Texto aparecido en la revista La Fuente Nueva en 1997.
A mis sobrinos y sobrinos nietos.
Capítulo 1
Al principio estuve unos cuantos meses cómodamente instalado en el
vientre de mi madre. Aquello era un chollo casi tan bueno como un acta de
diputado. Estaba calentito, sin ropa ninguna —no la necesitaba— y ni siquiera
tenía que abrir la boca para comer: la comida me llegaba por un tubo muy
curioso que me salía del ombligo y acababa perdiéndose en algún sitio del
cuerpo de mi madre que no puedo precisar, pues en aquella época ya era miope
(aunque no tanto como lo soy ahora). Aquella residencia también resultaba muy
cómoda a la hora de moverse de un sitio a otro porque las piernas de mi madre
realizaban este trabajo por los dos. De manera que viajaba, iba al cine, a
conciertos o al teatro sin dar un paso.
Pero, por
desgracia, aquello no era para siempre. Unos días antes de nacer empecé a
sentirme un poco incómodo en el vientre de mi madre. No sé bien por qué razón,
pero yo no había dejado de crecer desde que estaba allí dentro y, como su
vientre no aumentaba de tamaño, llegó un momento en el que ya no se cabía.
¿Para qué crecería tánto? Algunas personas a las que les he contado la historia
me han dicho que son fases de nuestro desarrollo que tenemos que ir
atravesando, que es lo normal, que si patatín, que si patatán. Quizá tengan
razón, pero aquello de crecer de esa manera me fastidió bastante.
Llevaba ya unos
días con la cabeza hacia abajo, en una posición muy incomoda porque me mareaba
cuando íbamos en coche. De pronto empecé
a notar una fuerza totalmente ajena a mí que me empujaba hacia abajo. En ese
momento oí decir a mi madre:
—¡Ay!: me parece
que ya viene.
Yo no sabía a qué
o a quién se refería. Pensé que se trataba del cartero, pues unos días antes le
había oído decir que estaba esperando una carta de la tía Lali. También podía
referirse al lechero, que últimamente llegaba siempre tarde porque se le
averiaba la furgoneta un día sí y el otro también. El caso es que mi padre
cogió el coche y nos fuimos los tres de paseo. Yo notaba de vez en cuando
empujones de esa fuerza a la que me refería antes. Entonces, justo al momento,
mi madre decía:
—¡He tenido otra
contracción!
Así averigüé que
aquellos empujones recibían el nombre de contracciones.
Llegamos a un
edificio blanco y enorme que se llamaba hospital
porque admitían huéspedes; si la que admitían era una mujer que iba a ser
madre, la instalaban en una planta que llamaban maternidad. A nosotros nos dieron la habitación 401 de esa planta.
Yo intentaba explicar que había una equivocación, que mi madre ya era madre
porque existían mis hermanos mayores y existía yo; el detalle de no haber
salido de su cuerpo no me parecía importante. Como aquellos empujones seguían
y, además, cada vez eran más fuertes e iban más seguidos, nos llevaron a un
sitio que llaman paritario; allí fue donde pasó lo que nunca pensé que
tuviera que pasar. Nada más llegar empezó a salir el líquido que llevaba tantos
meses envolviéndome y que era tan gustoso, las contracciones se hicieron más
fuertes y yo empecé a avanzar muy trabajosamente y contra mi voluntad —que
quede claro— por un túnel muy estrecho pero de paredes suaves. Como iba con la
cabeza por delante, empecé a ver una luz muy fuerte delante de mí. Llegó un
momento en el que mi cabeza se liberó de la presión del túnel. Sentí frío.
Inmediatamente, unas manazas enormes me agarraron por ella y empezaron a tirar
de mí hacia fuera. Pertenecían a un gracioso que se podía haber quedado
quietecito y en su casa, tirando de la cabeza de sus hijos si los tenía, que no
lo sé. El muy animal tiró tanto que acabó por sacarme totalmente fuera del
cuerpo de mi madre.
—¡Es un niño! ¡Es
un niño! —gritaba aquel imbécil. No iba a ser un botijo, ¡no te fastidia!
