sábado, 31 de agosto de 2013

Las memorias íntimas de Andresito, un niño sabihondo (IX).


Capítulo 11


Uno de mis amigos preferidos era Luis Ricardo Martínez. Lo conocí cuando yo era ya mayor e iba al colegio. Hoy día no lo veo casi nunca porque vive en Guadalajara, ciudad que frecuento muy poco; no sé si he estado allí una vez, o quizá ninguna, no me acuerdo. Creo que se ha hecho mormón o algo así, decisión que respeto muchísimo.

En el colegio era más conocido como el "Doctor Bacterio". Tenía en su haber la invención de más de veinte complicados artefactos que poseían la gran virtud de no servir absolutamente para nada. Era celebre entre profesores y alumnos, algunos de los cuales —la mayoría— lo consideraban el tonto más grande que habían conocido en su vida. Yo lo defendía porque siempre me he sentido inclinado a ponerme de parte del perseguido y porque veía en él un valor muy positivo y escaso: la creatividad. También era descubridor: había descubierto la "pintura a la mosca", una técnica que, según él, consistía en dejar completa libertad al insecto a la hora de realizar la obra. Eran pinturas de trazado caprichoso e imprevisible que, en su conjunto, resultaban sugerentes y hasta inquietantes. Siempre quise que me descubriera su secreto, cómo podía hacer que las moscas pintaran. Un buen día, después de llevar meses insistiéndole y abrumándole con elogios hacia sus cuadros, me llevó a su casa. Iba a descubrirme su secreto, su fórmula mágica. Luis Ricardo siempre me consideró uno de sus mejores amigos, algo que le agradeceré toda la vida.

Su casa había sido construida en un solar mucho más largo que ancho y acababa en una curiosa sucesión de patios escalonados en sentido ascendente si se consideraban desde el nivel de la calle. A estos patios daban muchas puertas. Abrió una de ellas y entramos en una habitación de techo bajo atiborrada de los más extraños e inútiles objetos del mundo. Había más de cinco aguamaniles que hoy harían las delicias de anticuarios y decoradores posmodernos; con ellos había hecho una especie de escultura turriforme que titulaba Agua que no has de beber... En una esquina tenía su laboratorio de química: una mesa llena de frascos, pibetas, probetas y tubos de ensayo llenos de líquidos y polvos de los colores más variados; años más tarde, en un viaje a Marruecos, me vinieron instantáneamente a la memoria al contemplar los productos de una tienda de especias. En otra de las esquinas se veía un zorro disecado, cadáver destripado que él esperaba poder volver a la vida con algún elixir druídico.  

Mientras me reponía de la sorpresa que me había causado la contemplación de tanto cachivache revuelto, él se preparaba para pintar uno de sus "cuadros a la mosca". Como pude ver, su técnica era muy sencilla. Dispuso en el suelo un papel blanco, grueso y poroso, frascos de tinta de varios colores y, por último, a los artistas: una veintena de moscas metidas en un botecito de cuello estrecho y tapón horadado con una aguja. Los agujeros del tapón son para que no se mueran, me explicó muy serio. Yo, impresionado, guardaba un silencio absoluto. Acto seguido destapó un frasco de tinta azul y, con una habilidad envidiable para cualquier niño moscófobo, sacó uno de los insectos sin dejar que se escapara ninguno de sus congéneres. Luego sumergió al alado Picasso en la tinta y lo soltó en el centro del papel. El animalito empezó a avanzar con mucho trabajo y estuvo dando vueltas pesadamente por el papel hasta que murió de puro cansancio. Luego cogió otra mosca, la mojó en tinta amarilla y la soltó en el mismo lugar que la primera. La trayectoria de esta última fue distinta, como también lo fueron las de las siguientes, resultando al final un cuadro que nada tenía que envidiar a los del Metropolitan de Nueva York. Le puso título: Cabras pastando en un sembrado de coliflores el día del nacimiento de Locomotoro.

Desde ese día profesé por Luis Ricardo una admiración sin límites. Me parecía un genio, una persona de las que nacen cada cien años gracias a una especial conjunción de dotación genética y estímulos externos; no entendía como los demás podían considerarlo un imbécil. 

Empecé a frecuentar su casa. Jugábamos al frontón —a mano y con una pelota “Gorila”—, oíamos música, leíamos tebeos y realizábamos experimentos alucinantes. Las tardes se nos iban sin darnos cuenta, encerrados los dos en su refugio merliniano. Su madre era muy agradable, una mujer morena de muy buen ver y pronta sonrisa. Su afición preferida era el cultivo de flores: rosas de distintos colores, claveles blancos y rojos, margaritas, lilas, tulipanes y alhelíes. Una tarde la encontramos muy preocupada: sus flores sufrían el ataque de una plaga que no había producto capaz de detener. Los que había disponibles en el mercado resultaban inútiles: aquellos insectos —unos bichitos amarillos, pequeñísimos y de muchas patas— parecían resistentes a todo lo inventado hasta entonces. A las flores se las veía cabizbajas, débiles, sin vida. Aunque no le gustaban las plantas —se encontraban siempre en la trayectoria de su balón—, ver a su madre tan preocupada produjo en mi amigo una noble reacción que lo llevó a recluirse en su laboratorio y no parar hasta dar con el insecticida apropiado.

A la mañana siguiente apareció en el colegio con una sonrisa triunfal: había descubierto la fórmula. Cuando salgamos, me dijo en el recreo, vamos a ir a probarla. Las horas pasaron lentas, pesadas, como retardadas por un lastre invisible.

