lunes, 13 de mayo de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (I).

Texto aparecido en la revista La Fuente Nueva en 1997.
 
 
 
A mis sobrinos y sobrinos nietos.
 
 
 
 
 
Capítulo 1
 
 

Al principio estuve unos cuantos meses cómodamente instalado en el vientre de mi madre. Aquello era un chollo casi tan bueno como un acta de diputado. Estaba calentito, sin ropa ninguna —no la necesitaba— y ni siquiera tenía que abrir la boca para comer: la comida me llegaba por un tubo muy curioso que me salía del ombligo y acababa perdiéndose en algún sitio del cuerpo de mi madre que no puedo precisar, pues en aquella época ya era miope (aunque no tanto como lo soy ahora). Aquella residencia también resultaba muy cómoda a la hora de moverse de un sitio a otro porque las piernas de mi madre realizaban este trabajo por los dos. De manera que viajaba, iba al cine, a conciertos o al teatro sin dar un paso.
            Pero, por desgracia, aquello no era para siempre. Unos días antes de nacer empecé a sentirme un poco incómodo en el vientre de mi madre. No sé bien por qué razón, pero yo no había dejado de crecer desde que estaba allí dentro y, como su vientre no aumentaba de tamaño, llegó un momento en el que ya no se cabía. ¿Para qué crecería tánto? Algunas personas a las que les he contado la historia me han dicho que son fases de nuestro desarrollo que tenemos que ir atravesando, que es lo normal, que si patatín, que si patatán. Quizá tengan razón, pero aquello de crecer de esa manera me fastidió bastante.
            Llevaba ya unos días con la cabeza hacia abajo, en una posición muy incomoda porque me mareaba cuando íbamos en coche. De  pronto empecé a notar una fuerza totalmente ajena a mí que me empujaba hacia abajo. En ese momento oí decir a mi madre:
            —¡Ay!: me parece que ya viene.
            Yo no sabía a qué o a quién se refería. Pensé que se trataba del cartero, pues unos días antes le había oído decir que estaba esperando una carta de la tía Lali. También podía referirse al lechero, que últimamente llegaba siempre tarde porque se le averiaba la furgoneta un día sí y el otro también. El caso es que mi padre cogió el coche y nos fuimos los tres de paseo. Yo notaba de vez en cuando empujones de esa fuerza a la que me refería antes. Entonces, justo al momento, mi madre decía:
            —¡He tenido otra contracción!
            Así averigüé que aquellos empujones recibían el nombre de contracciones.
            Llegamos a un edificio blanco y enorme que se llamaba hospital porque admitían huéspedes; si la que admitían era una mujer que iba a ser madre, la instalaban en una planta que llamaban maternidad. A nosotros nos dieron la habitación 401 de esa planta. Yo intentaba explicar que había una equivocación, que mi madre ya era madre porque existían mis hermanos mayores y existía yo; el detalle de no haber salido de su cuerpo no me parecía importante. Como aquellos empujones seguían y, además, cada vez eran más fuertes e iban más seguidos, nos llevaron a un sitio que llaman paritario;  allí fue donde pasó lo que nunca pensé que tuviera que pasar. Nada más llegar empezó a salir el líquido que llevaba tantos meses envolviéndome y que era tan gustoso, las contracciones se hicieron más fuertes y yo empecé a avanzar muy trabajosamente y contra mi voluntad —que quede claro— por un túnel muy estrecho pero de paredes suaves. Como iba con la cabeza por delante, empecé a ver una luz muy fuerte delante de mí. Llegó un momento en el que mi cabeza se liberó de la presión del túnel. Sentí frío. Inmediatamente, unas manazas enormes me agarraron por ella y empezaron a tirar de mí hacia fuera. Pertenecían a un gracioso que se podía haber quedado quietecito y en su casa, tirando de la cabeza de sus hijos si los tenía, que no lo sé. El muy animal tiró tanto que acabó por sacarme totalmente fuera del cuerpo de mi madre.
            —¡Es un niño! ¡Es un niño! —gritaba aquel imbécil. No iba a ser un botijo, ¡no te fastidia!
            Allí fuera hacía un frío horroroso. Como yo no lloraba ni decía nada —¡qué iba a decir si estaba mudo de asombro!—, aquel infanticida salteador de caminos me cogió por los pies dejándome otra vez cabeza abajo y, ni corto ni perezoso, me arreó un tortazo en el culo. Yo no entendía nada y empecé a llorar con todas mis ganas y a llamarlo de todo por lo bajini, pero se ve que aquel Herodes estaba sordo y no me oía. Aún me quedaba una esperanza: el cordón que salía de mi ombligo y se perdía en el túnel; quizá pudiera seguirlo y volver a mi casita. Bueno, pues entonces va aquel desaprensivo, aquel cantamañanas aguafiestas y metepatas y, después de cogerlo con unas pinzas que me hacían un daño enorme, va y lo corta con unas tijeras. Aquello significó el final de todas mis esperanzas; me derrumbé y se me quitaron las ganas de todo.
            La verdad es que la situación era desesperada. ¡Con lo bien que se estaba allí dentro! Ahora tendría que acostumbrarme a buscarme la vida para no pasar frío o hambre, tendría que aprender a andar, a hablar y a defenderme de personas como aquel matasanos de tres al cuarto que me había dejado la cabeza medio descolgada y el culo totalmente colorado. No me podría sentar en varios meses.
            Pero no todo estaba perdido. La voz de mi madre, que yo conocía tan bien, empezó a llamarme con una dulzura indescriptible. Yo quería ir junto a ella, pero ahora me había cogido una enfermera y me restregaba un trapo muy áspero por todo el cuerpo. Cuando por fin acabó de hacerme la pascua con aquella especie de estropajo, me llevó junto a mi madre. Ella me cogió en sus brazos y empezó a darme besitos... ¡Qué sensación más agradable! La verdad es que no se estaba tan mal allí fuera si me podía quedar a su lado. Ella tenía todo el pelo en desorden y la frente sudorosa. Yo había visto cómo tiraba del otro extremo del cordón aquel filibustero y cómo salía detrás de él la placenta, el sitio donde yo había vivido hasta entonces, que debe llamarse así porque en su interior se está muy plácidamente. No se qué hacen con ella; me parece que cremas para la cara de la gente. Es increíble.
            A pesar de todo lo que había sufrido, mi madre estaba muy guapa y me sonreía. Sus ojos, cuajados de lágrimas, parecían infinitamente bellos. Yo volvía a ser feliz.
 
