martes, 23 de mayo de 2017

«¡Absalón, Absalón!», de William Faulkner



FAULKNER, William, ¡Absalón, Absalón!, Madrid, Alianza Editorial, 2014 (4ª ed.; la 1ª es de 1971); 431 páginas. [Absalom, Absalom!, 1936]. Traducción de Beatriz Florencia Nelson.

            ¡Absalón, Absalón! recuerda lo más enrevesado de Juan Benet, hombre que me caía bien por sus excentricidades y sus salidas de tono, como buen intelectual escandalizador de mentes estrechas, pero era proclive a escribir novelas imposibles de seguir por la inmensa mayoría de los lectores. Lo lógico es que hubiera leído antes a Faulkner y después a Benet, su epígono, pero la vida en general no es lógica ni ordenada, por suerte. En cualquier caso, vaya por delante que esta no es una lectura de la que se disfrute con facilidad.
            No voy a desvelar el argumento de la novela pero sí a dejar constancia de lo que creo más interesante en ella; aquellas personas que busquen un resumen de la acción o un análisis concienzudo de la obra diríjanse a otras páginas.
            Me encantan las reflexiones de Faulkner sobre la Edad de Oro con motivo de la caracterización de Thomas Stupen, el protagonista:

«Entonces Sutpen no imaginaba la existencia de semejante vida, ni la deseaba, ni sabía que existían tantos objetos codiciables en el mundo, ni sospechaba que los poseedores de esos objetos no sólo miraban por encima del hombro, despectivamente, a quienes no los poseían, sino que contribuían a esa actitud los demás privilegios y los mismos desposeídos, que sabían que jamás llegarían a tener tantas riquezas. En efecto, allá en su patria, la tierra era de todos y de cualquiera; y quien se tomara el trabajo de erigir una valla que encerrara una parcela y dijese después: “Esto es mío”, estaba loco. En cuanto a objetos, nadie tenía más que otro, pues cada uno era dueño de cuanto su energía y su valor le permitían obtener y conservar, y solamente un demente se tomaría el trabajo de reunir más de lo estrictamente necesario para comer o canjear por whisky y pólvora. Por eso no adivinaba la existencia de una región minuciosamente subdividida y limitada, habitada por gentes cuidadosamente subdivididas de acuerdo con el color de sus respectivas epidermis y la importancia de sus posesiones, un país donde un puñado de hombres posee no sólo el poder de vender, cambiar, dar muerte o vida a otros, sino una muchedumbre de seres humanos que ejercen los oficios inferiores, las acciones interminablemente repetidas, como el escanciar el whisky de la botella y colocar el vaso en la mano del bebedor, o quitarle a uno las botas para irse a la cama; las cosas que el hombre ha hecho por sí mismo desde el comienzo del mundo y hará hasta la consumación de los siglos; las cosas que nadie hace con gusto, pero nadie tampoco pretende evitar, como no podernos evitar el esfuerzo necesario para masticar, respirar y deglutir». (Págs. 252-253).

Este párrafo, tan inspirado, nos lleva a lo que creo el núcleo verdadero del libro, las razones que llevan a Stupen a convertirse en uno más de ellos, en un «demonio». Se trata de un episodio de los finales de su infancia, cuando ya era un hombrecito presto a buscar su lugar en el mundo. Enviado por su padre, un hombre cuya vida itinerante está marcada por sus excesos con el alcohol, se dirige a entregar un mensaje al propietario de la mansión a cuya sombra están viviendo, ellos, blancos pero muy pobres, mucho peor vestidos y considerados que los negros que se encuentran en los escalones más altos de la servidumbre de la sociedad esclavista sureña. El jovencito, que proviene de una sociedad no esclavista como se puede suponer de la cita anterior, llama a la puerta de la casa principal de la hacienda, donde los dueños tienen habitación. Acude a abrir el mayordomo, un sirviente negro mejor vestido de lo que él haya visto nunca, él, que va con unos pantalones llenos de remiendos y unos zapatos viejos de su padre. El mayordomo, indignado por el atrevimiento de aquel niño pobre e ignorante, le recrimina su acción y le conmina a dar la vuelta a la casa y entrar por la puerta de servicio. Ni siquiera ha querido recogerle el mensaje. El chiquillo, el futuro terrateniente, dueño de esclavos y plantaciones, defensor de los privilegios del Sur, hasta entonces inocente, de bondad casi virginal, siente tal humillación que vuelve a su casa sin entregar el mensaje y no para hasta dar con la forma de resarcirse de esa humillación: llegar a ser un hacendado como el dueño de aquel negro tan bien vestido —recuerden la Teoría de la clase ociosa de Veblen—, de aquella mansión y de aquellas tierras. El episodio se encuentra relatado en el capítulo 7.

En fin. Como les digo, no es la novela de Faulkner que más haya disfrutado. Su complicación es tal que viene acompañada de varios apéndices del autor: una cronología, un índice de personajes (con explicaciones sobre cada uno), y el famoso mapa del condado de Yoknapatawpha, creado precisamente en 1936. En cuanto a la forma de contar, existe un narrador principal, miembro de una de las familias directamente implicadas en la acción, que toma prestadas voces de los personajes, la mayoría de las veces sin previo aviso ni caracterización de ningún tipo, aunque a veces Faulkner se apiade del lector y escriba esas intervenciones en letra cursiva. El momento de narración es cincuenta años posterior al de la acción principal. Dicha naración, dialogada, transcurre en la habitación de una residencia universitaria durante una tarde y las primeras horas de la noche siguiente. La crítica a la sociedad esclavista, tan tremendamente injusta —no hay palabras—, está presente en toda la obra y parece uno de sus motores principales. El otro sería la ambición.

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