domingo, 8 de septiembre de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (X).


Capítulo 12+1


 

Pasaron los meses y los años, aunque a mí, desde luego, no me lo parecía, pues todo era una sucesión continua de juegos, risas, atrevimientos y castigos, la mayoría de ellos inmerecidos, todo hay que decirlo.

La familia siguió creciendo. Nuestros padres parecían decididos a contribuir de forma considerable al aumento de la población y nadie puede decir que no lo consiguieran. Resultado: la casa de la Alameda, aquella donde habíamos pasado los mejores años de nuestra vida, donde habíamos contribuido a que la infancia pudiera ser considerada como un colectivo de seres inquietos pero benignos, quedó vacía de muebles una mañana de julio. Las habitaciones, desnudas y llenas de ecos extraños, resultaban mucho más pequeñas de lo que siempre nos habían parecido. Sus paredes, llenas de extrañas manchas cuadradas, parecían el viejo escenario de un teatro abandonado. Y yo, que ya entonces presentaba una rara propensión a la melancolía, me paseaba por ellas con los ojos humedecidos, recreando en la imaginación los sabrosos diálogos y las inocentes peripecias que habían sucedido en ellas. Jaime, mientras tanto, seguía en el patio, intentando, por última vez, recuperar el regalo de Juanita Reina pues nunca había perdido la fe en conseguirlo.

Nuestro padre, desde el asiento del conductor del coche en marcha, nos gritaba:

—Es la última vez que os llamo. Si no bajáis ahora mismo, os vais andando hasta el campo del Betis. El último que tire de la puerta.   

Ante una perspectiva como esa, poco atractiva en un día de verano, salimos a la calle, tiramos de la puerta y nos montamos en el coche. La familia, seguida de una camioneta que llevaba los muebles, partía hacia nuevos horizontes.

La casa nueva resultó mucho más bonita que la anterior, y más grande. Tenía también terraza y varios pisos, y estaba rodeada por un jardín donde crecían buganvillas, damas de noche y limoneros, algunos de los cuales parecían centenarios. Y, sobre todo, la casa nueva era luminosa, alegre, diáfana, de habitaciones donde el sol, tamizado por las ramas de las plantas, entraba con tonalidades verdes, brillantes y festivas.

Pero nunca nada es totalmente perfecto. Como nos sobraba casa, y eso a pesar de que la familia no paraba de crecer, se vino a vivir con nosotros uno de los hermanos de mi padre, nuestro tío Rafael, que era un hombre soltero, callado y gran amante de la gimnasia. A partir de entonces, nuestra rutina mañanera cambió bastante. Cuando el sol apenas había empezado su recorrido diario por los cielos, cuando acababa de amanecer, (para entendernos y dejarnos de pedanterías), nuestro tío Rafael nos despertaba de forma suave pero efectiva. No lo hacía mandando a las habitaciones músicos que tocasen en el arpa melancólicos aires sefardíes, ni tampoco ordenando la presencia en ellas de bailarinas que girasen en torno a las camas y nos cubriesen de flores y besos, no: lo hacía poniendo su manaza en nuestro hombro e imprimiéndole un movimiento de intensidad creciente que lograba despertarnos con la impresión de ser llamados  urgentemente para apagar un fuego o relevar a algún centinela de un cuartel en zona de guerra.