 
 
 
Capítulo 2
 


 

Inmediatamente después de los hechos mencionados me convertí en un mamón. Vivía mejor que un rentista inoperante. Dormía, me despertaba, lloraba, mamaba, eructaba; dormía, me despertaba, lloraba, mamaba, eructaba... Mientras me daba de comer, mi madre sonreía, me decía mi chiquitín y mi tesoro y me apretaba contra sus senos. Nunca olvidaré esas sensaciones. Después de comer me apoyaba en su hombro izquierdo y me daba palmaditas en la espalda con su mano derecha hasta que yo decía brorrr. Acto seguido me tendía en la cuna, me arropaba y se quedaba a mi lado mientras me dormía. Yo me hacía el dormido y después, cuando mi madre salía de puntillas del cuarto, empezaba a canturrear Pancho López, del Trío Calaveras, una canción que aquel año se oía mucho por la radio:

 
Nació en Chihuahua 906,
 
en un petate bajo un ciprés,
a los dos años ya hablaba inglés,
mató dos hombres a la edad de tres.
Pancho, Pancho López,
chiquito pero matón,
chiquito pero matón.
A los cuatro años sabía montar,
la carabina sabía punzar,
a treinta yardas le vi apagar
un ojo a un piojo y sin apuntar.
Pancho, Pancho López,
valiente como un león,
valiente como un león.
A los cinco años sabía cantar,
tocar guitarra y hasta bailar,
pues su papá lo dejaba fumar
 y se emborrachaba con puro mescal.
Pancho, Pancho López,
a la cárcel fue a parar,
a la cárcel fue a parar.
A los seis años se enamoró,
luego a los siete fue y se casó,
lo que tenía que pasar pasó
pues a los ocho papá resultó.
Pancho, Pancho López,
se fue a la Revolución,
se fue a la Revolución.
Aquí la historia se terminó
porque a los nueve Pancho murió,
y el consejo de la historia es,
no vivas la vida con tanta rapidez.
Pancho, Pancho López,
viviste como un ciclón,
viviste como un ciclón.  
 
