Oviedo, 23
de abril de 1991.
Querida Olga:
Aquí me tienes
escribiéndote otra vez, aunque me parece que va a ser la última vez que lo haga.
Ya no puedo más.
Nunca pensé que llegara
a encontrarme en el punto en el que me encuentro ahora, que llegara a desear
olvidar al mundo entero y olvidarte a ti. Los días que llevamos separados por
más de quinientos kilómetros, estos días de lejanía a los que tú no te opusiste
y que a mí tanto me han costado, me han permitido considerar lo nuestro con más
objetividad y, sobre todo, llegar a un grado de desesperación que nunca había
sospechado, a un deseo tan grande de desintegrarme o integrarme de forma pasiva
en el mundo del ser a secas, de lo no pensante ni sensitivo, que me anima a no
pretender otro estado que el que disfruta la roca, un estado de quietud, de
paz, de equilibrio, de insensibilidad absoluta.
Tú conoces a la
perfección la ilusión que yo sentía cuando te viniste a vivir conmigo. Nunca
había compartido con nadie como contigo mi espacio vital más íntimo, mi cama,
mi cuarto de baño, mis libros, mis discos, mis fotografías en blanco y negro,
mi mundo todo. Desde el principio te desvelé hasta el último rincón de mi existencia
anterior, de mis recuerdos más antiguos. Harto de bares, borracheras y
relaciones de unas horas, deseaba encontrar una compañera estable, una mujer
que se quedara a dormir conmigo todas las noches y a la que le llevara el
desayuno a la cama para reponer fuerzas y seguir amándonos con el sol ya alto
sobre los tejados de nuestra ciudad de pizarra vieja. Iluso, creía haberla
encontrado en ti.
Lo nuestro lo ha matado
tu frialdad. Ahora, cuando mi mirada puede repasar desapasionadamente los
recuerdos de nuestros primeros encuentros, sólo encuentro abandono y soledad,
la misma que si nunca te hubiera tenido a mi lado. Por mi parte, han sido dos
años de intentar compartirlo todo, de seguir luchando por conseguir una buena
comunicación entre nosotros a pesar de tu indiferencia y tu desapego, síntomas
de algo que me negaba a considerar negativo, que intentaba interpretar como
lógicas resistencias tuyas a unirte sin reservas a un hombre que aún no
conocías bien. Ahora, después de tanto tiempo, no tengo otro remedio que
rendirme ante la evidencia: no me quieres ni me has querido nunca, ni siquiera
sé si te quieres a ti misma, si tienes algún grado de autoestima, si te guardas
algún respeto.
Al principio me
gustaba, era excitante, pero luego empecé a extrañarme de tu disponibilidad
total, absoluta, las veinticuatro horas, como la de las mujeres de nombres
falsos —Katiuska, Karen, Marlén— que buscan clientes en esos anuncios por
palabras de los periódicos, esos que están llenos de mentiras sobre el precio,
la edad y las medidas del contorno de los pechos. Y lo más curioso es que no
pedías nada a cambio. Te quedabas ahí, tendida en la cama o encima de la mesa
de la cocina, muda, pasiva, mirándome con tus grandes ojos claros, fijos e
inexpresivos, de nórdica trashumante. Nunca, ni una sola vez, me dijiste no,
nunca ofreciste ni un mínimo de resistencia o de pícara oposición.
Tampoco quisiste
abrazarme nunca, ni darme un beso. Eso sí, ponías tus manos en mis hombros
desnudos y ansiosos de caricias, pero las dejabas ahí, quietas, como
inmovilizadas por una fuerza invisible. Cuando te besaba, mis labios
encontraban unos labios inmóviles y fríos, siempre entreabiertos y disponibles
pero distantes, como si estuviesen anhelando unos besos distintos a los míos y
se dejaran acariciar por obligación, no por verdadero deseo.
Lo peor de todo es que
siento que te sigo queriendo como el primer día, que, aunque haya desistido de
obtener una correspondencia de tu parte, sigo deseando el tacto de tu cuerpo y
abrir una fisura en el hermetismo de tu alma. El hombre de la tienda me tenía
que haber advertido que no eres humana, que eres un objeto de látex sin corazón
ni recuerdos. Ya es tarde para lamentarse ni para ir a reclamarle nada.
Tengo una ventana justo
enfrente mía, a menos de dos metros. Está abierta y me llama, Olga, sé que me
está llamando.
(Esta carta apareció publicada en La voz de la ventana el 4 de mayo de
1991. No tenía firma).
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