Este
hijo mío me tiene preocupada. Todo el día en la calle. No estudia, no hace
nada, ¡y tiene unas amistades...! Desde
que dejó de salir con esa muchacha que le tenía sorbido el seso, esa mala mujer
que no le convenía nada, ha cambiado mucho. No parece el mismo. Antes siempre
estaba alegre, hacía deporte... Ahí están muertas de risa las nike que le
compré por Reyes, nuevecitas, ¡y me costaron un ojo de la cara! Siempre viene
muy tarde. Yo creo que bebe. El otro día vomitó en el cuarto de baño. Lo puso
perdidito, vaya. ¡Con lo contenta que yo estaba cuando lo dejó aquella
muchacha! Él dice que todavía la quiere. ¡Huy, qué tontería! ¿Pero cómo va a querer
a esa furcia? Se acostaban juntos, seguro. ¿Eso es amor? ¡Guarrerías, eso es lo
que hacen la mayoría de los jóvenes hoy día! Ni eso es amor, ni eso es querer,
ni eso es nada. ¡Sabré yo lo que es querer! Ahora podía salir con cualquiera de
las niñas del vecindario que están en edad de merecer, con una de las suyas, de
las de su clase. Ahí está Dolorcitas, la del tercero, ¡vaya si no es buena para
él! Guapa, inteligente, sabe cocinar, plancha divinamente... No hay más que ver
cómo tiene el piso, más limpio que una patena. ¿Y Glorichi, la hija de mi amiga
Mari Carmen? ¿No es buena esa? Pues nada. Por mucho que le digo y le insisto,
él ni las mira. Todo el día en la calle... ¡A saber lo que estará haciendo
ahora! ¡Huy, qué preocupada me tiene este hijo mío! ¿Cuándo sentará la cabeza?
Sevilla.
Años 80. Su casco antiguo. Una calle estrecha y sinuosa. Las nueve de la tarde
de un día de principios de junio. En la acera, con la espalda contra la pared,
muchos hombres, pero todos solos, callados y vigilantes. Desde uno de los
bares, la música de Ilegales invade el espacio acústico del caminante.
—Hola,
muchachote: ¿qué haces por aquí? ¿Buscas algo que comprar? —le pregunta uno de
los que se apoyan en la pared, un hombre aún joven pero avejentado por los
venenos, la mala alimentación y la falta de descanso.
—¿Tienes
micropuntos?
El
"muchachote" no pasa de los veinte. Es alto y ancho como una muralla
y, sobre todo, inexperto.
—Sí,
pero son muy fuertes. Pártelos en varios trozos si no quieres que te den un
palo gordo.
—Vale
vale colega, se agradece el consejo.
—Allá
tú. Yo ya te lo he advertido.
El
bar. Un whisky. Dentro; un cantidad de L.S.D. suficiente para hacer alucinar a cuatro
personas —dinamita para el cerebro—, baja ya por su garganta; la empuja el
escocés made in San Juan de Aznalfarache. Pocos clientes a esa hora tan
temprana. Una mujer le pide un cigarro. Se lo da. Radio Futura;
"Escuela de calor".
De
nuevo la calle. Otro bar. Otro whisky. Unas caladas a un porro que le pasa un
conocido. Recuerdos comunes. Risas. No sabe por qué, pero está seguro de que
todo el mundo lo mira y habla de él. No le importa, le gusta, se siente
importante.
Apura
el whisky, se despide y sigue andando. Va hacia la casa de una pareja de amigos
que tienen trabajo y viven en un piso con problemas de humedad, techos altos y
alquiler muy bajo. A ella la conoció antes que a él, incluso durmieron juntos
algunas noches. La cosa no fue más allá y siguieron tan amigos. En su casa se
siente muy bien: ella es cariñosa y él muy alegre y dicharachero. Mientras va
de camino, empieza a sentir extrañas sensaciones. Varios escalofríos recorren su
cuerpo y todo lo que lo rodea adquiere unos contornos más nítidos, como los aguzados
cortes de los perfiles en las tardes de invierno. Siente que las personas con
las que se cruza o lo ven pasar hablan de él de forma descarada. Ya no le gusta
tanto su inesperada popularidad; advierte en las miradas y en las
conversaciones un no sé qué de burla, de mofa, de sarcasmo.