Uno a uno, en pijama o camisón según el sexo pero todos legañosos, aturdidos por la violencia del despertar y con las greñas en perfecto desorden, íbamos apareciendo en la terraza y disponiéndonos alrededor de nuestro tío. El aire fresco de la mañana, enriquecido generosamente por la dama de noche, nos daba su particular buenos días. Acto seguido, cuando conseguía reunir a todos los futuros campeones olímpicos que éramos entonces, cuando hasta Agustín, siempre indolente y malhumorado ante la perspectiva de hacer ejercicio físico, había ocupado su lugar, nuestro atlético tío Rafael comenzaba su tabla de ejercicios. Según he podido descubrir años después, los tomaba de la obra de cultura deportiva Mi sistema para los niños, escrita por J. P. Müller, ex-teniente de ingenieros del ejército danés. Publicado en España a comienzos del siglo XX, es un volumen en octavo mayor ilustrado con numerosas fotografías en las que se pueden comprobar los suplicios con los que este militar retirado conseguía tener sometidos a sus hijos. Estos recibían los curiosos nombres de Ib, Per y Bror, que parecen inspirados en alguna leyenda medieval inundada de sangre y protagonizada por aquellos guerreros sanguíneos y bestiales que bebían calvados en los cráneos de los vencidos. Con el ánimo aparente de conseguir que llegaran a ganarse la vida trabajando de contorsionistas en un circo, se ve a Müller, por ejemplo, sentado en una silla con un bebe en brazos al que dobla la cintura en sentido inverso hasta conseguir que toque la nuca con los talones. La expresión de la cara del niño, que parece darse cuenta del abuso de poder a que es sometido, denota unas terribles ganas de llorar, algo que con toda seguridad empezó a hacer poco después de ser tomada la fotografía. Unas pocas líneas copiadas del prólogo del autor me pueden ayudar a explicarles de qué va el libro exactamente:

 

“Durante los siete últimos años, personas de todo el continente no han cesado de comentar o relatar la muerte trágica de mis desgraciados hijos. Y aun ahora recibo patéticas cartas de pésame, porque se supone que Ib ha muerto por exceso de trabajo, y Per de pulmonía”.

 

Los moralistas de la literatura, aficionados a redactar índices de obras prohibidas, debían haber incluido la del señor Müller en alguno de ellos, haber impedido que fuera impresa o, en su defecto, haber secuestrado todos los ejemplares antes de que propagasen por todas partes su peligroso contenido. De esa forma, a nuestro tío Rafael, que era soltero y sin hijos, no le hubiera dado por someternos diariamente a aquel suplicio, más propio de un campo de prisioneros de guerra o de una familia de saltimbanquis que, por supuesto, de nosotros, que preferíamos quedarnos en la cama hasta las nueve, recrearnos en el desayuno y pasarnos la mañana subidos en un árbol, oyendo el canto de los pájaros o tumbados en la hierba con una novelita de Emilio Salgari o de Julio Verne entre las manos.                                  
Nuestros padres, que nos querían mucho, permitían aquella violación de nuestros derechos de bellos durmientes pensando que era por nuestro bien. Mens sana in corpore sano decían, pero ellos permanecían cómodamente sentados mientras nosotros gastábamos nuestras energías con el único fin de parecer molinos de viento o enfermos de Parkinson que no pueden controlar el temblor de una pierna.     

Entre ejercicio y ejercicio, nuestro tío, amante sobre todo de la salud pulmonar, decía:

—¡Iiiiinspiración! —y levantaba los brazos con la aparente intención de colgarse de una barra invisible, estirando todo el cuerpo y sosteniéndose sólo con las puntas de los pies— ¡eeeeespiración! —y bajaba los brazos, doblaba las rodillas y la cintura hasta ponerse en cuclillas con los brazos estirados y los puños en contacto con el suelo.

Nosotros, humildes aprendices de Joaquín Blume y Nadia Comaneci, intentábamos imitarlo con desigual fortuna. Unos nos caíamos de espaldas en el primer tiempo, el de la iiiiinspiración, y otros de bruces en el segundo, el de la eeeeespiración, pero la mayoría, todo hay que decirlo, realizaba los ejercicios con bastante perfección, la suficiente para no comprobar la aspereza del suelo más de dos o tres veces por día.

            La sesión gimnástica duraba una media hora y finalizaba con uno de estos ejercicios de respiración. Al acabarlo, ya más despiertos aunque aún no del todo, abandonábamos la terraza arrastrando las babuchas, doliéndonos todo el cuerpo y renegando entre dientes del señor que inventó el deporte. Por supuesto, ninguno de nosotros ha llegado a campeón olímpico, ni siquiera a subcampeón del barrio.

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