sábado, 19 de octubre de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (XII).

 Capítulo 15

        
 

Y llegó el día en el que empecé a salir de la infancia y a convertirme en una especie de ser en transición, sin formas, ideas o metas claras. Los pantalones dejaron de ser cortos y, aunque seguía en el mundo de la pelota, ya no se trataba de correr detrás de una de cuero que iba a ras de suelo, sino de intentar convencer a sus poseedoras de que no había nada malo en que me dejaran palpar las suyas, que son dos y están muy bien colocadas.

En aquella época los muchachillos de Medina, el pueblo de la sierra donde pasábamos los veranos, teníamos muchas menos distracciones de las que se pueden disfrutar ahora y, por lo tanto, había que echarle mucha más imaginación a la cosa si queríamos divertirnos. Nuestro lugar de reunión solía ser la Plaza del Pueblo, un lugar despejado, de forma rectangular y con una fuente en medio, justo en el lugar que poco tiempo antes ocupara el busto de don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense, orgullo de las letras locales y aun nacionales, que llegó ser director de esa anacrónica institución frecuentada por puristas y demás enemigos del cambio que se dedica a limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua.

Como es habitual en esas edades, salíamos en grupos más o menos cerrados llamados pandillas que, dependiendo de algunos matices semánticos —como el grado de zafiedad de sus miembros o, también, la existencia o no en estos de inclinaciones delictivas—, pueden denominarse también catervas, clanes, cuadrillas, bandas o ligas. En Medina había gran variedad de ellas pero, para mi gusto, la mejor era la de “los locos”. Estos dedicaban el tiempo principalmente a contar chistes, ocupación en la que destacaban por disponer de un amplio repertorio y por la excelente manera que tenían de contarlos. Solían sentarse en uno de los bancos más cercanos a la esquina sur de la Plaza y allí, si no tenían algún oyente que les resultara antipático, estaban contando chistes hasta las dos o las tres de la madrugada en los meses de verano. Lo mejor de todo era la manera que tenían de contarlos cuando no querían que los presentes ajenos a su pandilla se enteraran de su contenido. Decía Pepe:

—El... ¡seis!

—¡Ja, ja, ja! —reían todos los demás—. ¡Ese es buenísimo!

Cuando habían cesado las carcajadas, esperaban que se volviera a hacer el silencio y decía Mariano:

—El... ¡veinticinco!

—¡Ja, ja, ja! —se desternillaban de risa.

Luego, pasados unos minutos de nuevas carcajadas, decía Juan:

—El... ¡quince!

—¡Uuuuuuuuh! Ese es muy malo —decían los otros dos abucheándolo.

Y tú, que estabas allí escuchando, no te enterabas de ninguno. Podías quedarte allí presenciando el espectáculo sin coger ni un chiste, o irte pensando que estaban como auténticas regaderas, o las dos cosas; es decir: quedarte allí sin coger ningún chiste mientras pensabas que estaban como auténticas regaderas. Esta era la mejor.

Otra de las distracciones de “los locos” era sacar de sus casillas a los honorables integrantes del Cuerpo de la Policía Municipal —a quienes envío desde aquí mi más respetuoso saludo—, algo que conseguían sin violar ley alguna y de forma sutil pero efectiva.

Una noche de verano de aquella época, una de esas noches tan calurosas que resulta imposible pegar ojo antes de las cuatro de la mañana, “los locos” aparecieron en la plaza más tarde de lo que acostumbraban y perfectamente pertrechados para pasar un día de playa. Traían una bolsa-nevera, tumbonas, sombrillas, una radio, bronceadores, toallas, un balón de Nivea, etc. Iban calzados con chanclas, llevaban gafas de sol y vestían bañadores y camisetas.

Se instalaron en la misma puerta del ayuntamiento. Abrieron las tumbonas y las sombrillas, conectaron la radio, sacaron refrescos de la bolsa-nevera y se tendieron a tomar la luna.

PEPE (Con auténtica delectación): ¡Ay...! ¡Qué bien se está aquí!

MARIANO (En la misma línea): ¡Desde luego! Esto de ir a tomar baños de mar es de lo más saludable. A mí me lo lleva recomendando el médico un montón de tiempo, pero, como vivimos tan lejos de la costa, hasta ahora no había podido.