Los
portales son todos muy parecidos. Va enfrascado en sus pensamientos y se
equivoca; entra en el de al lado. Ya es noche cerrada y la oscuridad del portal
le pone una incómoda venda en los ojos. Un nuevo escalofrío, mucho más fuerte,
le recorre la espalda. Al momento, ante él, a un par de pasos de distancia,
toma forma una muchacha muy sexy e insinuante que está bailando y le indica con
las manos que se aproxime. No sabe cómo no la ha oído antes ni cómo puede
seguir sin oírla. Él no se mueve. La muchacha se le acerca. Siente miedo y
desconfianza hacia esta bailarina surgida de la nada del oscuro portal e
intenta alejarla empujándola con las manos. La atraviesa: sus manos sólo han
tocado aire. Ella le dirige un mohín de reproche. A él se le erizan cada uno de
los pelos del cuerpo y, aterrorizado, huye a todo correr y gritando como un
poseso, como quien ha visto al diablo. Mira un momento hacia atrás: lo
persiguen varias decenas de muchachas y muchachos vestidos de negro. La
velocidad de su carrera y la fuerza de sus gritos son ya de otro mundo.
El día
de Ana empieza muy temprano, a las seis de la mañana. Se queda un momento
sentada en la cama mientras contempla a Javier, su compañero actual, que duerme
como un tronco, ajeno a todo lo que pueda pasar entre las dos de la madrugada y
las diez o las once de la mañana. Él no tiene trabajo ni lo busca: cobra el
subsidio de desempleo; con él y con la hospitalidad de Ana tiene para ir
tirando.
Después
de besar uno de sus hombros desnudos, Ana se dirige a la habitación de Celia,
su hija.
—¡Despierta,
dormilona! Nos vamos al cole.
La
chiquilla se despereza largamente, se frota los ojos y, en un estado
semiconsciente cercano al sonambulismo, se encamina al cuarto de baño.
Llegan
al colegio poco antes de las ocho. Celia, cargada con sus libros, entra en una
de las aulas de sexto. Algunos chavales repetidores de octavo que están
apostados en la puerta de su clase, le dirigen miradas nada inocentes; a sus
doce años, es ya una mujer que les resulta atractiva, “muy follable” dicen en sus conversaciones de brutos insensibles. Ana, por su parte, acaba de entrar en
el aula de segundo donde da clase. Le espera un duro día de trabajo.
A las
once, Manolo, el bedel, hace sonar el timbre que anuncia la media hora de
recreo. Casi simultáneamente, las puertas de las aulas se abren para dar paso a
varios centenares de niños hiperactivos y hambrientos. Este lleva un bocadillo;
ese un pastelito; aquel, que no tiene nada,
mira sin disimulo el bocadillo del primero.
Al
mismo tiempo, pero a unos cuantos kilómetros de distancia, en Alcalá de
Guadaíra, Javier empieza a despertarse en la cama de Ana. Se ha movido de
lugar; su cuerpo reposa ahora sobre el lado de ella. Mira el reloj. Se levanta.
La nevera pone a su disposición una amplia gama de posibilidades culinarias.
Elige una manzana, una pera, unas cuantas fresas y dos melocotones, y se
prepara en la licuadora un reconstituyente jugo de frutas. Ahora se lo toma
despacio y mirando por la ventana a la vecina del tercero, que cuelga su colada
en el tendedero aéreo del patio interior. "Buenas tetas tiene", piensa
por un momento. La contemplación de los pechos de la vecina se ve interrumpida
por el sonido del timbre del portero automático.
—¿Sí?
—Soy
yo.
Mientras
sube la visita, va hacia el dormitorio y tapa su desnudez de primavera
sevillana con una bata de color oscuro. Candela —veinte años, estudiante de
sicología— hace su aparición en el piso. Con una familiaridad en sus
movimientos que sólo puede ser hija de una larga relación, deja la carpeta de
los apuntes en la mesita de la entrada y se abraza a Javier. Él la toma en
volandas, la besa en la boca y, sin más dilación, se encaminan al dormitorio.
