Dirán ustedes
que las bienvenidas se reciben al principio, cuando uno llega, no cuando ya
lleva un tiempo en el lugar al que ha llegado. Cierto, no voy a negarlo. La
verdad es que he preferido lanzar por delante, de avanzadilla, uno de mis
artículos con la idea de que el lector se haga una idea de qué tipo de textos
va a contener esta página. Van a ser textos inspirados por vivencias y por la
lectura de otros textos, los cuales, a su vez, resultaron de vivencias y del
conocimiento de otros textos, y así hasta el principio de los tiempos; de ahí
que haya preferido inaugurar el blog con el artículo dedicado a Mercedes, una
librera anciana, de cansados pero bellos ojos claros, que mantenía abierta, en
el centro de Sevilla, una tienda de libros usados, leídos, o no, por otras
personas, provenientes de contextos espaciales y vitales muy distintos,
seguramente, de aquellos en los que acabarían tras ser vendidos.
Hace unos meses, y gracias al aviso
de una persona que me conoce bien, me llegó la noticia de que en algún sitio
que no voy a desvelar, un inmueble localizado en una ciudad cualquiera, existía
una biblioteca entera que, si nadie lo remediaba, iba a ser defenestrada en el
sentido más literal de la palabra: arrojada por la ventana. Los libros caerían
a un contenedor enorme, pesado, frío, metálico, que un camión pasaría a recoger
y trasportaría a alguna planta de reciclaje de papel. Se trataba de la
biblioteca de un centro docente que estaba a punto de desaparecer. En principio
eran todos ejemplares de ediciones baratas y, según me decían, no tenían
interés material, económico. Esa era la razón para hacerlos desaparecer. Les
confieso que casi no dormí la noche siguiente al “soplo”, intranquilo por la
posibilidad de llegar tarde y no poder evitarlo. A la mañana siguiente,
acompañado por mi conocido, me personé en el inmueble en cuestión y, con las
mejores palabras que contiene el idioma castellano y nosotros conocíamos, le
rogamos al responsable de aquella barbaridad que atrasara algo la ejecución de
la sentencia de muerte que había recaído sobre los libros, el tiempo suficiente
para echarles un vistazo y salvar todos los que creyéramos de interés para
nuestras respectivas bibliotecas. El hombre accedió, pero sólo por un día. Cuando
nos abrió la puerta de la habitación donde estaban, el panorama no podía ser
más penoso. Los libros yacían amontonados de cualquier manera. Algunos, quizá
los primeros que habían trasportado a aquel cuarto, estaban más o menos bien
colocados, en una mesa, pero el resto, la gran mayoría —había miles—, estaban
desperdigados por el suelo, formando irregulares y deformes montañas de papel
impreso. Aunque no lo crean, apenas fui capaz de seleccionar una veintena de
libros, casi todos novelas. Rescaté libros de Hermann Hesse, de Valle Inclán, de
Unamuno, de Ana María Matute, de Juan Goytisolo, de Alejo Carpentier, de Vargas
Llosa, de Sábato, de Uslar Pietri. Mi compañero, más aficionado a la Historia
—yo también lo soy, pero menos porque tengo varios amores—, salvó la vida de
los que le interesaban a él, muchos de ellos clásicos de los teóricos de la
historiografía alemana e inglesa que merecían estar en los anaqueles de las
mejores bibliotecas.
Este amor por los libros, que me ha
acompañado desde que tengo cierto uso de razón —y ya voy para los cincuenta y
dos años—, está en el origen de “El sendero perdido”, el blog en el que, si
nadie lo remedia, voy a ir colgando, en los meses y años venideros, algunos de
los textos que vaya escribiendo, o ya tengo escritos. Espero que algunos sirvan
de inspiración, o al menos de entretenimiento, para los lectores que se
tropiecen con ellos en esta ilimitada y caótica biblioteca que es Internet.
Ducalópolis,
tres de mayo de 2013.
Qué bien! Ya te tengo en favoritos.
ResponderEliminarContagiar tu amor por la palabra escrita es de imperativo categórica.
Un abrazo de tu sobrino, maestro.
Muchas gracias, José María. Sin la palabra escrita, sin los libros, nos quedaríamos, desde luego, en el limbo mental más absoluto. De todas formas, la cultural oral, la vía de transmisión de los relatos anterior a la creación de la escritura, la misma que hoy usan las personas analfabetas, también es importante. Defendamos, en general, el uso de la palabra, tan necesaria, frente al uso abusivo de la imagen.
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