miércoles, 8 de octubre de 2014

Sintaxis urbana




Este hijo mío me tiene preocupada. Todo el día en la calle. No estudia, no hace nada, ¡y tiene unas amistades...!  Desde que dejó de salir con esa muchacha que le tenía sorbido el seso, esa mala mujer que no le convenía nada, ha cambiado mucho. No parece el mismo. Antes siempre estaba alegre, hacía deporte... Ahí están muertas de risa las nike que le compré por Reyes, nuevecitas, ¡y me costaron un ojo de la cara! Siempre viene muy tarde. Yo creo que bebe. El otro día vomitó en el cuarto de baño. Lo puso perdidito, vaya. ¡Con lo contenta que yo estaba cuando lo dejó aquella muchacha! Él dice que todavía la quiere. ¡Huy, qué tontería! ¿Pero cómo va a querer a esa furcia? Se acostaban juntos, seguro. ¿Eso es amor? ¡Guarrerías, eso es lo que hacen la mayoría de los jóvenes hoy día! Ni eso es amor, ni eso es querer, ni eso es nada. ¡Sabré yo lo que es querer! Ahora podía salir con cualquiera de las niñas del vecindario que están en edad de merecer, con una de las suyas, de las de su clase. Ahí está Dolorcitas, la del tercero, ¡vaya si no es buena para él! Guapa, inteligente, sabe cocinar, plancha divinamente... No hay más que ver cómo tiene el piso, más limpio que una patena. ¿Y Glorichi, la hija de mi amiga Mari Carmen? ¿No es buena esa? Pues nada. Por mucho que le digo y le insisto, él ni las mira. Todo el día en la calle... ¡A saber lo que estará haciendo ahora! ¡Huy, qué preocupada me tiene este hijo mío! ¿Cuándo sentará la cabeza?


Sevilla. Años 80. Su casco antiguo. Una calle estrecha y sinuosa. Las nueve de la tarde de un día de principios de junio. En la acera, con la espalda contra la pared, muchos hombres, pero todos solos, callados y vigilantes. Desde uno de los bares, la música de Ilegales invade el espacio acústico del caminante.
—Hola, muchachote: ¿qué haces por aquí? ¿Buscas algo que comprar? —le pregunta uno de los que se apoyan en la pared, un hombre aún joven pero avejentado por los venenos, la mala alimentación y la falta de descanso.
—¿Tienes micropuntos?
El "muchachote" no pasa de los veinte. Es alto y ancho como una muralla y, sobre todo, inexperto.
—Sí, pero son muy fuertes. Pártelos en varios trozos si no quieres que te den un palo gordo.
—Vale vale colega, se agradece el consejo.
—Allá tú. Yo ya te lo he advertido.
El bar. Un whisky. Dentro; un cantidad de L.S.D. suficiente para hacer alucinar a cuatro personas —dinamita para el cerebro—, baja ya por su garganta; la empuja el escocés made in San Juan de Aznalfarache. Pocos clientes a esa hora tan temprana. Una mujer le pide un cigarro. Se lo da. Radio Futura; "Escuela de calor".
De nuevo la calle. Otro bar. Otro whisky. Unas caladas a un porro que le pasa un conocido. Recuerdos comunes. Risas. No sabe por qué, pero está seguro de que todo el mundo lo mira y habla de él. No le importa, le gusta, se siente importante.
Apura el whisky, se despide y sigue andando. Va hacia la casa de una pareja de amigos que tienen trabajo y viven en un piso con problemas de humedad, techos altos y alquiler muy bajo. A ella la conoció antes que a él, incluso durmieron juntos algunas noches. La cosa no fue más allá y siguieron tan amigos. En su casa se siente muy bien: ella es cariñosa y él muy alegre y dicharachero. Mientras va de camino, empieza a sentir extrañas sensaciones. Varios escalofríos recorren su cuerpo y todo lo que lo rodea adquiere unos contornos más nítidos, como los aguzados cortes de los perfiles en las tardes de invierno. Siente que las personas con las que se cruza o lo ven pasar hablan de él de forma descarada. Ya no le gusta tanto su inesperada popularidad; advierte en las miradas y en las conversaciones un no sé qué de burla, de mofa, de sarcasmo.
Los portales son todos muy parecidos. Va enfrascado en sus pensamientos y se equivoca; entra en el de al lado. Ya es noche cerrada y la oscuridad del portal le pone una incómoda venda en los ojos. Un nuevo escalofrío, mucho más fuerte, le recorre la espalda. Al momento, ante él, a un par de pasos de distancia, toma forma una muchacha muy sexy e insinuante que está bailando y le indica con las manos que se aproxime. No sabe cómo no la ha oído antes ni cómo puede seguir sin oírla. Él no se mueve. La muchacha se le acerca. Siente miedo y desconfianza hacia esta bailarina surgida de la nada del oscuro portal e intenta alejarla empujándola con las manos. La atraviesa: sus manos sólo han tocado aire. Ella le dirige un mohín de reproche. A él se le erizan cada uno de los pelos del cuerpo y, aterrorizado, huye a todo correr y gritando como un poseso, como quien ha visto al diablo. Mira un momento hacia atrás: lo persiguen varias decenas de muchachas y muchachos vestidos de negro. La velocidad de su carrera y la fuerza de sus gritos son ya de otro mundo.
    