            Pero no siempre podía cantar con tranquilidad. Mi hermana Sole no vio con muy buenos ojos que llegara nadie a quitarle su lugar de preferencia en los cuidados de nuestra madre e intentaba hacerme desaparecer de la faz de la tierra. Ahora lo entiendo, pero entonces no me gustaba mucho. La veía venir y me echaba a temblar. Cuando no estaba cerca mi madre o algún otro mayor, la cuna en la que intentaba dormir entre toma y toma se convertía en una pequeña barca apresada por la tempestad. El timón no servía para nada y la vela, rasgada por un viento impetuoso y con una fuerza capaz de romper todos los anemómetros del mundo, caída sobre cubierta y entrelazada con los restos del mástil, era un juguete roto e inservible. Yo aguantaba los empellones de Sole como podía, agarrándome con una manita al borde de babor y con la otra al de estribor e intentando afianzar los pies y la cabeza a popa y a proa. Afortunadamente la cuna nunca llegó a zozobrar y yo puedo estar aquí contándoles estas cosas.
            El primer otoño que vieron mis ojos fue muy lluvioso. Poco después de haber pasado Cantinflas por la calle Sierpes, y no sé si fue precisamente por eso, el Tamarguillo y el Guadalquivir se salieron de madre y crearon una efímera Venecia en la que el panadero pasaba por las calles en barca y los niños abrían los ojos desmesuradamente desde ventanas y balcones. Yo no conocía otra cosa y pensaba que Sevilla y la Tierra entera estaban siempre cubiertas por aguas que surcaban atrevidos piragüistas y sufridos repartidores fluviales. Veía a mis hermanos mayores pescando desde el balcón del salón, que daba a la Alameda de Hércules, y me parecía lo más normal del mundo que intentaran asegurar el sustento de la familia echando el anzuelo justo al lado de la barca del lechero. Yo, por mi parte, tenía el sustento asegurado y todavía no comía los peces que pescaban, algunos de más de cinco kilos. Gracias a este nuevo entretenimiento, mi hermana Sole se olvidó de mí por un tiempo y yo podía dormir de un tirón entre toma y toma. Volvía a ser feliz.
            A principios de verano me trasladaron al corralito. Era un recinto de perímetro circular, de una circunferencia aproximada de dos metros de diámetro, rodeado por una alambrada de metro y medio de altura. Aunque me sentía encarcelado, tenía más libertad de movimientos que en la cuna y, además, disponía de mayor espacio para almacenar proyectiles con los que defenderme de los asedios de Sole. Ella iniciaba sus ataques de forma taimada, silenciosa, reptando por el suelo y vestida con trajes mimetizados con los que intentaba pasar desapercibida entre sillas, mesas y paredes. Aunque yo ya era miope, había desarrollado un sexto sentido que me avisaba de sus incursiones. Cuando advertía un nuevo intento, me hacía el longui y seguía jugando con lo que tuviera más a mano mientras observaba, con el rabillo del ojo, sus borrosos movimientos camaleónicos. Esperaba que estuviera a tiro y, al tiempo que me levantaba con una fuerza que antes no poseían mis piernecitas y que me permitía ocupar una posición defensiva más favorable, descargaba sobre ella varias ráfagas de proyectiles de distintos calibres y configuraciones: sonajeros, cajas de música, muñecas, indios, pistoleros, soldaditos de plomo, caballitos de cartón con una peana provista de ruedas, piezas de mecanos, pelotas de tenis, etc. Así conseguía que se retirara hacia posiciones donde mi artillería aún no alcanzaba y pude seguir defendiendo mi posición de sus ataques durante un año más, justo cuando cesaron debido a un hecho inesperado que vino a cambiar mi situación, la de ella y la de mis hermanos mayores: a mi madre, siempre muy delgadita, le estaba saliendo un enorme bulto en la barriga.
(Continuará)
 


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