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Se
trata de una nueva novela del escritor ubetense. Confieso desde ahora mi
admiración por la obra de Antonio Muñoz Molina. Lo he leído desde muy joven y
ha sido una de las pocas personas que ha podido sentirse contrariado ante mi
interés por hablar con él. La otra fue Hilario Camacho. Les cuento.
Fue
más o menos a finales de los ochenta. No recuerdo si iba hacia Madrid o venía
de allí, pero sí recuerdo que viajaba en tren. El Ave todavía no existía. Creo
que era un Talgo. Yo había leído ya Beatus
Ille, El invierno en Lisboa y El jinete polaco. Las tres novelas me
habían gustado, sobre todo la última. En aquella época Muñoz Molina se
prodigaba bastante en los periódicos, sobre todo en El País, creo, y su imagen ya era conocida. Llevaba el pelo más o
menos como ahora pero no tenía gafas y lucía un frondoso bigote. Había visto su
foto infinidad de veces. Y viajábamos en el mismo vagón. Era emocionante.
No soy un cazador de
autógrafos ni nada por el estilo pero los buenos artistas me pierden. Yo iba leyendo
—bueno, miento, no leía, solo estaba pendiente de él, tenía el libro abierto y
poco más— y él también. No recuerdo qué leía pero sí el aspecto de su libro,
una publicación en papel biblia, muy fino, con los filos de las hojas dorados y
un marca páginas de tela. El recuerdo ya es lejano, han pasado unos treinta
años, pero creo que intenté hablar con él en la zona situada entre dos vagones.
Era un hombre alto, más de lo que imaginaba. Había salido a fumar, creo, y yo
también. Entonces, sacando fuerzas no sé de dónde porque soy muy tímido, le
pregunté, así, sin mediar presentación ni introducción alguna, si era Antonio
Muñoz Molina. Sé que era él, estoy convencido, pero él vería en mis ojos y en
mi forma de comportarme algo que le encendió la señal de alarma y me dijo que
no. Me dijo que no y se quedó tan pancho.
A pesar de aquella negación
suya, muy comprensible —no quería que un admirador inoportuno y pesado le diera el
viaje—, seguí leyendo sus novelas. Recuerdo Ardor
guerrero, Beltenebros y Sefarad. Ninguna como El jinete polaco.
Tus
pasos por la escalera está escrita en primera persona. Es el punto
de vista del narrador-protagonista, el mismo que ocupa el lector: este lo sabe
todo a través de la mirada de aquel. La acción transcurre en Nueva York y
Lisboa. El protagonista lleva unos años en Nueva York y decide mudarse a la
capital portuguesa más o menos tras la victoria de Trump. El lector vive con él
el desembarco en una ciudad tan distinta, sus problemas con el idioma, con los
funcionarios municipales, con carpinteros, electricistas y reparadores en
general. Vive la admiración por la luz de Lisboa, por las vistas de una ciudad
de colinas sembradas de casas blancas asomadas a una ancha lámina de agua azul.
La acción dura hasta el mismo año 2019. Lo prueba una referencia a la investigación
sobre la forma en la que murió el periodista Khashoggi (pág. 286). La novela es
principal, y casi únicamente, una historia de amor, un amor que lo llena todo
de forma casi obsesiva. Pero también es otra muchas cosas, como un intento de
concienciar sobre la necesidad de respetar la libertad individual y de hacer reflexionar
sobre los avisos del cambio climático. El protagonista, de nombre Bruno, acaba
de llegar a Lisboa, donde va a preparar una nueva residencia para él y su
pareja. Los dos están ya cansados de la vida en Nueva York. Bruno procede a la
mudanza y la preparación de la casa mientras espera la llegada de Cecilia. Solo
tiene la compañía de Luria, un perro muy inteligente, pero esta le basta.
Durante el tiempo de espera, muy indefinido —quizá semanas, quizá meses, quizá
un año—, Bruno rememora los años vividos en Manhattan junto a Cecilia, la
incomodidad de aquella ciudad, tan estimulante por otra parte, pero solo
habitable durante unas pocas semanas de otoño debido a lo riguroso de su clima.
Resultan impresionantes, para los que tuvimos la suerte de no estar allí aquel
11 de septiembre, los pasajes dedicados a la forma en la que se vivió en la
zona baja de Manhattan durante las semanas posteriores al ataque a las Torres
Gemelas, y curiosos los continuos paralelismos que Bruno establece entre Nueva
York y Lisboa, las dos ciudades con monumentales puentes elevados cientos de
metros sobre caudalosos ríos en su desembocadura en el mar, el mismo océano,
por cierto. Da la impresión, solo la impresión porque ya sabemos que un
literato puede ser ante todo un gran mentiroso —O poeta é um fingidor—, que Muñoz Molina habla por boca de Bruno en
muchos pasajes y realmente está cansado de la vida en aquella ciudad
norteamericana, algo perfectamente comprensible para cualquiera que haya estado
allí y haya comprobado cómo lo tratan a uno en el JFK o cómo es el invierno, o
el pleno verano, en aquella ciudad de mercaderes, hormigón y acero.
Cecilia trabaja investigando
en el laboratorio las conexiones neuronales de animales y personas. Es una
persona apasionada por entender todos los mecanismos cerebrales. Esa pasión se
la ha contagiado a Bruno, que nos transmite sus conocimientos sobre las
percepciones de los sentidos. Destaca, como ejemplar en cuanto a redacción, el
capítulo 25 (págs. 138-141), en el que se nos ilustra sobre la consideración
del paso y la medición del tiempo en distintas culturas y civilizaciones.
Y mientras les cuento esto, Bruno,
sentado junto a Luria, mira por la ventana y espera, los dos con la fidelidad
obsesiva de los canes. No se lo pierdan.
Antonio Muñoz Molina, Tus pasos en la escalera, Barcelona,
Seix Barral, 2019.
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