sábado, 24 de enero de 2015

En el dique seco (I)



Medina está en la provincia de Cádiz, muy cerca de Tarifa. Su condición de localidad turístico-playera es la causante de la gran oscilación que se produce anualmente en el número de sus habitantes: quince mil personas en temporada baja y más de cuarenta mil algunos fines de semana de agosto. Su casco histórico es antiguo y monumental, muy incómodo para los esclavos del automóvil. La alcazaba, de época almohade, domina todo el pueblo desde las alturas: las casas antiguas, apiñadas a la sombra de la fortaleza, el espacioso puerto y el barrio moderno, feo y despersonalizado. Exceptuando el Oeste, los otros puntos cardinales señalan las montañas que lo rodean, unos extensos parajes naturales bien dotados por la naturaleza. Hasta la llegada de los generadores de energía eólica, los vecinos, orgullosos del atractivo del pueblo y sus alrededores, llamaban a Medina "la perla del Estrecho".
Aunque los medinenses viven en este momento en la última década del siglo xx, sus códigos morales están más cercanos en muchos aspectos a los que se estilaban en la posguerra, una época levítica y represora, de acción limitada por las acompañantes —también llamadas carabinas— y la seguridad de vivir siempre al borde del pecado, del delito moral. Ni siquiera la influencia del turismo veraniego y de las noticias del movimiento de liberación de la mujer —tan afianzado ya en la sociedad occidental—, han logrado la apertura necesaria. La mayoría de las jóvenes con edad de vivir ya su vida siguen sometidas a la autoridad de un padre siempre vigilante, que cuida a las mujeres de la casa como si se trataran de las integrantes de su harem particular. El que venga de fuera y, atraído por la belleza de Medina, se quede a vivir aquí, tendrá la sensación de haber retrocedido en el tiempo sin necesidad de la máquina de Wells ni esfuerzo imaginativo alguno.    
La población joven de Medina, como la de todos los lugares, tiene distintas formas de divertirse, pero, falta de imaginación en general, usa y abusa de una: el bar. Entre todos los establecimientos del pueblo hay uno, llamado Coral, que destaca desde hace años por la abundancia de su parroquia.
El interior es muy acogedor, con sus adornos de madera y sus paredes vaciadas por dos grandes ventanales orientados a poniente. La barra, elemento básico y constituyente de cualquier local que se precie, es ancha y larga, con un par de pequeñas curvas que parecen estar ahí para recordar al cliente masculino y bebedor la fragilidad de su recta. Es un lugar de cafés, tertulias y primeras copas; abre tarde y cierra temprano.
Fue construido y decorado a principios de los setenta por Ernesto, un hombre que murió cinco años después mientras practicaba escalada libre en los Pirineos. La noticia de su muerte hirió el corazón de muchos jóvenes, de la gran mayoría de sus clientes y de todos los que lo conocían bien. El recuerdo de su vida, ya de por sí extraordinaria, está distorsionado desde entonces por relatos legendarios alusivos a su extraordinaria fortaleza física, su generosidad novelesca y su tendencia innata a los excesos de todo tipo. A partir de su muerte, el Coral ha sido la meca de todos los muchachos y muchachas que se sienten inconformistas y más o menos rebeldes con causa. En sus mesas, que parecen importadas del Parque de Yellowstone, en su barra mixtilínea, en sus alrededores ajardinados y bajo la gran sombra de la morera que preside su entrada, los muchachos se enamoran, se desengañan, se emborrachan y acaban descubriendo un día afortunado que no pueden pasarse toda la vida anclados en el Coral, como una flota de barcos que no pudiese navegar por alguna razón desconocida. Los días de diario, los de los clientes fijos, es el lugar de los muchachos sin horizontes, de los corazones rotos, desahuciados por los primeros desengaños amorosos. Esos días, el Coral es un bar de perdedores.      
Pasar sus puertas un martes cualquiera para acercarse a la barra y pedir un café o una copa o, simplemente, para buscar un poco de compañía, supone encontrarse con caras cansadas, tristes, de miradas profundas, o también con sus opuestas y complementarias, las alegres, guapas y despreocupadas, ésas que, por lo general, están encubriendo a personas vacías, pagadas de sí mismas, prepotentes y superficiales, que están ahí para cumplir una de las mayores paradojas de la vida, según la cual son más felices las personas más frívolas, más narcisistas, menos valiosas desde el punto de vista humano, ésas de mirada llena y cabeza vacía, de ombligo hipertrofiado, estómago repleto y corazón seco o inexistente.