Allí fuera hacía
un frío horroroso. Como yo no lloraba ni decía nada —¡qué iba a decir si estaba
mudo de asombro!—, aquel infanticida salteador de caminos me cogió por los pies
dejándome otra vez cabeza abajo y, ni corto ni perezoso, me arreó un tortazo en
el culo. Yo no entendía nada y empecé a llorar con todas mis ganas y a llamarlo
de todo por lo bajini, pero se ve que aquel Herodes estaba sordo y no me oía.
Aún me quedaba una esperanza: el cordón que salía de mi ombligo y se perdía en
el túnel; quizá pudiera seguirlo y volver a mi casita. Bueno, pues entonces va
aquel desaprensivo, aquel cantamañanas aguafiestas y metepatas y, después de
cogerlo con unas pinzas que me hacían un daño enorme, va y lo corta con unas tijeras.
Aquello significó el final de todas mis esperanzas; me derrumbé y se me
quitaron las ganas de todo.
La verdad es que
la situación era desesperada. ¡Con lo bien que se estaba allí dentro! Ahora
tendría que acostumbrarme a buscarme la vida para no pasar frío o hambre,
tendría que aprender a andar, a hablar y a defenderme de personas como aquel
matasanos de tres al cuarto que me había dejado la cabeza medio descolgada y el
culo totalmente colorado. No me podría sentar en varios meses.
Pero no todo estaba
perdido. La voz de mi madre, que yo conocía tan bien, empezó a llamarme con una
dulzura indescriptible. Yo quería ir junto a ella, pero ahora me había cogido
una enfermera y me restregaba un trapo muy áspero por todo el cuerpo. Cuando
por fin acabó de hacerme la pascua con aquella especie de estropajo, me llevó
junto a mi madre. Ella me cogió en sus brazos y empezó a darme besitos... ¡Qué
sensación más agradable! La verdad es que no se estaba tan mal allí fuera si me
podía quedar a su lado. Ella tenía todo el pelo en desorden y la frente
sudorosa. Yo había visto cómo tiraba del otro extremo del cordón aquel
filibustero y cómo salía detrás de él la placenta,
el sitio donde yo había vivido hasta entonces, que debe llamarse así porque en
su interior se está muy plácidamente. No se qué hacen con ella; me parece que
cremas para la cara de la gente. Es increíble.
A pesar de todo
lo que había sufrido, mi madre estaba muy guapa y me sonreía. Sus ojos,
cuajados de lágrimas, parecían infinitamente bellos. Yo volvía a ser feliz.
Capítulo 2
Inmediatamente después de los hechos mencionados me convertí en un
mamón. Vivía mejor que un rentista inoperante. Dormía, me despertaba, lloraba,
mamaba, eructaba; dormía, me despertaba, lloraba, mamaba, eructaba... Mientras
me daba de comer, mi madre sonreía, me decía mi chiquitín y mi tesoro
y me apretaba contra sus senos. Nunca olvidaré esas sensaciones. Después de
comer me apoyaba en su hombro izquierdo y me daba palmaditas en la espalda con
su mano derecha hasta que yo decía brorrr.
Acto seguido me tendía en la cuna, me arropaba y se quedaba a mi lado mientras
me dormía. Yo me hacía el dormido y después, cuando mi madre salía de puntillas
del cuarto, empezaba a canturrear Pancho
López, del Trío Calaveras, una
canción que aquel año se oía mucho por la radio:
Nació en Chihuahua 906,
en un petate bajo un ciprés,
a los dos años ya hablaba inglés,
mató dos hombres a la edad de tres.
Pancho, Pancho López,
chiquito pero matón,
chiquito pero matón.
A los cuatro años sabía montar,
la carabina sabía punzar,
a treinta yardas le vi apagar
un ojo a un piojo y sin apuntar.
Pancho, Pancho López,
valiente como un león,
valiente como un león.
A los cinco años sabía cantar,
tocar guitarra y hasta bailar,
pues su papá lo dejaba fumar
y se emborrachaba con puro
mescal.
Pancho, Pancho López,
a la cárcel fue a parar,
a la cárcel fue a parar.
A los seis años se enamoró,
luego a los siete fue y se casó,
lo que tenía que pasar pasó
pues a los ocho papá resultó.
Pancho, Pancho López,
se fue a la Revolución ,
se fue a la Revolución.
