Capítulo 15
Y llegó el día en el que empecé a salir
de la infancia y a convertirme en una especie de ser en transición, sin formas,
ideas o metas claras. Los pantalones dejaron de ser cortos y, aunque seguía en
el mundo de la pelota, ya no se trataba de correr detrás de una de cuero que
iba a ras de suelo, sino de intentar convencer a sus poseedoras de que no había
nada malo en que me dejaran palpar las suyas, que son dos y están muy bien
colocadas.
En aquella época los muchachillos de Medina,
el pueblo de la sierra donde pasábamos los veranos, teníamos muchas menos
distracciones de las que se pueden disfrutar ahora y, por lo tanto, había que
echarle mucha más imaginación a la cosa si queríamos divertirnos. Nuestro lugar
de reunión solía ser la Plaza del Pueblo, un lugar despejado, de forma
rectangular y con una fuente en medio, justo en el lugar que poco tiempo antes
ocupara el busto de don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense,
orgullo de las letras locales y aun nacionales, que llegó ser director de esa
anacrónica institución frecuentada por puristas y demás enemigos del cambio que
se dedica a limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua.
Como es habitual en esas edades,
salíamos en grupos más o menos cerrados llamados pandillas que, dependiendo de
algunos matices semánticos —como el grado de zafiedad de sus miembros o,
también, la existencia o no en estos de inclinaciones delictivas—, pueden
denominarse también catervas, clanes, cuadrillas, bandas o ligas. En Medina
había gran variedad de ellas pero, para mi gusto, la mejor era la de “los
locos”. Estos dedicaban el tiempo principalmente a contar chistes, ocupación en
la que destacaban por disponer de un amplio repertorio y por la excelente
manera que tenían de contarlos. Solían sentarse en uno de los bancos más
cercanos a la esquina sur de la Plaza y allí, si no tenían algún oyente que les
resultara antipático, estaban contando chistes hasta las dos o las tres de la
madrugada en los meses de verano. Lo mejor de todo era la manera que tenían de
contarlos cuando no querían que los presentes ajenos a su pandilla se enteraran
de su contenido. Decía Pepe:
—El... ¡seis!
—¡Ja, ja, ja! —reían todos los demás—.
¡Ese es buenísimo!
Cuando habían cesado las carcajadas,
esperaban que se volviera a hacer el silencio y decía Mariano:
—El... ¡veinticinco!
—¡Ja, ja, ja! —se desternillaban de
risa.
Luego, pasados unos minutos de nuevas
carcajadas, decía Juan:
—El... ¡quince!
—¡Uuuuuuuuh! Ese es muy malo —decían los
otros dos abucheándolo.
Y tú, que estabas allí escuchando, no te
enterabas de ninguno. Podías quedarte allí presenciando el espectáculo sin
coger ni un chiste, o irte pensando que estaban como auténticas regaderas, o
las dos cosas; es decir: quedarte allí sin coger ningún chiste mientras
pensabas que estaban como auténticas regaderas. Esta era la mejor.
Otra de las distracciones de “los locos”
era sacar de sus casillas a los honorables integrantes del Cuerpo de la Policía
Municipal —a quienes envío desde aquí mi más respetuoso saludo—, algo que
conseguían sin violar ley alguna y de forma sutil pero efectiva.
Una noche de verano de aquella época,
una de esas noches tan calurosas que resulta imposible pegar ojo antes de las
cuatro de la mañana, “los locos” aparecieron en la plaza más tarde de lo que
acostumbraban y perfectamente pertrechados para pasar un día de playa. Traían
una bolsa-nevera, tumbonas, sombrillas, una radio, bronceadores, toallas, un
balón de Nivea, etc. Iban calzados con chanclas, llevaban gafas de sol y
vestían bañadores y camisetas.
Se instalaron en la misma puerta del
ayuntamiento. Abrieron las tumbonas y las sombrillas, conectaron la radio,
sacaron refrescos de la bolsa-nevera y se tendieron a tomar la luna.
PEPE (Con auténtica delectación): ¡Ay...! ¡Qué bien se está aquí!
MARIANO (En la misma línea): ¡Desde luego! Esto de ir a tomar baños de mar
es de lo más saludable. A mí me lo lleva recomendando el médico un montón de
tiempo, pero, como vivimos tan lejos de la costa, hasta ahora no había podido.