JUAN (Señalando al frente): ¡Mirad ese velero que navega en paralelo a la costa! A ver si mañana podemos embarcarnos en él y llegar hasta una de las islas.

PEPE (Negando con la cabeza): No creo que podamos... Conozco al propietario y...

JUAN (Incorporándose en la tumbona): Pues si lo conoces ya lo tenemos hecho, ¿no?

PEPE (Negando otra vez con la cabeza): No creo. Últimamente está enamorado y se embarca a solas con su amorcito.        

MARIANO (Con auténtica cara de placer): ¡Oooh! ¡Cómo me gustan el olor del mar y el sonido de las olas! (Sorprendido) ¡Huy! La marea está subiendo!

(Se levantan los tres de sus tumbonas respectivas, las acercan aún más a la pared que tienen justo detrás y vuelven a tenderse. En ese momento aparece en escena un hombre vestido con el uniforme de la Policía Municipal).

MUNICIPAL (Visiblemente enfadado): ¿Se puede saber qué hacéis, muchachos?

TODOS (Se nota que lo han ensayado): ¡Estamos pasando una noche de playa!

MUNICIPAL (Al borde del infarto, rojo como un tomate): Aquí no se puede estar... Así que ahora mismo levantáis el chiringuito y os marcháis con la música a otra parte.

[A estas alturas, todos los ocupantes de la plaza se habían acercado para oír mejor la conversación.]

PEPE (Muy tranquilo y sin moverse de la tumbona): Perdone, sargento, pero no hemos visto ningún cartel que prohíba instalar aquí las tumbonas.

MUNICIPAL (Halagado por un tratamiento que no le corresponde): Bueno, bueno... Está bien, está bien. Tenéis mi autorización para instalaros donde queráis, pero, desde luego, en la puerta del Ayuntamiento no es posible.

MARIANO (Sorprendido): ¿Ayuntamiento? ¿Qué ayuntamiento?

JUAN (Sacando un calamar enorme de la misma bolsa-nevera que contiene los refrescos): Tome, mi teniente; aquí tiene un calamar que hemos pescado hace un momento.

Cuando vimos a Juan con el calamar en la mano, todos los ocupantes de la plaza, que hasta entonces esbozábamos tímidas sonrisas, prorrumpimos en sonoras carcajadas, lo que ocasionó el definitivo cabreo del servidor de la ley y el final de aquella jornada playera.

 

Otra de las pandillas que vale la pena recordar es la de “los Antonios”. Se llamaba así porque sus siete integrantes habían sido bautizados en la pila de la parroquia con el nombre de Antonio. Nunca supimos si se habían agrupado por casualidad o por ser todos tocayos y estar bien avenidos. De todas formas, para que no hubiera confusiones, ellos mismos habían buscado variantes a sus nombres y habían acabado por denominarse Antoñito, Antonio, Anthony, Antoine, Antón, Ñito y Toni. La especialidad de “los Antonios” era la broma macabra, fantasmal o mortuoria, que de estas tres formas la denominaban. La más conocida de todas es la del fantasma del fraile del Caserón de las Cigüeñas, un edificio misterioso y legendario que está situado en una de las calles más monumentales de Medina.

Como es normal en estos casos, sobre el Caserón de las Cigüeñas se han contado, y aún se cuentan, historias de fantasmas y aparecidos. La del fraile siempre nos atrajo a todos por el misterio en el que está envuelta. Según cuentan, el fraile en cuestión se llamaba fray Pepenetra y era amante de Azucena Olavide, una de las señoritas más encopetadas de la sociedad de su época, mediados del siglo XVIII más o menos. Se habían conocido en un convento cercano al Caserón y allí se había iniciado el amor entre ellos. La juventud de los dos había provocado en sus cuerpos un fuego muy difícil de apagar y, además, les había llevado a cometer indiscreciones que habían ocasionado que sus amores se hicieran públicos. Cuando llegaron a oídos del padre de la muchacha, señor y dueño del Caserón de las Cigüeñas, habló con los superiores de fray Pepenetra y estos se vieron obligados a reprender severamente al muchacho y a comunicarle su traslado forzoso e inmediato a un convento que estaba aislado en la montaña, el lugar que tenían dispuesto para recluir a los hermanos que sacaban los pies del plato. La muchacha, por su parte, había sido castigada a no volver a salir de su casa hasta nueva orden, orden que, con toda seguridad, tardaría años en llegar.