*


Detrás de la barra del Coral trajinan poniendo copas varios camareros, uno los días de diario y dos los festivos. Casi todos son conversadores amenos y buenos conocedores de la vida, pues la barra de un bar es un observatorio inmejorable para percibir las miserias humanas. Se los voy a presentar porque desempeñan su papel en esta verdadera historia.
Está Simón, un muchacho ya metido en los treinta que tuvo que hacer el Servicio Militar en una base cercana al pueblo; aunque es de San Sebastián, al acabarlo prefirió quedarse aquí y aquí se casó, tuvo hijos y acabó echando raíces; es uno de los hombres de más confianza de Arturo, el dueño del Coral.
También trabaja sirviendo a los clientes Feliciano, un muchacho bastante más joven pero que tiene ya mucho corrido. Vino al mundo en Berlín, la ciudad a donde se trasladaron sus padres en busca de trabajo en la década de los sesenta, y allí vivió hasta que cumplió los veinte. El verano de ese año, como los de todos los años, las calles de Medina se inundaron de centenares de mercedes y bemeuves de matrícula alemana o suiza, y Feliciano volvió con sus padres en uno de ellos. A finales de agosto, cuando estaba cerca el momento de volver a la ciudad germana, les anunció que pensaba quedarse en casa de los abuelos. Los padres, que lo conocían bien y sabían que no era caprichoso, que aquella decisión sería fruto de una reflexión profunda, no opusieron ninguna resistencia, simplemente le preguntaron si había encontrado trabajo. Él les contestó afirmativamente y ellos partieron tranquilos. Desde entonces trabaja en el Coral, repartiendo sonrisas y simpatía desde detrás de la barra. Es la alegría de la casa.
Otro de los camareros se llama José Viñas, Pepe para los clientes. Ancho, corpulento, de nariz de gota y cara colorada, posee un humor excelente y un repertorio de chistes casi inagotable del que hace uso cuando las conversaciones decaen o nota a alguien triste y cabizbajo. Lleva trabajando en el bar sólo unos meses pero se ha ganado ya a todo el mundo por su buen carácter y su disponibilidad casi total. Está casado desde hace cinco años y tiene dos niños: Pepe, el mayor, que acaba de cumplir cuatro y corretea por el local metiéndose entre las piernas de los clientes, y Antonio, un bebé de apenas seis meses. Viñas es amigo de sus amigos, generoso y muy buen conversador.