JUAN (Señalando al frente): ¡Mirad ese velero que navega en paralelo a la
costa! A ver si mañana podemos embarcarnos en él y llegar hasta una de las
islas.
PEPE (Negando con la cabeza): No creo que podamos... Conozco al
propietario y...
JUAN (Incorporándose en la tumbona): Pues si lo conoces ya lo tenemos
hecho, ¿no?
PEPE (Negando otra vez con la cabeza): No creo. Últimamente está
enamorado y se embarca a solas con su amorcito.
MARIANO (Con auténtica cara de placer): ¡Oooh! ¡Cómo me gustan el olor del
mar y el sonido de las olas! (Sorprendido)
¡Huy! La marea está subiendo!
(Se
levantan los tres de sus tumbonas respectivas, las acercan aún más a la pared
que tienen justo detrás y vuelven a tenderse. En ese momento aparece en escena
un hombre vestido con el uniforme de la Policía Municipal).
MUNICIPAL (Visiblemente enfadado): ¿Se puede saber qué hacéis, muchachos?
TODOS (Se nota que lo han ensayado): ¡Estamos pasando una noche de playa!
MUNICIPAL (Al borde del infarto, rojo como un tomate): Aquí no se puede
estar... Así que ahora mismo levantáis el chiringuito y os marcháis con la
música a otra parte.
[A estas alturas, todos los ocupantes de
la plaza se habían acercado para oír mejor la conversación.]
PEPE (Muy tranquilo y sin moverse de la tumbona): Perdone, sargento, pero
no hemos visto ningún cartel que prohíba instalar aquí las tumbonas.
MUNICIPAL (Halagado por un tratamiento que no le corresponde): Bueno, bueno...
Está bien, está bien. Tenéis mi autorización para instalaros donde queráis,
pero, desde luego, en la puerta del Ayuntamiento no es posible.
MARIANO (Sorprendido): ¿Ayuntamiento? ¿Qué ayuntamiento?
JUAN (Sacando un calamar enorme de la misma bolsa-nevera que contiene los
refrescos): Tome, mi teniente; aquí tiene un calamar que hemos pescado hace
un momento.
Cuando vimos a Juan con el calamar en la
mano, todos los ocupantes de la plaza, que hasta entonces esbozábamos tímidas
sonrisas, prorrumpimos en sonoras carcajadas, lo que ocasionó el definitivo
cabreo del servidor de la ley y el final de aquella jornada playera.
Otra de las pandillas que vale la pena
recordar es la de “los Antonios”. Se llamaba así porque sus siete integrantes
habían sido bautizados en la pila de la parroquia con el nombre de Antonio.
Nunca supimos si se habían agrupado por casualidad o por ser todos tocayos y
estar bien avenidos. De todas formas, para que no hubiera confusiones, ellos
mismos habían buscado variantes a sus nombres y habían acabado por denominarse
Antoñito, Antonio, Anthony, Antoine, Antón, Ñito y Toni. La especialidad de
“los Antonios” era la broma macabra, fantasmal o mortuoria, que de estas tres
formas la denominaban. La más conocida de todas es la del fantasma del fraile
del Caserón de las Cigüeñas, un edificio misterioso y legendario que está
situado en una de las calles más monumentales de Medina.
Como es normal en estos casos, sobre el
Caserón de las Cigüeñas se han contado, y aún se cuentan, historias de
fantasmas y aparecidos. La del fraile siempre nos atrajo a todos por el misterio
en el que está envuelta. Según cuentan, el fraile en cuestión se llamaba fray
Pepenetra y era amante de Azucena Olavide, una de las señoritas más encopetadas
de la sociedad de su época, mediados del siglo XVIII más o menos. Se habían
conocido en un convento cercano al Caserón y allí se había iniciado el amor
entre ellos. La juventud de los dos había provocado en sus cuerpos un fuego muy
difícil de apagar y, además, les había llevado a cometer indiscreciones que
habían ocasionado que sus amores se hicieran públicos. Cuando llegaron a oídos
del padre de la muchacha, señor y dueño del Caserón de las Cigüeñas, habló con
los superiores de fray Pepenetra y estos se vieron obligados a reprender
severamente al muchacho y a comunicarle su traslado forzoso e inmediato a un
convento que estaba aislado en la montaña, el lugar que tenían dispuesto para
recluir a los hermanos que sacaban los pies del plato. La muchacha, por su
parte, había sido castigada a no volver a salir de su casa hasta nueva orden,
orden que, con toda seguridad, tardaría años en llegar.