Esa misma noche, desafiando todas las leyes divinas y siguiendo las más humanas, fray Pepenetra intentó llegar hasta la alcoba de Azucena; era la última noche que pasaría en Medina y, probablemente, la única ocasión que les quedaba a los dos amantes para encontrarse.

A las tres de la mañana abrió la puerta de su celda y, procurando no hacer ningún ruido, cruzó el claustro del convento en dirección al huerto. Los anímales fantásticos que poblaban los capiteles de las columnas pareadas lo miraban pasar en silencio. La luna azuleaba los perfiles. Una vez en el huerto saltó sus muros sin mayor problema y, pegado a las paredes para evitar ser visto por la ronda de los alguaciles, se encaminó al Caserón. Cuando llegó ante sus muros, los rodeó buscando el balcón de Azucena. Caminaba feliz y confiado, ajeno a cualquier peligro; no podía suponer que, a la vuelta de una esquina, lo esperaban cuatro hombres pagados por el padre de la muchacha.

Nunca más se supo de él. Sus superiores se sintieron satisfechos con la versión según la cual había huido del pueblo y prefirieron no realizar más averiguaciones. Fray Pepenetra era una persona imprudente, y esto lo convertía en un elemento molesto para la orden.

Desde entonces, siempre según la leyenda, el fantasma del pobre Pepenetra vaga insomne por los patios y las cámaras del Caserón de las Cigüeñas, el lugar donde fue enterrado su cuerpo. Azucena, aunque le costara mucho trabajo hacerlo, tuvo que aceptar la versión oficial y acabó olvidando antes de lo que pensaba a aquel hombre de hábito levantisco.

Ese es el origen de la historia del fantasma del fraile; ahora entran en acción nuestros héroes. Una noche de verano, “los Antonios”, valientes y decididos como ellos solos, dispuestos a comprobar la existencia o no del fantasma, entraron en el Caserón para verificar verdad de todo aquello. Por si acaso el fraile no se dignaba aparecer, Antón, sin haberle dicho nada a nadie, se había vestido de fray Pepenetra y había saltado los muros del huerto dos horas antes de la establecida para la entrada del grupo, que aquella noche se vería aumentado gracias a la asistencia de unos cuantos curiosos ajenos a “los Antonios”. Para reírse un poco a costa de los advenedizos, Anthony, cabecilla del grupo, había hablado con Toni para que se disfrazara de fray Pepenetra y saltara los muros del Caserón una hora antes de la establecida para la entrada de todo el grupo. Como veis, esa noche los fray Pepenetra iban a ser por lo menos dos y ninguno de ellos iba a saber de la existencia del otro.

Estando así las cosas, cuando daban las dos de la mañana, aquel nutrido grupo de estudiosos de fenómenos paranormales, después de estar esperando a Antón durante un rato y bien provisto de instrumentos de orientación, documentación y defensa (linternas, cámaras fotográficas, magnetófonos, bastones y cachiporras), saltaba los muros del antiguo edificio. Eran unos quince. Avanzaban despacio y formando una piña, todos muy cerca unos de otros. Llevarían un cuarto de hora vagando por las antiguas habitaciones cuando Antón, que a partir de ahora denominaré Pepenatra I, decidió salir de su escondite y presentarse ante el grupo. Andaba despacio, intentando no hacer ruido. El pueblo dormía tranquilo. Casualmente, un par de minutos después, Toni  —Pepenetra II— hacía lo mismo. El grupo seguía en la planta baja; ellos dos estaban en la alta. Por uno de esos azares de la vida, los dos habían entrado en el Caserón por sitios distintos y habían estado escondidos en zonas muy alejadas, lo que ocasionó que, a pesar de llevar los dos un par de horas juntos en el edificio, no se hubieran visto ni oído.

