(Texto escrito en diciembre de 2012)
Una de las mañanas de sábado mejor
empleadas que puedo tener cuando llega el otoño, es la ocupada en visitar la
Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, que estos días se está celebrando en la
Plaza Nueva de Sevilla. Este año no he faltado a la cita. Después de deambular
perezosamente por varios puestos, empezando por los más soleados —la mañana no
se prestaba a muchos divagaciones por la sombra—, llegué al perteneciente a la
librería “El Desván”, donde hace ahora veinticuatro años compré una edición
bilingüe de poemas de Baudelaire que lleva acompañándome desde entonces en mis
sucesivas mudanzas. Me quedé curioseando un rato desde la segunda fila, había
bastante público, y cuando me llegó el turno empecé a pasear la mirada por los
lomos de los libros que se apretaban sobre el mostrador, ediciones baratas de
autores contemporáneos. Distraído, y un poco ausente, recordando con cierta
nostalgia mis años sevillanos, me topé con una primera edición de La crisopa, novela de nuestro olvidado paisano
Emilio Mansera Conde (Osuna, 1929-Madrid, 1980), obra finalista del Premio
Nadal en 1976. La sorpresa fue mayúscula, y más cuando pude comprarla por sólo
dos euros y medio. Le había pagado a Luis, el librero, y ya me iba cuando me
dio un folleto de apenas treinta páginas titulado Paseo por las librerías de viejo de Sevilla, firmado por Juan
Bonilla y editado en 2011. Aprovechando la presencia de un quinteto de metales
que interpretaba pasodobles en la puerta del Ayuntamiento, me puse el sol y lo ojeé
distraídamente. Se trataba de la descripción de un recorrido por las librerías
de viejo de la Sevilla de principios de los noventa, la época en la que yo
estaba en Sevilla estudiando filología y en la que me aficioné a este tipo de
librerías, hoy día muy menguadas en número y en espacio gracias al comercio de
libros por Internet. Entonces me vino a la memoria la librería “Mercedes”,
situada en la calle Cerrajería en aquella época, y regentada por una mujer con
ese nombre, ya anciana en aquellos años. Aunque suponía que llevaba muerta mucho
tiempo, volví a colocarme en el último de los anillos que asediaban el puesto
de Luis y, llegado mi turno, le pregunté por ella. La respuesta fue
sorprendente: Mercedes había muerto hacía unos días, cuando ya había soplado
las velas de su noventa y tantos cumpleaños. En ese momento se agolparon en mi
memoria unos recuerdos que creía perdidos y, ya en Osuna, ignorando la cena y
el Madrid-Atlético que se juega está noche, me he sentado ante el teclado
porque Mercedes se merece un homenaje, aunque sea un homenaje humilde, escrito
por un ursaonense, y que ve la luz en un medio de Osuna, un pueblo que algunos
creen perdido de la mano de Dios y del progreso. Hoy, un día, por cierto, de
gratos reencuentros, en El Salvador me he encontrado con un antiguo conocido
mío, novelista de éxito en la actualidad, que habla de él en tercera persona y,
aunque vive en Sevilla, me ha confesado que nunca ha visitado Osuna.
Imperdonable.
En la obra de Bonilla no aparece la
librería de Mercedes, ni siquiera la nombra de pasada. Dedica sus páginas a “El
Desván”, “Trueque”, “Antonio Castro”, “Los Terceros”, “Renacimiento”, etc.,
todas muy conocidas; algunas, sobre todo “Renacimiento”, de fama internacional
gracias al fondo de más de un millón de volúmenes que adquirió en Nueva York,
librería que en aquellos años estaba en Mateos Gago y hoy se encuentra,
créanme, en un polígono de Valencina de la Concepción. La de Mercedes era
distinta. No tenía ínfulas londinenses o neoyorquinas, ni siquiera madrileñas;
tampoco poseía grandes fondos de primeras ediciones o ejemplares dedicados por
Juan Ramón o Nicolás Guillén. Sus libros, eso sí, estaban perfectamente
dispuestos en las estanterías que tapizaban las cuatro paredes de su local, una
habitación pequeña, de unos cuatro metros cuadrados, a la que se accedía desde
la calle Cerrajería, en la acera de la izquierda si uno iba andando desde
Sierpes a Cuna.
La encontré por casualidad,
callejeando, una tarde de otoño. Cuando entré, el negocio parecía abandonado
por sus dueños porque no se veía a nadie, sólo los libros, dispuestos con
esmero y pulcritud en los anaqueles, algo extraordinario en una librería de
viejo, donde, como bien escribe Bonilla, muchas veces hay que entrar con una
escafandra para escapar del polvo y luchar con las leyes del equilibrio para no
tirar al suelo los libros, apilados de cualquier manera. En la pared del fondo
se veía una cortina oscura, y de allí provenía el sonido de una guitarra
flamenca, con la que alguien se solazaba tocando por alegrías. El lugar y el
momento eran perfectos: una librería sola para mí a la que alguien ponía música
en directo. Estuvo tocando un rato. Yo contenía la respiración mientras miraba
distraídamente los lomos de los libros. Fuera, ajena por completo a este milagro,
la gente pasaba por la calle. La guitarra calló y se arrancó por bulerías. Así
durante un buen rato. Iba ya a irme pero no quería hacerlo sin conocer al
librero-músico que solazaba de esta manera a sus parroquianos. Carraspeé un par
de veces, la guitarra enmudeció, se alzó la cortina y apareció la cabeza
plateada de una abuela de las de antes, vestida de negro y con cabellos
ondulados, de un color gris con tonos azules. En su mano derecha, agarrada por
el mástil, sostenía la guitarra. Era Mercedes.
Desde ese día, cada vez que tenía un
ratito, o que mis pasos, distraídos, me llevaban hasta allí, entraba a verla.
No recuerdo haberle comprado jamás un libro, ni tampoco que ella me lo
recriminara de alguna manera. Seguramente se sentía pagada con la devoción que
le demostraba el mozalbete sensible que era yo entonces, que realmente admiraba
a aquella mujer. Según me comentaron hombres mayores, y yo pude deducir de
nuestras conversaciones, en su juventud había conocido y tratado a muchos de
los poetas del 27. Una vez, recuerdo, intentaba yo que me hiciera confidencias
sobre aquellos poetas, que me contara anécdotas de aquellos tiempos, y sólo me
dijo:
—Cuídate de los poetas, niño, que
tienen todos muy mala leche.
Pasó el tiempo. Yo me fui de Sevilla
y mis años mozos me llevaron por lugares muy distantes y distintos de la
librería “Mercedes”. Ahora, al cabo de más de dos décadas, he vuelto a
reencontrarme con ella, aunque haya sido sólo en espíritu, y a recordar
aquellas conversaciones y aquel lugar tan alejado del mercantilismo y del
interés comercial, aquel paraíso de letras y vivencias situado en pleno centro
de Sevilla. Con el tiempo he comprobado que no es cierto que los poetas tengan
todos muy mala leche, y he pensado que, seguramente, a Mercedes, allá por los
años treinta, le rompió el corazón un mozalbete que escribía versos.
Descansa en paz, Mercedes, y, créeme: aquel muchacho de tu juventud era
sólo eso, un muchacho, aún por madurar, que pasaba las tardes emborronando
papeles y no sabía todavía cómo se debe cuidar una flor delicada.
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