En
la entrega anterior dejamos a Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Alonso Pimentel
(1786-1851), príncipe de Anglona, en medio de la Batalla de Bailén, hecho de
armas en el cual tuvo una actuación decisiva el Regimiento de Pavía, que estaba
bajo su mando. Además, acabada la batalla, Anglona recibió la orden del general
Castaños de escoltar al general Dupont, jefe del ejército derrotado, una
responsabilidad que no se le da a cualquiera, hecho que debe ayudar a formarnos
una idea de la reputación de nuestro protagonista. En cuanto a la célebre
batalla, y aunque este no sea el lugar ni hacerlo sea mi cometido, quiero
llamar la atención sobre la gran desventaja que supuso para el ejército francés
la avaricia de sus soldados, incapaces de moverse en el campo de batalla con la
agilidad y la rapidez necesarias, estorbados a causa del peso extra que
llevaban tras el saqueo de la ciudad de Córdoba. Los pesados y valiosos objetos
robados en las principales casas cordobesas, y de los cuales no querían
separarse, embarazaban sus movimientos. Miserias de la guerra.
Esta
victoria española cambia temporalmente el curso de la Guerra de la
Independencia: el rey José —al cual había jurado fidelidad el duque de Osuna
apenas un mes antes y del que ahora reniega— tiene que retroceder hasta la
línea del Ebro, lo que supone una gran humillación para el orgulloso Imperio
Napoleónico. Sin embargo, cuatro meses después de la Batalla de Bailén, en
noviembre de 1808, las tropas francesas, que han vuelto a la carga con fuerzas
renovadas, se encuentran en el puerto de Somosierra, muy cerca de Madrid.
Exceptuado nuestro protagonista, que debe cumplir con sus obligaciones
militares, toda la familia del duque de Osuna, Duque incluido —que había
escapado de su confinamiento en el sur de Francia vestido de clérigo—, abandona
la Alameda, cerca de la madrileña localidad de Barajas, y viaja hasta Sevilla.
La estancia de la familia en la ciudad hispalense acabará tras la victoria
francesa en Ocaña, a finales de 1809, hecho de armas que abre las puertas de
Andalucía a las tropas napoleónicas. No obstante, ese año escaso de residencia
en Sevilla permite a los Téllez-Girón y Alonso Pimentel visitar algunos de sus
dominios. La madre, condesa-duquesa de Benavente pero también duquesa de Arcos,
viaja a Marchena en el mes de junio, mientras el hermano mayor de Anglona,
Francisco de Borja, duque de Osuna desde enero de 1807, hace lo propio a Osuna
en tres ocasiones (en abril, junio y octubre), todas en 1809, se entiende.
Según el historiador ursaonense Francisco Luís Díaz Torrejón, en una de las
visitas el canónigo secretario de la Colegiata le impidió acceder a cierta
dependencia del templo, donde el Duque pretendía celebrar algo. Menciono este
hecho, que no deja en muy buen lugar al X duque de Osuna, para volver a
insistir sobre su ineptitud y su falta de carácter pues, como ya habrá
advertido el lector, Francisco de Borja era lo que hoy llamaríamos un “sin
sustancia”, una persona débil e incapaz de mantener una decisión, inapropiada,
por tanto, para ocupar un puesto de tanta responsabilidad como era en aquella
época el gobierno de la Casa de Osuna; realmente, fue la madre, ayudada por su
apoderado general, Manuel Azcargorta, la persona que se ocupó de la dirección
del vasto patrimonio que poseía la familia. En cambio, el segundogénito,
nuestro protagonista, demostró toda su vida la fuerza de carácter y la valentía
que le faltaron a su hermano. En el caso de Pedro de Alcántara y Mariano, los
hijos de Francisco de Borja, el reparto de cualidades fue al contrario: el
primogénito, XI duque de Osuna, no era precisamente arrojado, aunque, eso sí,
poseía la mesura y el talento que le faltaron al XII duque de Osuna, su
incalificable hermano Mariano, el cual, sin duda, heredó lo peor de la
personalidad de su padre y aun de su abuela paterna, la condesa-duquesa de
Benavente, que, según Antonio de Marichalar, no era perfecta o, mejor dicho —y
visto con ojos del Antiguo Régimen—, se adecuaba a lo esperable en la
representante de una de las mayores casas nobiliarias españolas, mayores en
títulos y patrimonio, cuando, por ejemplo, y para dejar bien alto el nombre de
su casa, hacía una antorcha efímera y valiosísima de un fajo de billetes para
que un compañero de ecarté pudiera encontrar una moneda de ocho reales que se
le había caído al suelo.
Pero
volvamos al segundo hijo del IX duque de Osuna, príncipe de Anglona desde niño,
por cesión de su madre, y marqués de Javalquinto tras el fallecimiento de la
misma (1834). Decidido a formar una familia, en 1810 contrae matrimonio con
María del Rosario Fernández de Santillán y Valdivia, de quince años de edad e
hija del marqués de la Motilla. Lo hace en Cádiz, donde estaba refugiada gran
parte de la nobleza española, incluida su familia. Poco antes, en enero de ese
mismo año, habían entrado en Osuna los soldados franceses, que permanecerán en
la localidad sevillana hasta que tropas al mando del príncipe de Anglona la
recuperen en julio de 1812, lo que hace suponer el paso de Anglona por la bella
población sevillana, cabeza del Ducado y cuna de sus antepasados. Un mes
después, y de nuevo en Cádiz, nacerá Pedro de Alcántara Téllez-Girón y Fernández
de Santillán, su primer hijo, que llegará a ser XIII duque de Osuna a la muerte
sin descendencia de su primo Mariano. Sin embargo, la felicidad de la pareja durará poco: la
vuelta del absolutista Fernando VII, de ideario radicalmente opuesto al de
Anglona, está ya próxima.
(Continuará).
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