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El Coral se ha visto sacudido hoy por una noticia morbosa para sus parroquianos chismosos, los que disfrutan metiéndose en las vidas ajenas para criticarlas por pura envidia, por carecer del arrojo suficiente para vivir la suya de forma intensa: Adela, una muchacha joven y bonita, no ha dormido esa noche en su casa.
La rapidez con la que se ha propagado la noticia, un acontecimiento que debía haber quedado oculto en la intimidad de la vida de Adela, preocupa a los que la quieren, sobre todo a sus amigas verdaderas y al único hombre que Adela considera amigo suyo, un muchacho enamorado con todo su corazón —y para su desgracia— de los huesos y del aliento de Adela, de sus pies, de sus manos y de sus ojos color de miel. Aunque se conocen desde hace ya dos años, desde que empezó a cortejarla, algo que fue instintivo en él la primera vez que la vio, y a pesar de que ella lo rechazara en su día y ha seguido rechazándolo siempre, él sigue ahí, a su lado, conformándose con el papel de amigo que ella le ha asignado. De esta forma al menos está cerca de ella, puede verla, darle la mano, besarla... en la mejilla.
La noticia se ha propagado mediante un sistema tan viejo como el hombre: el "vecina a vecina". Desde el punto de vista técnico, su rudimentario procedimiento no puede estar más alejado de las sofisticadas vías de comunicación actuales, tales como antenas o satélites repetidores de señal, pero su efectividad es equiparable a ellas. Veamos cómo funciona. La vecina, alertada por unas palabras más altas de lo normal que provienen de la casa de al lado, abandona la suya, de muros anchos y poco favorables, por tanto, a la captación de señal, y se instala en la acera, lo más cerca posible de la puerta o de una de las ventanas de la planta baja de la casa contigua. Allí, escoba en mano, aguza el oído mientras barre por enésima vez la acera de su casa y, una vez captada la onda, la transmite de puesto en puesto a una velocidad telegráfica, de manera que a la hora del café ya la conocen todos los chismosos.         
—A mi me han dicho que la han visto varias veces con un marinero del carguero de bandera griega que ha zarpado esta mañana del puerto, ése que ha estado aquí atracado casi un mes por tener que hacer reparaciones. ¿Se habrá ido escondida en la bodega?  —pregunta a la concurrencia, a los oyentes desocupados y metijones, Manolo "el Monje", el hombre que monopoliza las conversaciones de la hora del café en la esquina de la barra del Coral.
—Uno que viene por aquí a menudo debe saberlo bien —responde Antoñito "el Bala", otro sabelotodo, lugarteniente de Manolo para más señas.
—¿Quién? —preguntan los demás con morbosa curiosidad en la mirada.
Pedro, su amigo, está precisamente tomando café en la barra, sentado en un taburete a varios metros de ellos y ajeno por completo a sus chismorreos. Envuelto y aislado por la música que atrona el local desde que se abre y hasta que el camarero invita a abandonarlo al último borracho, cansado, los ojos enrojecidos por no haber dormido ni un minuto la noche anterior, piensa en Adela y en Zálasos, que deben estar ya a bastantes millas de allí. Cuando conoció al marinero, un hombre joven, guapo, fuerte y muy seguro de sí mismo de quien Adela se enamoró a primera vista —exactamente igual que él, Pedro, se había enamorado de ella—, sintió unos celos terribles y se inquietó por la suerte que correría su amiga, pues el hombre le pareció un aventurero sin amarras en el corazón. Habló con ella, le dijo todo lo que pensaba, pero Adela estaba tan enamorada que no había nada que hacer. 
Seguido de cuatro o cinco de sus satélites, Antoñito se le acerca en este momento. Manolo no; ese no se mueve nunca de su esquina, a la que sus explotadas y explotados le llevan sexo fácil, noticias, dinero, drogas y todo lo que pida por su boquita. Los chismosos rodean a Pedro sentándose en los banquillos que están desocupados, la mayoría en un martes del Coral. Él, que los conoce bien, supone ya a qué vienen y los recibe de forma fría y despegada. Ellos se intercambian miradas de complicidad y sonríen maliciosamente. Antoñito empieza a intentar tirarle de la lengua; desde luego, no sabe todavía con quién está hablando:
—¿Qué?  ¿Bien, no?
—Pssh... —responde Pedro mientras se lleva a los labios la taza de café.
A este intento fallido de provocar la deseada locuacidad de Pedro, sigue un largo silencio que acaba rompiendo Antoñito:
—Oye —dice mirando a sus seguidores—; ¿os habéis enterado de lo de Adela?
—No... ¿qué ha pasado? —le sigue el juego uno de ellos.
—Pues que, por lo visto, ha desaparecido de su casa... ¿No lo sabíais?
—¡Que vaaa! ¿En serio?
Pedro, sin hacerles el menor caso, sigue dando sorbitos a su café.
—Pues sí, por lo visto, después de tanto dárselas de santa, se ha fugado con un marinero. Si ya decía yo que esa no era trigo limpio, que no era distinta a las demás, que era una puta, vamos, como todas.
Pedro, un hombre tranquilo, consigue reprimir a duras penas el impulso de defender a Adela; le hubiera llevado a cometer una torpeza: él no quiere delatarse ni delatarla. Nunca participa de esas conversaciones de "hombres" en las que se pone en entredicho la conducta de las mujeres en virtud de esa doble moral, aún vigente en pueblos como Medina, según la cual, después de haber hecho lo mismo, los hombres son muy machos y las mujeres unas putas. Espera un rato a ver si estos parásitos se cansan de tirarle de la lengua infructuosamente, algo que ocurre a los diez minutos. Él está allí todo el tiempo, ignorando sus impertinencias, sin mover una pestaña. Cuando se cansan y vuelven a la esquina de Manolo, pide el periódico y se queda un rato más leyéndolo en silencio. Luego paga su café y se marcha a la calle.