Aquí la historia se terminó
porque a los nueve Pancho murió,
y el consejo de la historia es,
no vivas la vida con tanta rapidez.
Pancho, Pancho López,
viviste como un ciclón,
viviste como un ciclón.
Pero no siempre
podía cantar con tranquilidad. Mi hermana Sole no vio con muy buenos ojos que
llegara nadie a quitarle su lugar de preferencia en los cuidados de nuestra
madre e intentaba hacerme desaparecer de la faz de la tierra. Ahora lo
entiendo, pero entonces no me gustaba mucho. La veía venir y me echaba a
temblar. Cuando no estaba cerca mi madre o algún otro mayor, la cuna en la que
intentaba dormir entre toma y toma se convertía en una pequeña barca apresada
por la tempestad. El timón no servía para nada y la vela, rasgada por un viento
impetuoso y con una fuerza capaz de romper todos los anemómetros del mundo,
caída sobre cubierta y entrelazada con los restos del mástil, era un juguete
roto e inservible. Yo aguantaba los empellones de Sole como podía, agarrándome
con una manita al borde de babor y con la otra al de estribor e intentando
afianzar los pies y la cabeza a popa y a proa. Afortunadamente la cuna nunca
llegó a zozobrar y yo puedo estar aquí contándoles estas cosas.
El primer otoño
que vieron mis ojos fue muy lluvioso. Poco después de haber pasado Cantinflas
por la calle Sierpes, y no sé si fue precisamente por eso, el Tamarguillo y el
Guadalquivir se salieron de madre y crearon una efímera Venecia en la que el panadero
pasaba por las calles en barca y los niños abrían los ojos desmesuradamente
desde ventanas y balcones. Yo no conocía otra cosa y pensaba que Sevilla y la Tierra entera estaban
siempre cubiertas por aguas que surcaban atrevidos piragüistas y sufridos
repartidores fluviales. Veía a mis hermanos mayores pescando desde el balcón
del salón, que daba a la
Alameda de Hércules, y me parecía lo más normal del mundo que
intentaran asegurar el sustento de la familia echando el anzuelo justo al lado
de la barca del lechero. Yo, por mi parte, tenía el sustento asegurado y
todavía no comía los peces que pescaban, algunos de más de cinco kilos. Gracias
a este nuevo entretenimiento, mi hermana Sole se olvidó de mí por un tiempo y
yo podía dormir de un tirón entre toma y toma. Volvía a ser feliz.
A principios de
verano me trasladaron al corralito. Era un recinto de perímetro circular, de
una circunferencia aproximada de dos metros de diámetro, rodeado por una
alambrada de metro y medio de altura. Aunque me sentía encarcelado, tenía más
libertad de movimientos que en la cuna y, además, disponía de mayor espacio
para almacenar proyectiles con los que defenderme de los asedios de Sole. Ella
iniciaba sus ataques de forma taimada, silenciosa, reptando por el suelo y vestida
con trajes mimetizados con los que intentaba pasar desapercibida entre sillas,
mesas y paredes. Aunque yo ya era miope, había desarrollado un sexto sentido
que me avisaba de sus incursiones. Cuando advertía un nuevo intento, me hacía
el longui y seguía jugando con lo que tuviera más a mano mientras observaba, con
el rabillo del ojo, sus borrosos movimientos camaleónicos. Esperaba que
estuviera a tiro y, al tiempo que me levantaba con una fuerza que antes no
poseían mis piernecitas y que me permitía ocupar una posición defensiva más
favorable, descargaba sobre ella varias ráfagas de proyectiles de distintos
calibres y configuraciones: sonajeros, cajas de música, muñecas, indios,
pistoleros, soldaditos de plomo, caballitos de cartón con una peana provista de
ruedas, piezas de mecanos, pelotas de tenis, etc. Así conseguía que se retirara
hacia posiciones donde mi artillería aún no alcanzaba y pude seguir defendiendo
mi posición de sus ataques durante un año más, justo cuando cesaron debido a un
hecho inesperado que vino a cambiar mi situación, la de ella y la de mis
hermanos mayores: a mi madre, siempre muy delgadita, le estaba saliendo un
enorme bulto en la barriga.
(Continuará)
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