Pepenatra I abandonó su escondite en el ala norte y avanzó despacio y disfrutando con antelación del susto que iba a darle a los curiosos. Por su parte, Pepenetra II hacía lo mismo dos minutos después pero saliendo del ala sur. Exceptuado el ruido que hacían los del grupo de estudiosos, no se oía nada. En el piso alto el silencio era total; los Pepenetra seguían avanzando, aproximándose poco a poco sin saberlo.

De repente a Pepenetra I le pareció oír ruido de pasos muy cerca suya y se detuvo a escuchar. Pepenatra II, por su parte, seguía avanzando pero, justo antes de doblar la esquina de la galería más cercana a la escalera, se topó de frente con Pepenetra I que, aterrorizado, corrió escaleras abajo. Aunque, en un primer momento, Pepenetra II corriera en dirección contraria, su instinto de conservación le llevó a buscar la salida y bajó también la escalera. Allá que iban los dos Pepenetras huyendo el uno del otro en la misma dirección.

El estruendo que hacían con su carrera llegó hasta el grupo de parapsicólogos. Se detuvieron. Aguzaron el oído. Algunos, los advenedizos, empezaron a temblar. “Los Antonios” estaban más tranquilos, aunque empezaban a extrañarse de los gritos que oían, pues no estaba en el guión que su Pepenetra gritase de esa forma.

Cuando los Pepenatra I y II llegaron al final de la escalera corriendo, atropellándose y dando patadas al aire, el grupo vio lo que nunca hubiera esperado: dos Pepenetras corriendo con los hábitos levantados y dando tremendos alaridos. El desconcierto fue total. Los parapsicólogos por un día empezaron a correr como perseguidos por fantasmas y, en un alarde atlético que hubiera sorprendido al mismo Javier Sotomayor, aunque, eso sí, con unas zancadas un poco menos elegantes que las del atleta cubano, saltaron el muro sin apoyo ninguno y siguieron corriendo como el mismo Correcaminos hasta llegar a la afueras del pueblo, pues cada vez que miraban hacia atrás se creían perseguidos por dos fray Pepenetras, quienes, a su vez, huían el uno del otro. Un poema, vamos.

 

Junto con las de “los locos” y “los Antonios”, al mismo nivel que ellas en cuanto a la calidad de sus entretenimientos y a las peculiaridades de su forma de ser y actuar, estaba la pandilla de “los Lady Banana”. Esta es de las primeras que conocí y la que más ha durado; aún hoy, aunque se ven mucho menos por razones laborales o familiares, siguen encontrándose de vez en cuando, al menos dos veces al año. A estas reuniones actuales acuden acompañados de sus parejas y sus hijos, algunos de los cuales han cumplido ya los veinte y, probablemente, harán pronto abuelos a los antiguos pandilleros.

Sus comienzos fueron feriantes. La primera vez que salieron en  grupo y bajo esa curiosa y hortera denominación —inspirada, según fuentes fidedignas, en una canción de Tony Ronald—, fue en la feria de 1974. En aquella época, un periodo —como ya queda dicho— de formación, de tanteos, “los Lady Banana” eran partidarios de la uniformidad. Respetando ese espíritu de grupo, vestían siempre igual y, lo que aún es peor, con los colores más extravagantes para un pueblo tan chapado a la antigua como Medina. Su atuendo hubiera pasado desapercibido en un lugar tan libre como Las Ramblas de Barcelona, pero allí, en aquel pueblo fosilizado, y en aquella época, resultaba de lo más llamativo, aunque, dicho sea de paso, eso era precisamente lo que ellos buscaban: llamar la atención. Aquella feria de 1974 salieron vestidos con sombrero tirolés, pluma incluida, camisa verde josefino, mocasines blancos y pantalones de rayas multicolores de cuatro o cinco centímetros de ancho. Como eran siete u ocho se les veía perfectamente por cualquier sitio que pasaban. ¡Estos eran “los Lady Banana”, sí señor!

