(Foto por cortesía de Francisco Muñoz).
No conocemos el criterio que se siguió para determinar ese número de
habitantes. Tampoco si se tuvieron en cuenta importantes factores como, por
ejemplo, la población dedicada a labores agrícolas que vivía casi todo el año
dispersa por el término. En cualquier caso, considerando el número de
habitantes y la extensión que ocupaba el casco urbano, no parece muy
desacertado pensar que alrededor de 1820 la densidad de población era casi el
doble de la actual. A esta importante característica de la Osuna de la época, habría
que añadir otra no menos importante y que tiene que ver con la higiene,
concepto que debe considerarse muy moderno en todo el país pues, con alguna
rara excepción como Cádiz, población que a comienzos del siglo XIX tenía hasta
un servicio de recogida de basuras (El
Cádiz de las Cortes, de Ramón Solís; pág. 39 y ss.), las calles de pueblos
y ciudades eran auténticos muladares. De esta rápida panorámica podemos obtener
una conclusión: con mucho menos espacio vital disponible y unos pésimos hábitos
higiénicos, la población de la época resultaría mucho más vulnerable a ciertos
males como la conflictividad social y la rápida propagación de enfermedades
contagiosas. Para estas y otras cuestiones resulta muy recomendable la lectura
de textos como “Osuna durante la epidemia de fiebre amarilla de 1800” , de Francisco Luis Díaz
Torrejón, y Osuna durante la Restauración
(1875-1931), de José Manuel Ramírez Olid. En general, la segunda de las
obras citadas también resulta válida para el periodo del Trienio Liberal, dado
lo poco que cambió la vida durante siglos.
Una vez conocido, aunque de forma muy somera, el escenario de los
acontecimientos, vamos a intentar arrojar algo de luz sobre la historia de la Osuna del Trienio. La
documentación disponible para el conocimiento de la historia local en el periodo
comprendido entre 1820 y 1823 es, por desgracia, escasísima: unas Actas
Capitulares inexistentes y Resumen de un
siglo, el libro de García Blanco. Ya
nos hemos referido a la inexistencia de los libros de Actas Capitulares de
estos tres años, laguna documental que parece deberse a una destrucción
sistemática de ellas en todo el país y por mandato superior. De todas formas, en
su día acudimos al Archivo Municipal de Osuna con el fin de determinar, por
medio de las fechas de las Actas Capitulares que anteceden y siguen a las
desaparecidas, los límites cronológicos de los Ayuntamientos constitucionales
ursaonenses. Empezamos con el límite superior, que puede establecerse con toda
seguridad en el día 12 de junio de 1823. De este día localizamos dos actas: una
firmada por el secretario Francisco Aguirre (AMO, Actas. Capitulares 1823, sig.
108, 12-6-1823, fol. 1 vto.) y otra dando fe de la reunión de una “Junta de
Seguridad pública” firmada por otro secretario (ib., fol. 2 vto), el mismo que
firma las posteriores, una de las cuales recoge los disturbios provocados por
un gentío que gritaba “viva el Rey Absoluto y muera la Constitución ” y había
“venido últimamente [por último] á estas Casas Capitulares clamando y pidiendo
a voces se derribe la lápida de la Constitución ” (ib., 15-6-1823, fol. 2 rto.)
Resumen de un siglo, aunque aporta poco sobre el Trienio porque el
autor estuvo ausente del pueblo entre junio de 1821 y el día de San Antonio de
1823, confirma el contenido de las actas. Menciona la vuelta de los
afrancesados en 1821, gracia concedida por decreto de 23 de abril de 1820 (La España de Fernando VII, de Miguel Artola;
1999, pág. 532). Según el testimonio de García Blanco, entre ellos figuraba uno
que había ocupado el cargo de Subprefecto de Jerez durante toda la ocupación
francesa. Se llamaba Francisco Aguirre y “vino de Francia muy instruido, porque
se retiró allá á un pueblecito y no hizo más que leer; inmediatamente que llegó
á Osuna, el Ayuntamiento lo nombro Secretario, aprovechándose de sus
conocimientos” (Resumen de un siglo;
pág. 59). Como vemos, el nombre coincide con el del Secretario del Ayuntamiento
que firma el acta citada más arriba, una prueba más del valor documental de
esta obra de García Blanco, despreciada por autores como Menéndez y Pelayo (Antonio María García Blanco y el hebraísmo
español durante el siglo XIX, de Pascual Recuero; pág. 488), quien, en una
carta fechada en Santander en 1903, se refiere a ella como “triste documento de
la decrepitud intelectual de don Antonio”, consideración a todas luces injusta
y necesitada de una revisión desapasionada.
El lector, siempre tan generoso, sabrá perdonar el aparente olvido en el
que hemos tenido a Anglona durante la redacción de este artículo, pero los
recuerdos y los acontecimientos son como las cerezas, que es casi imposible
sacarlas del canasto una a una.
(Continuará).
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