Los labios de Candela se pasean con ansiedad por su cuello. La cama, olorosa a
una mezcla de componentes ya irreconocibles, recibe sus cuerpos palpitantes. Viejo
en estas lides, Javier no muestra apresuramiento ninguno y deja hacer a la
impulsiva muchacha, que se ha despojado de su vestido de flores y de su ropa
interior negra y ha dejado a la vista su cuerpo, firme y joven. Tendido boca
arriba y visiblemente excitado, acaricia con delicada lascivia los pechos
femeninos, que se yerguen ya duros y altivos. Candela no quiere esperar más; se
introduce el sexo del hombre y, entre gemidos, comienza el camino hacia su
orgasmo. Javier, mientras tanto, intenta no pensar en las tetas de su vecina.
Han
dado las tres. Manolo toca el timbre de salida y una riada infantil inunda los
alrededores del colegio. Ana y Celia salen rezagadas. Caminan despacio y van
cogidas de la mano. Más que una hija y su madre parecen dos hermanas o dos
amigas que se asemejan mucho.
—Mamá,
¿cuándo me vas a llevar a ver Hijos de un dios menor? Dijiste que me
llevarías la semana pasada y aún estoy esperando.
—¿Sabes
qué vamos a hacer? Llamamos a Javier por teléfono para decirle que no vamos a
llegar hasta por la noche, nos comemos un bocadillo en la Plaza del Museo y
luego nos metemos en el cine.
—¡Bien!
Una cabina telefónica, publicidad, papeles
en el suelo. Una moneda.
6...
8.... 3... 8... 1... 1. Cariño... Me quedo aquí con Celia para ir al cine...
¿Sí? Bueno, ya nos las comemos por la noche. Seguro que te han salido tan
buenas como siempre... Yo también. Hasta luego.
La
calle Alfonso XII las ve pasar felices, ajenas a cualquier pensamiento
negativo. Van bromeando. Ana imita a Bigote Arrocet, un humorista que sale
mucho ahora por la tele y les recuerda a Cantinflas:
—Acabo
de llegar, como aquel que dice, y ya me he comprometido para ir al cine con una
mujercita muy linda que vive acá al lado, dos cuadras no más. ¡Ay mi
chiquirritita! Es muy guapa, como un sol como si dijéramos, igualita que un
sol. Alumbra más que un tubo “florescente”, esos que están rellenos de flores.
¡Ay mi chiquirrititaaa!
Por la
misma acera que ellas pero en sentido contrario, viene un hombre ya viejo que
llama la atención de la niña. Va un poco encorvado hacia adelante, lleva un
canasto de mimbre apoyado en el antebrazo izquierdo y la mano derecha en la
frente. Anda muy rápido pero mira a todo el mundo con quien se cruza, ya vaya
andando o en algún vehículo. Cuando llega a la altura de Celia se detiene un
momento: "Toma, toma, toma, bonita, bonita" —le dice muy rápido
mientras le entrega una de las bolsitas de garrapiñadas que lleva en el canasto;
luego sigue su camino tan rápido como venía.
—¿Quién
es ese hombre, mamá?
—Es
Vicente.
—¿Y no
cobra nada por lo que lleva en el canasto?
Ya
están sentadas en un banco en la Plaza del Museo, a la sombra de los plátanos
gigantescos, comiéndose los bocadillos que compraron y las garrapiñadas de
Vicente.
Es
noche cerrada. La película acaba de terminar y las puertas del cine se abren a
la realidad cotidiana. Ana y Celia salen muy contentas.
—¡Qué
película más bonita, mamá! ¡Qué romántica!
—Sí; a
mí también me ha gustado mucho. Bueno; vamos a buscar el coche y nos vamos a
casa, que Javier nos espera para cenar.
Callejean
por el centro hasta encontrar el coche. Arrancan y salen a buena velocidad: Ana
está deseando encontrarse con su compañero. Como por arte de magia, cogen en
verde todos los semáforos. Van cantando, felices.
De
repente, a la altura de la Plaza de San Pedro, un muchachote que corre como un
caballo desbocado y grita como si lo persiguieran mil diablos, choca
frontalmente contra el vehículo. Acaba de sentar la cabeza.
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