*

En casa de los padres de Adela se ha desatado la tormenta y, teniendo en cuenta la gravedad de lo ocurrido, es de lo más violenta. Juan, el padre, padre de cuatro chavales y dos chavalas habidos con Adela madre y de un número indeterminado de hijos engendrados en las escapadas nocturnas que practica desde los quince o los dieciséis años, ninguno de ellos reconocidos, por supuesto, parece Júpiter tonante. En los veintidós años que tiene su hija jamás había dado que hablar, nunca había sacado los pies del plato. Él se ocupó de ello como un padre dictador de la posguerra, sometiéndola a un horario de salidas muy estricto que la obligaba a estar de vuelta en casa antes de que se pusiera el sol. A pesar de todas estas precauciones, la niña ha acabado cayendo y él lo siente como algo muy suyo, como una herida que le hubiera infringido alguien a él, no a otro, como si fuera él el verdadero y único afectado. Todos sus amigos tenían que lamentar alguna historia parecida entre sus hijas, y ahora él, Juan, don Juan, que siempre había criticado en su fuero interno y públicamente la sinvergonzonería de las hijas de los demás, no puede seguir llevando la cabeza más alta que cualquiera de ellos. 
La casa está en estado de emergencia. Nadie se atreve a cruzarse en el camino del padre ni a hablar en voz alta. Él no ha querido comer y lleva encerrado en su despacho desde que volvió de investigar lo ocurrido. Alguien, que no era precisamente una persona con tacto, le ha contado la verdad pintando al marinero como un desalmado que, no contento con disfrutar de los encantos de su hija durante casi todo el mes que el barco estuvo atracado, cuando ella volvía a su casa —siempre antes de que oscureciera—, iba en busca de otras mujeres o se dedicaba jugar a las cartas hasta el amanecer.
   
*

Dos días después de la fuga de Adela, Manolo, como cualquier otro día del año, está sentado en su esquina del Coral a las cinco de la tarde. Espera que alguien, Antoñito o el que sea, le traiga noticias frescas del asunto. Él le tenía echado el ojo a la muchacha desde hacía mucho tiempo, había hablado con ella varias veces y había intentado atraérsela con regalos e invitaciones que Adela siempre había rechazado. Aún así, como buen seductor, nunca había perdido las esperanzas y había calculado que la metería pronto en su cama, en un mes o dos, con la llegada del verano, cuando las noches se volvieran lujuriosas, cálidas, perfumadas por el jazmín y el galán de noche. Y ahora, mira por dónde, se le había adelantado un advenedizo, un marinero de tres al cuarto que la habría engatusado con bonitas palabras. ¡Gajes del oficio!
Manolo, un sujeto de lo más freudiano, ve sexo por todas partes, en cualquier situación, y además, supone a todo el mundo tan libidinoso y tan falto de ética como él. Con menos de treinta años, tiene ya más de diez hijos repartidos por Cádiz, Medina y otros pueblos de la provincia. En este momento disfruta de la compañía nocturna de Susi, una amante fija que parece sacada de una revista pornográfica: alta, muy bien dotada de curvas y protuberancias, rubia del bote, más pintada que un indio en pie de guerra y de mirada lúbrica. Cuando está hablando con algún hombre, tiene la costumbre de pasarse continuamente la punta de la lengua por el labio superior, un acto que, por lo general, produce en su interlocutor una predisposición libidinosa que ella ataja luego con palabras recriminatorias. Todo lo que tiene de provocadora le falta en el cerebro, en el que sólo hay lugar para vestidos, complementos y posturas de cama. Es una especie de putón verbenero, como se decía antes de forma bastante cruel, que no ha sufrido todavía los estragos de la edad. Viéndola no cuesta mucho trabajo imaginarla con veinte años más, sola, medio alcohólica, a la caza de muchachos jóvenes en las fiestas veraniegas de un pueblo de la sierra. Pobrecilla, qué futuro. Manolo procura sacarla poco a la calle, como el dice, para que no entorpezca su trato diario con los hombres, pues en sus reuniones una mujer está siempre de más. 
Al poco rato de estar allí solo, aparece Antoñito. Viene pasándose el pañuelo por la frente.
—¡Uf! ¡Qué calor! —dice a modo de saludo.
—Me parece muy bien, imbécil, pero déjate de tonterías y cuéntame lo que sepas de lo de la chavala esa —le responde el otro con su amabilidad habitual.
—Nada; no hay noticias suyas. Ya sabes que las travesías de estos barcos suelen ser largas. Además, no creo que ella intente tan pronto ponerse en contacto con su familia.
—Bueno —responde Manolo con parsimonia—; a otra cosa, mariposa. ¿Qué sabes de Amanda? Hace ya tiempo que no la veo por aquí.
—Dicen que está ahora con un hombre casado que le ha puesto un piso en Cádiz. Por lo visto tiene mucho dinero.
—¡Bien! —exclama Manolo frotándose las manos—. Ya va aprendiendo la niña. Entérate de la dirección del piso que tenemos que hacerle una visita. Algo tendremos que pillar nosotros de la lotería que le ha tocado.
(Continuará).

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