Nada más llegar a su casa, pusimos mano a la obra. Vertimos el insecticida, un líquido pastoso de color verde esmeralda, en el depósito de un nebulizador y rociamos generosamente todas las plantas. Luego nos sentamos a esperar. La madre pasó por allí un par de veces y, extrañada por nuestra inmovilidad y nuestro silencio, nos preguntó ¿Qué hacéis?, pero le respondimos con evasivas para no estropearle la sorpresa.          

Luis Ricardo era siempre muy comunicativo, por eso me extrañó mucho que al día siguiente no me dirigiera la palabra al entrar en el colegio. Llegó el recreo y pude hablarle con tranquilidad. Estaba muy serio, se veía que había llorado. ¿Qué te pasa? ¿No salió bien el experimento?

No pude ir a su casa hasta que pasaron varios meses: todos los insectos habían muerto, sí señor, pero las plantas también. El insecticida era tan efectivo que hubiera matado hasta a un cactus.





Capítulo 12


El día que le había visto la cabeza cuadrada a don Matías, mi maestro en el colegio, llegué a mi casa muy preocupado. Me fui en busca de mi madre, que estaba en la cocina —mi madre siempre estaba cosiendo o en la cocina—, me senté en la mesa donde comíamos, y le dije:

—Mamá: don Matías tiene la cabeza cuadrada.

—¿Qué estás diciendo hijo? Nadie tiene la cabeza cuadrada.

—No le haga usted caso, señora, que este niño tiene muchos pájaros en la cabeza —intervino Isabel, que estaba allí con mi madre.

—Pues yo se la he visto hoy cuadrada, como un dado, pero en grande y con orejas.

Mi madre dejó de ayudar a Isabel, se limpió las manos con un trapo y se sentó a mi lado en la mesa. Luego me pasó la mano por la cabeza, como si me peinara hacia atrás —me encantaba que lo hiciera—, y me dio un beso en la mejilla.

—¡Pero qué imaginación tienes, Andrés, hijo mío!

—No, no mamá; de imaginación nada: yo le he visto hoy la cabeza cuadrada a don Matías. Se la he visto un momento, sólo un momento, pero se la he visto. Estaba hablando de ortografía, tan normal, y de pronto lo miré y seguía hablando de ortografía, pero ahora con la cabeza cuadrada. Cerré los ojos un momento y cuando volví a mirarlo ya no la tenía cuadrada: la tenía apepinada, como siempre, tú sabes.

—¡A ver si es que no ves bien...! —dijo mientras me miraba fijamente a los ojos—. Mañana vamos a ir a ver a don Manuel, el oculista, a que te vea la vista, no vayas a ser que tú también seas miope.

En mi casa todo el mundo era miope, hasta el canario. 

A la mañana siguiente, mientras don Matías aburría a mis compañeros con sus clases de ortografía, mi madre y yo estábamos sentados en la sala de espera de la consulta de don Manuel. No tuvimos que esperar mucho: habíamos ido a su consulta privada, no a la que tiene en la inseguridad social; mi madre creía que lo mío era urgente y no podíamos estar esperando hasta el año 2.004.

—¿Andrés Sánchez? —preguntó una enfermera a todo el mundo y a nadie desde el centro de la sala.

—Somos nosotros —dijo mi madre levantándose.

Aquella consulta no era muy nueva que digamos. Don Manuel la había inaugurado en 1.954 y había renovado muy poco el mobiliario. Las paredes estaban llenas de carteles con filas de letras de distintos tamaños y ojos enormes, llenos de venitas, que te miraban fijamente. Yo intentaba mantener la vista baja porque me cohibían mucho: parecían los ojos de Dios, que lo ven todo. Además de la mesa del doctor y de dos o tres sillas, se veían también varios artefactos extrañísimos, hechos de hierros más o menos retorcidos, que parecían instrumentos de tortura. Yo cada vez me sentía menos animado. Menos mal que el doctor parecía simpático. Sonreía mucho.

—A ver, siéntense. ¿Qué te pasa a ti hijo?

Yo estaba seguro de que aquel hombre no era mi padre, pero, bueno, ya conocen esa costumbre que tienen algunos mayores que se creen muy mayores. Pasé por alto ese detalle y le conté lo de la cabeza de don Matías.

—¿Y no has notado nada más?

A mí aquello ya me parecía suficiente y le dije que no.

—Ahora que caigo —dijo mi madre—, se pone muy cerca para ver la televisión.

—A ver, Andrés, siéntate aquí —dijo el doctor mientras me señalaba un asiento metálico colocado, precisamente, junto a una de aquellas máquinas infernales.

Hice de tripas corazón, fui y me senté. Él, con todo lo grande que era, se sentó al otro lado de aquel artefacto. Yo me sentía muy pequeñito.

—Ahora te voy a poner en los ojos unas gotitas. Escuecen un poco.

Luego de ponerme las gotas, que escocían mucho más de lo que él decía, me sometí a una larga serie de vejaciones oculares que no tengo ganas de recordar y acabé de nuevo sentado junto a mi madre.

—Señora, su hijo es astigmático. Por eso le veía la cabeza cuadrada al maestro.

¡Astigmático! ¡Uf, qué palabra más fea! A mi me gustaba más miope, es más corta y suena mejor. Pero no, era astigmático y no se podía hacer nada.

—¿Y eso es grave? —pregunté muy asustado.

—No, no te vas a morir, tranquilo, pero tendrás que usar gafas para leer y ver la televisión. Es muy corriente que el astigmático se convierta después en miope, así que hazte a la idea de llevar gafas, que tienes para largo.

Lo de miope ya me gustaba más y salí contento de la consulta. Desde entonces, y a pesar de haberme encontrado a mucha gente tan pesada como don Matías, no le he vuelto a ver a nadie la cabeza cuadrada.  

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