Paisaje leonés
(Conserjería de Agricultura y Ganadería de Castilla y León)
Azorín, Ejercicios
de castellano, Madrid, Biblioteca Nueva, 1960.
Delicioso
librito escrito por José Martínez Ruiz cuando había cumplido ya los ochenta y seis
años. Consta de cincuenta artículos cortos sobre temas literarios, muy queridos
desde su juventud por el escritor monovero. Según el propio autor fue redactado
en apenas sesenta días, entre diciembre de 1959 y enero de 1960. Se lee con
mucho gusto por la vitalidad intelectual que posee Azorín a pesar de la edad (o
gracias a ella). En su Examen de ingenios
(Seix Barral, 2017), José Manuel Caballero Bonald lo describe por aquel
entonces como un anciano que caminaba «casi despojado de volumen, con esa
furtiva actitud del que teme ser interceptado en el camino que conduce a la
inmortalidad. Daba la impresión de que iba perdiendo peso a medida que se acercaba,
deslizándose sin moverse, todo afilado y enjuto, con el perfil de un maniquí al
que han pulido hasta la trasparencia» (pág. 11). Leyendo las páginas de Lecciones de castellano uno no podría
imaginar que fueron escritas por alguien tan mayor, la verdad. No hay una queja
por los achaques de la edad, un ay siquiera. Se advierte, además, que Azorín
por aquella época dormía ya muy poco o lo hacía de día, pues en varios lugares
alude de pasada al hecho de estar escribiendo de madrugada.
Todos los artículos del libro fueron
concebidos por el deseo de expresar opiniones sobre la obra, o la actitud
vital, de otros autores, la mayoría españoles pero también muchos franceses. En
sus páginas aparecen retratados con más o menos detenimiento Cervantes, Lope de
Vega, Calderón, Clarín, Mariano de Cavia, Jacinto Verdaguer, Joaquín Dicenta,
Montaigne, La Fontaine, La Rochefoucauld, Marcel Proust, el padre de este
último —coautor del tratado médico L’Hygiène
du Goutteux (París, Masson, 1896)— y Albert Camus entre muchos otros. Este
último había fallecido en enero de 1960, durante la redacción del libro. Azorín
escribe también sobre sus andanzas por las librerías parisinas, que afirma
conocer bien, y acerca de los libros que recuerda hacer comprado en ellas o no
haber podido comprar porque se le adelantó nada menos que Marcel Bataillon. En
su epílogo, maravilloso, hace un sentido encomio, por autobiográfico, de las
sociedades bilingües, y defiende el poliglotismo como un enriquecimiento personal
para cada una de las lenguas y las culturas conocidas: «No hay que temer las
contaminaciones de los idiomas. Yo creo que un idioma se beneficia con el roce
de otro idioma. El castellano se ha corroborado y acendrado en mí, primero con
el valenciano, luego con el francés» (pág. 210). El libro acaba con una «Fe de
erratas» que no es tal sino un diálogo entre un linotipista y un escritor
imaginarios en el que se homenajea el trabajo de los cajistas, casi
desaparecidos ya entonces, entregados a un arduo trabajo —componer las páginas
tipo a tipo— al que se unía el no menos difícil de entender la letra del autor,
pues las máquinas de escribir no existían —no se popularizaron hasta bien
entrado el siglo XX— y muchos de ellos, como Clarín, tenían una letra
indescifrable. El último párrafo, de este autor imaginario, contiene un acertado lamento provocado por la uniformidad de los estilos literarios, consecuencia a su vez de la pérdida de los
particularismos regionales y nacionales.
El
libro, en realidad, es un ejercicio en defensa del castellano y de todas las
lenguas posibles, de los particularismos que enriquecen la realidad. A pesar
del título.
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