                               
El día de Ana empieza muy temprano, a las seis de la mañana. Se queda un momento sentada en la cama mientras contempla a Javier, su compañero actual, que duerme como un tronco, ajeno a todo lo que pueda pasar entre las dos de la madrugada y las diez o las once de la mañana. Él no tiene trabajo ni lo busca: cobra el subsidio de desempleo; con él y con la hospitalidad de Ana tiene para ir tirando.
Después de besar uno de sus hombros desnudos, Ana se dirige a la habitación de Celia, su hija.
—¡Despierta, dormilona! Nos vamos al cole.
La chiquilla se despereza largamente, se frota los ojos y, en un estado semiconsciente cercano al sonambulismo, se encamina al cuarto de baño.
Llegan al colegio poco antes de las ocho. Celia, cargada con sus libros, entra en una de las aulas de sexto. Algunos chavales repetidores de octavo que están apostados en la puerta de su clase, le dirigen miradas nada inocentes; a sus doce años, es ya una mujer que les resulta atractiva, “muy follable” dicen en sus conversaciones de brutos insensibles. Ana, por su parte, acaba de entrar en el aula de segundo donde da clase. Le espera un duro día de trabajo.
A las once, Manolo, el bedel, hace sonar el timbre que anuncia la media hora de recreo. Casi simultáneamente, las puertas de las aulas se abren para dar paso a varios centenares de niños hiperactivos y hambrientos. Este lleva un bocadillo; ese un pastelito; aquel, que no tiene nada,  mira sin disimulo el bocadillo del primero.
      
                              
Al mismo tiempo, pero a unos cuantos kilómetros de distancia, en Alcalá de Guadaíra, Javier empieza a despertarse en la cama de Ana. Se ha movido de lugar; su cuerpo reposa ahora sobre el lado de ella. Mira el reloj. Se levanta. La nevera pone a su disposición una amplia gama de posibilidades culinarias. Elige una manzana, una pera, unas cuantas fresas y dos melocotones, y se prepara en la licuadora un reconstituyente jugo de frutas. Ahora se lo toma despacio y mirando por la ventana a la vecina del tercero, que cuelga su colada en el tendedero aéreo del patio interior. "Buenas tetas tiene", piensa por un momento. La contemplación de los pechos de la vecina se ve interrumpida por el sonido del timbre del portero automático.
—¿Sí?
—Soy yo.
Mientras sube la visita, va hacia el dormitorio y tapa su desnudez de primavera sevillana con una bata de color oscuro. Candela —veinte años, estudiante de sicología— hace su aparición en el piso. Con una familiaridad en sus movimientos que sólo puede ser hija de una larga relación, deja la carpeta de los apuntes en la mesita de la entrada y se abraza a Javier. Él la toma en volandas, la besa en la boca y, sin más dilación, se encaminan al dormitorio. Los labios de Candela se pasean con ansiedad por su cuello. La cama, olorosa a una mezcla de componentes ya irreconocibles, recibe sus cuerpos palpitantes. Viejo en estas lides, Javier no muestra apresuramiento ninguno y deja hacer a la impulsiva muchacha, que se ha despojado de su vestido de flores y de su ropa interior negra y ha dejado a la vista su cuerpo, firme y joven. Tendido boca arriba y visiblemente excitado, acaricia con delicada lascivia los pechos femeninos, que se yerguen ya duros y altivos. Candela no quiere esperar más; se introduce el sexo del hombre y, entre gemidos, comienza el camino hacia su orgasmo. Javier, mientras tanto, intenta no pensar en las tetas de su vecina.