Esa misma noche, desafiando todas las
leyes divinas y siguiendo las más humanas, fray Pepenetra intentó llegar hasta
la alcoba de Azucena; era la última noche que pasaría en Medina y,
probablemente, la única ocasión que les quedaba a los dos amantes para
encontrarse.
A las tres de la mañana abrió la puerta
de su celda y, procurando no hacer ningún ruido, cruzó el claustro del convento
en dirección al huerto. Los anímales fantásticos que poblaban los capiteles de las
columnas pareadas lo miraban pasar en silencio. La luna azuleaba los perfiles.
Una vez en el huerto saltó sus muros sin mayor problema y, pegado a las paredes
para evitar ser visto por la ronda de los alguaciles, se encaminó al Caserón.
Cuando llegó ante sus muros, los rodeó buscando el balcón de Azucena. Caminaba
feliz y confiado, ajeno a cualquier peligro; no podía suponer que, a la vuelta
de una esquina, lo esperaban cuatro hombres pagados por el padre de la
muchacha.
Nunca más se supo de él. Sus superiores
se sintieron satisfechos con la versión según la cual había huido del pueblo y
prefirieron no realizar más averiguaciones. Fray Pepenetra era una persona
imprudente, y esto lo convertía en un elemento molesto para la orden.
Desde entonces, siempre según la
leyenda, el fantasma del pobre Pepenetra vaga insomne por los patios y las
cámaras del Caserón de las Cigüeñas, el lugar donde fue enterrado su cuerpo.
Azucena, aunque le costara mucho trabajo hacerlo, tuvo que aceptar la versión
oficial y acabó olvidando antes de lo que pensaba a aquel hombre de hábito
levantisco.
Ese es el origen de la historia del
fantasma del fraile; ahora entran en acción nuestros héroes. Una noche de verano,
“los Antonios”, valientes y decididos como ellos solos, dispuestos a comprobar
la existencia o no del fantasma, entraron en el Caserón para verificar
verdad de todo aquello. Por si acaso el fraile no se dignaba aparecer, Antón,
sin haberle dicho nada a nadie, se había vestido de fray Pepenetra y había
saltado los muros del huerto dos horas antes de la establecida para la entrada
del grupo, que aquella noche se vería aumentado gracias a la asistencia de unos
cuantos curiosos ajenos a “los Antonios”. Para reírse un poco a costa de los
advenedizos, Anthony, cabecilla del grupo, había hablado con Toni para que se
disfrazara de fray Pepenetra y saltara los muros del Caserón una hora antes de
la establecida para la entrada de todo el grupo. Como veis, esa noche los fray
Pepenetra iban a ser por lo menos dos y ninguno de ellos iba a saber de la
existencia del otro.
Estando así las cosas, cuando daban las
dos de la mañana, aquel nutrido grupo de estudiosos de fenómenos paranormales, después
de estar esperando a Antón durante un rato y bien provisto de instrumentos de
orientación, documentación y defensa (linternas, cámaras fotográficas,
magnetófonos, bastones y cachiporras), saltaba los muros del antiguo edificio.
Eran unos quince. Avanzaban despacio y formando una piña, todos muy cerca unos
de otros. Llevarían un cuarto de hora vagando por las antiguas habitaciones
cuando Antón, que a partir de ahora denominaré Pepenatra I, decidió salir de su
escondite y presentarse ante el grupo. Andaba despacio, intentando no hacer
ruido. El pueblo dormía tranquilo. Casualmente, un par de minutos después,
Toni —Pepenetra II— hacía lo mismo. El
grupo seguía en la planta baja; ellos dos estaban en la alta. Por uno de esos
azares de la vida, los dos habían entrado en el Caserón por sitios distintos y
habían estado escondidos en zonas muy alejadas, lo que ocasionó que, a pesar de
llevar los dos un par de horas juntos en el edificio, no se hubieran visto ni
oído.
