(Relato escrito en 1990 tras un atracón de inocencia y realidad).
En aquella época de nuestra
vida, hace unos quince años, todos los del grupo rondábamos los dieciséis o
los diecisiete. Formábamos una pandilla un tanto dispar en cuanto a gustos y
planteamientos de vida; lo único que nos unía era una gran vitalidad y unos
tremendos deseos de tener experiencias nuevas, dos de las circunstancias que
pueden poner en peligro la felicidad del adolescente.
Pedro, el mayor de todos y el
líder indiscutible del grupo, era un gran vicioso del juego, un ludópata según la terminología actual, y un don Juan incorregible. Para demostrar su currículo como seductor, guardaba como oro en paño
un gran fajo de cartas perfumadas, la mayoría de ellas llenas de palabras de
sincero amor y de dolorosa incomprensión respecto a sus sentimientos, ausentes
en la gran mayoría de sus relaciones. Lo sé porque no tenía ningún reparo en
que las leyéramos e, incluso, nos animaba a hacerlo; yo, a veces, caía en la
tentación y, con una curiosidad tal vez malsana, espiaba la dulce intimidad de
aquellas mujeres. Pedro tenía siempre una "novia formal",
generalmente muy guapa, cuya compañía simultaneaba con las de muchachas de una
sola noche que captaba en discotecas de otros pueblos. La discreción le llevaba
a buscarlas en lugares donde no fuera conocido; "si no eres casto, al
menos se cauto", dice el refrán. Cuando, por probar, echaba el anzuelo en
su pueblo y picaba alguna, desaparecía rumbo a una de las localidades vecinas
en el coche de su hermano mayor, un Citröen gigantesco de los que ya sólo se
ven en las concentraciones de coches antiguos o en las películas de Luis de
Funes, de esos que llamaban tiburones y parecían barcos en vez de automóviles.
Tuvo suerte: nunca lo paró la policía. Otras veces, cuando no se lo podía coger
o se iba solo, viajaba en su ciclomotor y, montado en él, llegaba a la
discoteca o el pub en cuestión. Una de sus "hazañas" que ayuda a
entender mejor la consideración que tenía con las mujeres la realizó en este
vehículo. Ligó en una discoteca y se fue con la muchacha a un oscuro lugar de
las afueras. Allí se despachó más o menos rápido y, después de decirle que era una
puta y no merecía volver a montarse en su moto, la dejó sola y ella se tuvo que
volver andando. Él contaba esta "hazaña" entre risas y
vanagloriándose de lo bien que sabía tratar a las mujeres. Nunca conseguí
entender por qué él se consideraba menos puto que ella si no era por una
malformación cultural que lo acompañaría toda la vida.
Aquí vienen muy a propósito
estos célebres versos de sor Juana Inés de la Cruz:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis [.]
Aunque fueron escritos en el
siglo XVII aún son perfectamente aplicables a muchos hombres, sobre todo a los
de zonas rurales que han asimilado sin el menor problema la educación más
tradicional.
Otro miembro importante de la pandilla
era Alberto, una de las personas con más sentido del humor que he conocido y un
juerguista nato, capaz de estar de fiesta durante días sin mostrar el menor
asomo de cansancio. Iba siempre acompañando a mujeres pero, debido a su poca
formalidad y a la incapacidad que tenía para comprometerse lo más mínimo, nunca
llegaba a tener una relación duradera. Lo de Mónica, la única mujer con la que
estuvo dispuesto a comprometerse, vino mucho más tarde, cuando ya teníamos
veintitantos. Pero en aquella época éramos todavía muchachos y no teníamos
ningún deseo de complicarnos la vida. Alberto era capaz de estar hablando
varios días seguidos sin decir nada de verdadera sustancia. Entendía
absolutamente de todo y esto le llevaba a intervenir en cualquier conversación,
ya tratase de la muerte de Carrero Blanco o de la subida del café, que, de la
noche a la mañana, había pasado a costar la astronómica cifra de quince pesetas
la taza. En cuanto a su economía, iba tirando gracias a los numerosos trabajos
que le salían y de los que, invariablemente, se despedía al cobrar el primer
sueldo. Acto seguido se pasaba unos días despilfarrando el dinero en juergas y
comilonas; cuando se volvía a encontrar sin blanca aceptaba el primer trabajo
que le ofrecieran y acababa repitiendo la misma operación. Vivía al día y era
feliz así.
Siempre me he preguntado por
qué elegí estos amigos y no otros que fueran más acordes con mi forma de sentir
y ver la vida. La respuesta la encontré precisamente en mi afán adolescente de
rebelarme contra el círculo familiar en el que había crecido, un grupo de
personas de costumbres moderadas entre las cuales no iba a encontrar las
emociones que buscaba en aquellos años de inexperiencia absoluta y afán de
conocimientos de todo tipo. Así que allí estaba yo, recién salido del huevo, en
medio de aquellos vividores que me daban cien mil vueltas en todo lo que no
fuera latín o geografía.
El último de los integrantes
de aquel grupo de notables era Leonardo. Su importancia no radicaba tanto en
sus dotes personales como en el hecho de tener una madre que había puesto a su
disposición una casa donde pudiera vivir lejos del padre, un hombre de muy
malas pulgas con quien no era posible convivir con un mínimo de tranquilidad.
Esta casa, medianamente amueblada, se convirtió en nuestro lugar de reunión y
también en casino y picadero. Allí tuvimos casi todos la primera experiencia
sexual con coito incluido, fumamos los primeros porros y, en general, cometimos
por primera vez los "pecados" que llevábamos tantos años queriendo
cometer.