                              
            Han dado las tres. Manolo toca el timbre de salida y una riada infantil inunda los alrededores del colegio. Ana y Celia salen rezagadas. Caminan despacio y van cogidas de la mano. Más que una hija y su madre parecen dos hermanas o dos amigas que se asemejan mucho.
—Mamá, ¿cuándo me vas a llevar a ver Hijos de un dios menor? Dijiste que me llevarías la semana pasada y aún estoy esperando.
—¿Sabes qué vamos a hacer? Llamamos a Javier por teléfono para decirle que no vamos a llegar hasta por la noche, nos comemos un bocadillo en la Plaza del Museo y luego nos metemos en el cine.
—¡Bien!
     Una cabina telefónica, publicidad, papeles en el suelo. Una moneda.
6... 8.... 3... 8... 1... 1. Cariño... Me quedo aquí con Celia para ir al cine... ¿Sí? Bueno, ya nos las comemos por la noche. Seguro que te han salido tan buenas como siempre... Yo también. Hasta luego.         
La calle Alfonso XII las ve pasar felices, ajenas a cualquier pensamiento negativo. Van bromeando. Ana imita a Bigote Arrocet, un humorista que sale mucho ahora por la tele y les recuerda a Cantinflas:
—Acabo de llegar, como aquel que dice, y ya me he comprometido para ir al cine con una mujercita muy linda que vive acá al lado, dos cuadras no más. ¡Ay mi chiquirritita! Es muy guapa, como un sol como si dijéramos, igualita que un sol. Alumbra más que un tubo “florescente”, esos que están rellenos de flores. ¡Ay mi chiquirrititaaa!
Por la misma acera que ellas pero en sentido contrario, viene un hombre ya viejo que llama la atención de la niña. Va un poco encorvado hacia adelante, lleva un canasto de mimbre apoyado en el antebrazo izquierdo y la mano derecha en la frente. Anda muy rápido pero mira a todo el mundo con quien se cruza, ya vaya andando o en algún vehículo. Cuando llega a la altura de Celia se detiene un momento: "Toma, toma, toma, bonita, bonita" —le dice muy rápido mientras le entrega una de las bolsitas de garrapiñadas que lleva en el canasto; luego sigue su camino tan rápido como venía.
—¿Quién es ese hombre, mamá?
—Es Vicente.
—¿Y no cobra nada por lo que lleva en el canasto?
Ya están sentadas en un banco en la Plaza del Museo, a la sombra de los plátanos gigantescos, comiéndose los bocadillos que compraron y las garrapiñadas de Vicente.


            Es noche cerrada. La película acaba de terminar y las puertas del cine se abren a la realidad cotidiana. Ana y Celia salen muy contentas.
—¡Qué película más bonita, mamá! ¡Qué romántica!
—Sí; a mí también me ha gustado mucho. Bueno; vamos a buscar el coche y nos vamos a casa, que Javier nos espera para cenar.
Callejean por el centro hasta encontrar el coche. Arrancan y salen a buena velocidad: Ana está deseando encontrarse con su compañero. Como por arte de magia, cogen en verde todos los semáforos. Van cantando, felices.
De repente, a la altura de la Plaza de San Pedro, un muchachote que corre como un caballo desbocado y grita como si lo persiguieran mil diablos, choca frontalmente contra el vehículo. Acaba de sentar la cabeza.

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