Pepenatra I abandonó su escondite en el
ala norte y avanzó despacio y disfrutando con antelación del susto que iba a
darle a los curiosos. Por su parte, Pepenetra II hacía lo mismo dos minutos
después pero saliendo del ala sur. Exceptuado el ruido que hacían los del grupo
de estudiosos, no se oía nada. En el piso alto el silencio era total; los
Pepenetra seguían avanzando, aproximándose poco a poco sin saberlo.
De repente a Pepenetra I le pareció oír
ruido de pasos muy cerca suya y se detuvo a escuchar. Pepenatra II, por su
parte, seguía avanzando pero, justo antes de doblar la esquina de la galería
más cercana a la escalera, se topó de frente con Pepenetra I que, aterrorizado,
corrió escaleras abajo. Aunque, en un primer momento, Pepenetra II corriera en
dirección contraria, su instinto de conservación le llevó a buscar la salida y
bajó también la escalera. Allá que iban los dos Pepenetras huyendo el uno del
otro en la misma dirección.
El estruendo que hacían con su carrera
llegó hasta el grupo de parapsicólogos. Se detuvieron. Aguzaron el oído.
Algunos, los advenedizos, empezaron a temblar. “Los Antonios” estaban más
tranquilos, aunque empezaban a extrañarse de los gritos que oían, pues no
estaba en el guión que su Pepenetra gritase de esa forma.
Cuando los Pepenatra I y II llegaron al
final de la escalera corriendo, atropellándose y dando patadas al aire, el
grupo vio lo que nunca hubiera esperado: dos Pepenetras corriendo con los
hábitos levantados y dando tremendos alaridos. El desconcierto fue total. Los
parapsicólogos por un día empezaron a correr como perseguidos por fantasmas y,
en un alarde atlético que hubiera sorprendido al mismo Javier Sotomayor, aunque, eso sí, con unas zancadas un poco menos elegantes que las del atleta cubano, saltaron
el muro sin apoyo ninguno y siguieron corriendo como el mismo Correcaminos
hasta llegar a la afueras del pueblo, pues cada vez que miraban hacia atrás se
creían perseguidos por dos fray Pepenetras, quienes, a su vez, huían el uno del
otro. Un poema, vamos.
Junto con las de “los locos” y “los
Antonios”, al mismo nivel que ellas en cuanto a la calidad de sus
entretenimientos y a las peculiaridades de su forma de ser y actuar, estaba la
pandilla de “los Lady Banana”. Esta es de las primeras que conocí y la que más
ha durado; aún hoy, aunque se ven mucho menos por razones laborales o
familiares, siguen encontrándose de vez en cuando, al menos dos veces al año. A
estas reuniones actuales acuden acompañados de sus parejas y sus hijos, algunos
de los cuales han cumplido ya los veinte y, probablemente, harán pronto abuelos
a los antiguos pandilleros.
Sus comienzos fueron feriantes. La
primera vez que salieron en grupo y bajo
esa curiosa y hortera denominación —inspirada, según fuentes fidedignas, en una
canción de Tony Ronald—, fue en la feria de 1974. En aquella época, un periodo
—como ya queda dicho— de formación, de tanteos, “los Lady Banana” eran
partidarios de la uniformidad. Respetando ese espíritu de grupo, vestían
siempre igual y, lo que aún es peor, con los colores más extravagantes para un
pueblo tan chapado a la antigua como Medina. Su atuendo hubiera pasado
desapercibido en un lugar tan libre como Las Ramblas de Barcelona, pero allí,
en aquel pueblo fosilizado, y en aquella época, resultaba de lo más llamativo,
aunque, dicho sea de paso, eso era precisamente lo que ellos buscaban: llamar
la atención. Aquella feria de 1974 salieron vestidos con sombrero tirolés,
pluma incluida, camisa verde josefino, mocasines blancos y pantalones de rayas
multicolores de cuatro o cinco centímetros de ancho. Como eran siete u ocho se
les veía perfectamente por cualquier sitio que pasaban. ¡Estos eran “los Lady
Banana”, sí señor!