Como ya dije más arriba, la fuente de la Plaza del Pueblo había sido colocada en el lugar que antes ocupara la estatua de don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense, orgullo de las letras locales y aun nacionales. Esta estatua, un busto en bronce vaciado, tuvo que ser trasladada a otro lugar, que resultó ser una de las plazas menores del pueblo. Allí se la colocó encima de un pedestal pero sin ningún tipo de sujeción, circunstancia que facilitaba la labor filantrópica de “los Lady Banana”. Estos, interesados por el mundo de la cultura y conocedores del tipo de vida que había llevado durante toda su existencia el insigne polígrafo —la típica del ratón de biblioteca—, decidieron un buen día de verano dar algún garbeíto, aunque sólo fuera en forma de efigie, a aquel erudito decimonónico, conseguir que echara al aire alguna de las numerosas canas que había acumulado en sus noventa años de existencia archivística y legajosa.   

A tal efecto, una noche de julio y ya tarde, se acercaron al busto, lo agarraron por sus cuatro esquinas y, con mucho menos esfuerzo del que pudiera parecer necesario en un principio, levantaron al insigne polígrafo y lo introdujeron en su Seíta. El vehículo, que tenía menos papeles que una liebre, lo habían comprado a un legionario avejentado y alcohólico una noche de sed y bares cerrados en la que ellos consiguieron un par de botellas de whisky en el mueble-bar de uno de sus domicilios. Como en los tiempos anteriores a la invención del dinero, hicieron un trueque y todos tan felices. Desde entonces había pasado a ser patrimonio común de la pandilla. Para que su disfrute fuera colectivo, se había instaurado un sistema de turnos que, aunque en un principio resultaba ideal, daba más de un problema cuando alguno de “los Lady Banana” andaba enamorisqueado, pues, por lo general, llegaba siempre tarde a la entrega del coche al compañero que le tocaba detrás suya.

Una vez en el coche, acomodaron al polígrafo en el asiento trasero y partieron raudos hacia otros horizontes. Acabaron en un bar de un pueblo cercano, donde llegaron por carriles camperos para evitar los controles de la Guardia Civil. Su entrada en el establecimiento fue saludada con vivas por su clientela habitual, que no estaba acostumbrada a ver llegar a nadie con una estatua bajo el brazo. Se acercaron a la barra, colocaron al polígrafo sobre su pulida superficie y esperaron al camarero.

—¿Qué va a ser? —les preguntó el barman.

—Cinco cervezas, cuatro para nosotros y una para nuestro amigo.

Un parroquiano se les acercó con mirada zumbona.      

—¿Cuánto queréis por la estatua del abuelo?

—La estatua no está en venta y, además, no es nuestro abuelo.  

—¡Venga, hombre! Os doy mil duros —insistió el cliente—. Esta quedará muy bien en el salón de mi casa.

En aquella época cinco mil pesetas era mucho dinero.

—Ya le hemos dicho que no está en venta.

—¡Dos mil duros!

Mientras, en Medina, los despiertos defensores de la ley, los Policías Municipales, realizaban su ronda nocturna en su cuatro latas blanco. La noche estaba tranquila. No pasaba nada. Parecía que iba a ser una noche como otra cualquiera. Sin embargo, al llegar a la plaza del insigne polígrafo, notaron algo extraño: la estatua había volado.

—Da parte, rápido —dijo el conductor al acompañante.

—Central, central, aquí unidad uno.  ¿Central...?  ¡No contestan!

—Insiste.

—Central, central; aquí unidad uno.

—Aquí central. Dime, unidad uno —contestó por fin la voz de la central.

—Notificamos el robo de la estatua del polígrafo.

—Oído comisaría. Alerto rápido a la unidad dos.

Esa noche, y al día siguiente, hubo revuelo en la comisaría pues, después de haber alertado a todos los coches patrulla, dos en total —que se pasaron la noche dando vueltas como locos—, la estatua volvió a aparecer en su sitio a la mañana siguiente y nadie observó nada raro. Era un misterio.

            Hasta que el busto fue sujetado al pedestal con poderosos garfios metálicos, hubo muchas noches como aquella, de diversión para “los Lady Banana” y de quebraderos de cabezas para los guardianes del orden y las buenas costumbres. Gracias a esta pandilla, don Fernando Jiménez Patín, el insigne polígrafo medinense, orgullo de las letras locales y aun nacionales, viajó en forma de efigie a la mayoría de los pueblos cercanos, a la capital de la provincia y a las mejores playas del Mediterráneo y el Atlántico. Me consta que, desde entonces, la estatua luce una sonrisita que antes no tenía.

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