viernes, 3 de mayo de 2013

Bienvenida


            Dirán ustedes que las bienvenidas se reciben al principio, cuando uno llega, no cuando ya lleva un tiempo en el lugar al que ha llegado. Cierto, no voy a negarlo. La verdad es que he preferido lanzar por delante, de avanzadilla, uno de mis artículos con la idea de que el lector se haga una idea de qué tipo de textos va a contener esta página. Van a ser textos inspirados por vivencias y por la lectura de otros textos, los cuales, a su vez, resultaron de vivencias y del conocimiento de otros textos, y así hasta el principio de los tiempos; de ahí que haya preferido inaugurar el blog con el artículo dedicado a Mercedes, una librera anciana, de cansados pero bellos ojos claros, que mantenía abierta, en el centro de Sevilla, una tienda de libros usados, leídos, o no, por otras personas, provenientes de contextos espaciales y vitales muy distintos, seguramente, de aquellos en los que acabarían tras ser vendidos.

            Hace unos meses, y gracias al aviso de una persona que me conoce bien, me llegó la noticia de que en algún sitio que no voy a desvelar, un inmueble localizado en una ciudad cualquiera, existía una biblioteca entera que, si nadie lo remediaba, iba a ser defenestrada en el sentido más literal de la palabra: arrojada por la ventana. Los libros caerían a un contenedor enorme, pesado, frío, metálico, que un camión pasaría a recoger y trasportaría a alguna planta de reciclaje de papel. Se trataba de la biblioteca de un centro docente que estaba a punto de desaparecer. En principio eran todos ejemplares de ediciones baratas y, según me decían, no tenían interés material, económico. Esa era la razón para hacerlos desaparecer. Les confieso que casi no dormí la noche siguiente al “soplo”, intranquilo por la posibilidad de llegar tarde y no poder evitarlo. A la mañana siguiente, acompañado por mi conocido, me personé en el inmueble en cuestión y, con las mejores palabras que contiene el idioma castellano y nosotros conocíamos, le rogamos al responsable de aquella barbaridad que atrasara algo la ejecución de la sentencia de muerte que había recaído sobre los libros, el tiempo suficiente para echarles un vistazo y salvar todos los que creyéramos de interés para nuestras respectivas bibliotecas. El hombre accedió, pero sólo por un día. Cuando nos abrió la puerta de la habitación donde estaban, el panorama no podía ser más penoso. Los libros yacían amontonados de cualquier manera. Algunos, quizá los primeros que habían trasportado a aquel cuarto, estaban más o menos bien colocados, en una mesa, pero el resto, la gran mayoría —había miles—, estaban desperdigados por el suelo, formando irregulares y deformes montañas de papel impreso. Aunque no lo crean, apenas fui capaz de seleccionar una veintena de libros, casi todos novelas. Rescaté libros de Hermann Hesse, de Valle Inclán, de Unamuno, de Ana María Matute, de Juan Goytisolo, de Alejo Carpentier, de Vargas Llosa, de Sábato, de Uslar Pietri. Mi compañero, más aficionado a la Historia —yo también lo soy, pero menos porque tengo varios amores—, salvó la vida de los que le interesaban a él, muchos de ellos clásicos de los teóricos de la historiografía alemana e inglesa que merecían estar en los anaqueles de las mejores bibliotecas.

            Este amor por los libros, que me ha acompañado desde que tengo cierto uso de razón —y ya voy para los cincuenta y dos años—, está en el origen de “El sendero perdido”, el blog en el que, si nadie lo remedia, voy a ir colgando, en los meses y años venideros, algunos de los textos que vaya escribiendo, o ya tengo escritos. Espero que algunos sirvan de inspiración, o al menos de entretenimiento, para los lectores que se tropiecen con ellos en esta ilimitada y caótica biblioteca que es Internet.

 

Ducalópolis, tres de mayo de 2013.

2 comentarios:

  1. Qué bien! Ya te tengo en favoritos.
    Contagiar tu amor por la palabra escrita es de imperativo categórica.
    Un abrazo de tu sobrino, maestro.

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  2. Muchas gracias, José María. Sin la palabra escrita, sin los libros, nos quedaríamos, desde luego, en el limbo mental más absoluto. De todas formas, la cultural oral, la vía de transmisión de los relatos anterior a la creación de la escritura, la misma que hoy usan las personas analfabetas, también es importante. Defendamos, en general, el uso de la palabra, tan necesaria, frente al uso abusivo de la imagen.

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