Como ya dije más arriba, la fuente de la
Plaza del Pueblo había sido colocada en el lugar que antes ocupara la estatua
de don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense, orgullo de las
letras locales y aun nacionales. Esta estatua, un busto en bronce vaciado, tuvo
que ser trasladada a otro lugar, que resultó ser una de las plazas menores del
pueblo. Allí se la colocó encima de un pedestal pero sin ningún tipo de
sujeción, circunstancia que facilitaba la labor filantrópica de “los Lady
Banana”. Estos, interesados por el mundo de la cultura y conocedores del tipo
de vida que había llevado durante toda su existencia el insigne polígrafo —la
típica del ratón de biblioteca—, decidieron un buen día de verano dar algún
garbeíto, aunque sólo fuera en forma de efigie, a aquel erudito decimonónico,
conseguir que echara al aire alguna de las numerosas canas que había acumulado
en sus noventa años de existencia archivística y legajosa.
A tal efecto, una noche de julio y ya
tarde, se acercaron al busto, lo agarraron por sus cuatro esquinas y, con mucho
menos esfuerzo del que pudiera parecer necesario en un principio, levantaron al
insigne polígrafo y lo introdujeron en su Seíta. El vehículo, que tenía menos
papeles que una liebre, lo habían comprado a un legionario avejentado y
alcohólico una noche de sed y bares cerrados en la que ellos consiguieron un
par de botellas de whisky en el mueble-bar de uno de sus domicilios. Como en
los tiempos anteriores a la invención del dinero, hicieron un trueque y todos tan
felices. Desde entonces había pasado a ser patrimonio común de la pandilla.
Para que su disfrute fuera colectivo, se había instaurado un sistema de turnos
que, aunque en un principio resultaba ideal, daba más de un problema cuando
alguno de “los Lady Banana” andaba enamorisqueado, pues, por lo general,
llegaba siempre tarde a la entrega del coche al compañero que le tocaba detrás
suya.
Una vez en el coche, acomodaron al
polígrafo en el asiento trasero y partieron raudos hacia otros horizontes.
Acabaron en un bar de un pueblo cercano, donde llegaron por carriles camperos
para evitar los controles de la Guardia Civil. Su entrada en el establecimiento
fue saludada con vivas por su clientela habitual, que no estaba acostumbrada a
ver llegar a nadie con una estatua bajo el brazo. Se acercaron a la barra,
colocaron al polígrafo sobre su pulida superficie y esperaron al camarero.
—¿Qué va a ser? —les preguntó el barman.
—Cinco cervezas, cuatro para nosotros y
una para nuestro amigo.
Un parroquiano se les acercó con mirada
zumbona.
—¿Cuánto queréis por la estatua del
abuelo?
—La estatua no está en venta y, además,
no es nuestro abuelo.
—¡Venga, hombre! Os doy mil duros —insistió
el cliente—. Esta quedará muy bien en el salón de mi casa.
En aquella época cinco mil pesetas era
mucho dinero.
—Ya le hemos dicho que no está en venta.
—¡Dos mil duros!
Mientras, en Medina, los despiertos defensores
de la ley, los Policías Municipales, realizaban su ronda nocturna en su cuatro
latas blanco. La noche estaba tranquila. No pasaba nada. Parecía que iba a ser
una noche como otra cualquiera. Sin embargo, al llegar a la plaza del insigne
polígrafo, notaron algo extraño: la estatua había volado.
—Da parte, rápido —dijo el conductor al
acompañante.
—Central, central, aquí unidad uno. ¿Central...?
¡No contestan!
—Insiste.
—Central, central; aquí unidad uno.
—Aquí central. Dime, unidad uno —contestó
por fin la voz de la central.
—Notificamos el robo de la estatua del
polígrafo.
—Oído comisaría. Alerto rápido a la
unidad dos.
Esa noche, y al día siguiente, hubo
revuelo en la comisaría pues, después de haber alertado a todos los coches
patrulla, dos en total —que se pasaron la noche dando vueltas como locos—, la
estatua volvió a aparecer en su sitio a la mañana siguiente y nadie observó
nada raro. Era un misterio.
Hasta que el
busto fue sujetado al pedestal con poderosos garfios metálicos, hubo muchas
noches como aquella, de diversión para “los Lady Banana” y de quebraderos de
cabezas para los guardianes del orden y las buenas costumbres. Gracias a esta
pandilla, don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense, orgullo
de las letras locales y aun nacionales, viajó en forma de efigie a la mayoría
de los pueblos cercanos, a la capital de la provincia y a las mejores playas
del Mediterráneo y el Atlántico. Me consta que, desde entonces, la estatua luce
una sonrisita que antes no tenía.
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