Recuerdo la habitación donde
se jugaba al póker como si la estuviera viendo ahora mismo. Era pequeña, pero
bastaba para contener una mesa cuadrada y cuatro sillas, el mobiliario
imprescindible. Estaba situada junto a un patio interior, aunque su abundante
luz natural importaba muy poco a los jugadores, que siempre organizaban las
timbas por la noche. No querían mirones alrededor de la mesa y, por eso, todos,
menos Pedro --el organizador y el único de nosotros que jugaba--, nos
manteníamos a una prudente y respetuosa distancia de la habitación. Sin
embargo, nadie podía impedir que mirásemos de reojo a la mesa cuando pasábamos
por la puerta: nuestro tahúr estaba rodeado de hombres que podían ser nuestros
padres y billetes de mil en unas cantidades difíciles de determinar, aunque
siempre rondando una cifra perfectamente desproporcionada a nuestra edad y
nuestras posibilidades económicas. No así a las de Pedro, que sacaba el dinero
para jugar de alguna fuente que nunca llegamos a descubrir.
La otra habitación importante
de la casa era el "dormitorio" que habíamos arreglado para nuestros
encuentros amoroso-sexuales, más bien sexuales a secas en la mayoría de los
casos. Estaba en el piso superior. Sus muebles eran una vieja cama de matrimonio,
dos mesitas de noche a juego con ella y un armario ropero, enorme y casi vacío,
situado a la izquierda de la cama y mirando hacia ella; en él sólo se guardaban
un par de juegos de sábanas y algunas mantas que sólo usaba Leonardo, el único
de nosotros que alguna vez dormía allí. En este armario pasé la media hora más
larga de mi vida.
Estaba una tarde solo en la
casa; llevaría allí unos diez minutos. Brujuleaba por las habitaciones sin otra
ocupación que dejar pasar las horas hasta que dieran las ocho; entonces podría volver a casa de mis padres como
siempre, con los libros bajo el brazo y cara de estudiante responsable. De
repente oí el inconfundible sonido de la cerradura que abría la puerta de la
calle y las voces de un hombre que parecía Pedro y de una mujer que no me era
familiar. En ese momento estaba en el dormitorio y venían derechos hacia él. Ya
subían por la escalera. Para no estropearles el plan, no vi otra salida que
esconderme en el armario. Abrí la puerta y... ¡me encontré a Alberto metido
allí dentro! Se puso el dedo en la boca para rogarme que guardara silencio y me indicó con gestos rápidos que
me pusiera a su lado. Cerré la puerta sin hacer ruido.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté
al oído.
—Cállate si no quieres estropearlo
todo. Luego te explico.
Lo miré sin comprender nada y
me acomodé como pude en el armario, el escondite más tópico, pero cierto —por
estar más a mano—, para todos los líos de alcoba. Acto seguido imité a Alberto,
que ya se había puesto a mirar por alguna de las muchas rendijas que tenían las
puertas.
Entraron en la habitación. La
muchacha, a la que conocía de vista, era joven y bastante exuberante, de esas
que llaman la atención por el tamaño y la firmeza de sus pechos y lo prominente
de su trasero. Empezaron a besarse y a desnudarse mutuamente. Me negué a seguir
mirando. Me sentía muy mal, confuso y avergonzado. Cerré los ojos. Volví a
abrirlos. Empecé a comerme las uñas. Cuando ya no me quedaba ninguna sana y no
tenía ni idea de lo que hacer, empecé a ponerme realmente nervioso y acabé
mirando por una de las rendijas: Pedro, medio desnudo, estaba tendido boca
arriba, y la muchacha, completamente desnuda, estaba de rodillas y a horcajadas
sobre él, moviendo las caderas de una forma que yo aún no conocía. Tenía el
cuello flexionado hacia atrás —como si mirase hacia el techo—, los ojos
entornados, las mejillas coloradas, los senos erectos, la espalda arqueada, las
palmas de las manos apoyadas en el pecho del hombre y, de vez en cuando, mientras
se movía a un ritmo marcado por ella, dejaba escapar pequeños gemidos de
placer.
Mi primera reacción fue de
lógica animal —tener una erección— y la segunda de lógica más humana: dos
lagrimones surcaron mis mejillas y, silenciosos, acabaron perdiéndose entre los
pliegues de las mantas. Ya os podéis imaginar lo que estaba haciendo Alberto,
que no tenía ningún tipo de escrúpulo y sabía muy bien a lo que había venido.
Al rato dejaron de oírse los
hierros de aquel viejo somier y empecé a oler a tabaco rubio.
—Tengo que irme. Mi abuela
está mala y no quiero faltar mucho tiempo de mi casa. Me da pena... ¡he estado
tan a gusto contigo!
Pedro, como la mayoría de los
hombres que he conocido, no daba tanta importancia al "después" como
le saben dar las mujeres; vio el cielo abierto y no opuso resistencia alguna.
Ella empezó a vestirse y él aprovechó el momento para hacer un silencioso corte
de manga en dirección al armario. Entonces empecé a comprender.
—¿Me acompañas a mi casa?
—Bueno, pero sal tú primero. A
ninguno de los dos nos conviene que nos vean salir juntos. Ahora voy yo;
espérame en la plaza.
—Bueno, pero tarda poquito.
Nada más oírse el sonido de la
puerta de la calle al cerrarse, Pedro, eufórico, se volvió hacia el armario:
—¡Sal de ahí tío, y págame las
mil pesetas!
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