viernes, 21 de agosto de 2015

Pedro Téllez-Girón, príncipe de Anglona (18)




(Plano de Medellín, Colombia. 1791)




Tras la muerte del X duque de Osuna, la situación familiar de su hermano tuvo que cambiar sustancialmente. Aunque sólo es una hipótesis, existen varios argumentos que la hacen muy posible: la viudedad de la madre, quien, además, tenía ya sesenta y ocho años; la edad de su sobrino Pedro, heredero del título, que a la muerte del padre tenía sólo diez, y, por último, la inexistencia de otro hermano varón. De esta manera, Anglona debió pasar a ser el “hombre de la casa”, aunque, según lo que llevamos visto de su biografía, ese puesto siempre había sido suyo en el ánimo de la condesa-duquesa de Benavente, cabeza efectiva de la casa ducal desde la muerte de su marido (1807) hasta la suya propia (1834). Como ya dijimos, son muchos los testimonios que atribuyen a nuestro protagonista mejores cualidades que las poseídas por su hermano mayor, el cual había demostrado sobradamente su falta de carácter y, en general, sus escasas dotes en todos los sentidos. Ya conoce el lector de esta serie nuestra teoría sobre el distinto rumbo que habría tomado la Casa de Osuna si Anglona hubiera heredado el título. Para colmo, en 1844 morirá sin descendencia el XI duque, una extraña y desafortunada carambola del destino que pondrá el mayor patrimonio de España en manos de su hermano Mariano, el cual, como si le hubiera tocado la lotería, y haciendo bueno aquel refrán que dice “el dinero que llega fácil, fácil se va”, se dedicará a vivir la vida sin pensar en otra cosa. Lo suyo, desde luego, nunca fue la contabilidad.
Como ya dijimos, a principios de mayo de 1820, Anglona es nombrado Consejero de Estado. En relación a este nombramiento, hemos localizado en la Sección Nobleza del Archivo Histórico Nacional un documento tocante a su paso por este importante organismo de gobierno. Aparece con el título “Copia del informe de José Aycimena, José Luyando, Luis Antonio Flores, al príncipe de Anglona, del Consejo de Estado, sobre las medidas que convendría adoptar para la pacificación de América” (signatura ESTADO, 89, N. 12). Dicho informe consta de setenta y siete folios escritos por ambas caras en los cuales se hace un balance de la situación de las colonias americanas y se propone una serie de medidas de liberalización económica que una vez aplicadas harían desaparecer los deseos de independencia. A esas alturas —el informe lleva fecha de 7 de noviembre de 1821—, cuando ya eran independientes de hecho casi todos los territorios situados al este de los Andes, cuando nuestro país, inmerso en una inacabable crisis política y social, estaba atado de pies y manos a la hora de aplicar medidas razonables y duraderas, poco se podía hacer: el proceso era imparable. La lectura del texto, redactado por personas de mentalidad muy práctica, resulta recomendable para comprender mejor por qué aquellos descendientes de españoles prefirieron dejar de serlo nominalmente y declararse independientes de la metrópoli.
Mientras tanto… ¿qué ocurría en Osuna? Para empezar, intentemos primero determinar cómo era la población sevillana por aquellos años. En la entrada OSUNA del Diccionario Geográfico Universal, publicado en Barcelona entre 1830 y 1832 y, por tanto, anterior en dieciocho años al Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar de Pascual Mádoz —obra que suele usarse de referencia para esta época—, puede leerse que la población, “en forma de semicírculo al pie de un elevado cerro”, contaba por aquellos años con 16.000 habitantes, los cuales vivían casi exclusivamente de las labores agrícolas. Su industria, mínima como puede imaginarse, estaba basada en la elaboración artesanal del esparto y en la molienda de la aceituna; se mencionan también tres molinos harineros movidos por las aguas del Salado. Dice también el texto que la alcaparra que se encontraba en el término era de tanta calidad que se vendía para ser consumida en Sevilla, Cádiz e, incluso, América. En cuanto a los servicios que Osuna ofrecía, se lee, y cito textualmente, “Iglesia colegiata, 9 conventos de frailes, 5 de monjas, 4 hospitales, 8 ermitas, 2 cuarteles para infantería y caballería, 10 posadas y casa de postas con tres caballos”. Las calles, y esto es algo en lo que coinciden las descripciones de cualquier época, estaban empedradas, las del centro se entiende, “aunque no con mucho primor”. Como ya imaginará el lector, la superficie de la población era mucho menor de la actual. Sus límites, según Manuel Rodríguez Buzón en su Guía artística de Osuna (1986) y José Mª Lerdo de Tejada y otros en “Desarrollo de la trama urbana de Osuna y caracteres generales del caserio” (1992), estarían más o menos en las calles San Cristóbal, Alfonso XII, Espartero, Fernán González, Mancilla, Puerta Ronda, Migolla y, desde ahí, correrían a unirse con San Cristóbal abrazando toda la actual zona monumental. La densidad de población, por tanto, tenía que ser mucho más alta que la de hoy, sobre todo por la existencia de innumerables casas de vecinos, esas viviendas plurifamiliares de escasas comodidades y nula privacidad que sobrevivieron casi intactas a la primera mitad del siglo XX. El férreo control sobre las personas y las conciencias tan característico de la España del Antiguo Régimen, y de los regímenes totalitarios de cualquier época y lugar —donde se persigue cualquier intento de disidencia o de pensamiento libre—, estaba servido.
(Continuará).

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