, si no hay sitio?
—Venga niños
—intervenía mi madre—; el viaje es corto, portaos bien por un ratito.
—¡Mamaá! ¡Sole me ha
mordido en la oreja!
—¡Sole, hija! ¡Estás
hecha un salvaje!
—Yo no, mamá, es que
Chica tiene el culo muy gordo y no cabemos.
—¿¿Qué tengo el culo
gordo?? ¡¡Mamaaá... !! —y empezaba a llorar estilo fuente de plaza pública.
Mientras, mi abuelo y
nuestro padre intentaban hablar de sus cosas, pero no podían: en esas
situaciones sólo podía existir un tema.
—Ya te dije que para
qué tantos niños, Agustín.
—Eso es cosa de tu
hija, que es la que manda. Además, por si no lo sabes, está esperando otro.
—Sí, hombre, ya lo sé,
qué barbaridad. ¡Eso de “los que Dios quiera... ”!
—Mira, cada uno hace
con su vida lo que quiere.
—Eso es verdad. Como
sigáis así os vais a llevar un premio de natalidad.
—No creo —esa era mi
madre—; se lo llevan siempre familias de Canarias con más de quince niños.
Además, a Agustín lo operan de la próstata el mes que viene.
—¿Qué es la próstata,
mamá? —esa era Chica.
—Un hueso de la espalda,
tonta, que no sabes nada. —Pedro tenía respuestas para todo.
—¡Cállate, sabihondo!
—¡Cállate tú, culo
gordo!
—¡¡Mamaaaaá!! —Se ponía a
llorar otra vez, pero al momento se le olvidaba y volvía a tranquilizarse.
Después de haber
aparcado el coche venían las peleas por llevar las maletas. Al final, siempre
se imponía nuestro padre, que era el más fuerte de todos. Nosotros lo
escoltábamos por el camino y lo ayudábamos tocando al menos la maleta. El
resultado siempre era el contrario del deseado:
—¡Niños, que me vais a
dejar caer... !
Ya en la cocina, donde
algunos intentábamos volver a desayunar, nuestros abuelos procedían a la
apertura de las maletas. Primero nuestra abuela. La tapa se levantaba y, entre
camisones y blusas de telas brillantes, aparecían dos libros, los dos, por lo
general, de Enid Blyton. Eran para las niñas: Los cinco y el tesoro de la isla, Los cinco en el páramo misterioso, Los cinco van de camping, etc., etc. “Los cinco” eran una pandilla
de niños y niñas ya mayorcitos pero desprovistos, por alguno extraño fenómeno,
de libido sexual —seguramente habían nacido sin ella, como tantos protagonistas
de cuentos infantiles. Los integrantes de esta pandilla, ayudados por un perro
sabueso, conseguían desenmascarar y vencer a contrabandistas y otros
delincuentes altamente peligrosos. Cuando ya tenían los libros en la mano, Sole
y Chica desaparecían para perderse en su cuarto y viajar, sin moverse de sus
camas, a los verdes paisajes ingles donde transcurría la acción de las novelas.
La maleta del abuelo
era la de nosotros cuatro. Primero dos novelas de Zane Gray, Emilio Salgari o
Julio Verne, o cómics de Astérix o Tintín, otro personaje desprovisto de
impulsos sexuales y al cual, a pesar de ser muy aparente y decidido, no se le
insinuaba ninguno de los pocos personajes femeninos que aparecían en las
historias, ni siquiera la Castafiore; esas novelas eran para Agustín y Pedro.
Jaime, mientras tanto, saltaba lleno de impaciencia para poder ver el interior
de la maleta.
—¡No! —decía
invariablemente cuando nos tocaba a nosotros—: ¡otros dos Jumbo no! ¡Estoy
harto de Walt Disney!
Era cierto. Estábamos
empachados del Tío Gilito, Donald y Jorgito, Juanito y Jaimito. El único que
aún se salvaba era Narciso Bello, nuestro héroe, modelo de la persona mayor que
queríamos ser, individuo envidiable por la suerte que tenía y por lo simpático
que resultaba a casi todo el resto de los personajes. Otras títulos que firmaba
la Disney pero que no eran originales suyos, como El libro de la selva, si nos gustaban, pero esos no los catábamos
casi nunca. Teníamos ya la colección de Dumbo
completa e incluso algunos números repetidos. No sabíamos ya que hacer con
ellos y, lo que es peor, Jaime estaba a punto de reventar de dumbonitis.
(Continuará).
jajajjaja que desastres
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