miércoles, 6 de marzo de 2019

Ejercicios de castellano, de Azorín




Paisaje leonés
(Conserjería de Agricultura y Ganadería de Castilla y León)


Azorín, Ejercicios de castellano, Madrid, Biblioteca Nueva, 1960.

         Delicioso librito escrito por José Martínez Ruiz cuando había cumplido ya los ochenta y seis años. Consta de cincuenta artículos cortos sobre temas literarios, muy queridos desde su juventud por el escritor monovero. Según el propio autor fue redactado en apenas sesenta días, entre diciembre de 1959 y enero de 1960. Se lee con mucho gusto por la vitalidad intelectual que posee Azorín a pesar de la edad (o gracias a ella). En su Examen de ingenios (Seix Barral, 2017), José Manuel Caballero Bonald lo describe por aquel entonces como un anciano que caminaba «casi despojado de volumen, con esa furtiva actitud del que teme ser interceptado en el camino que conduce a la inmortalidad. Daba la impresión de que iba perdiendo peso a medida que se acercaba, deslizándose sin moverse, todo afilado y enjuto, con el perfil de un maniquí al que han pulido hasta la trasparencia» (pág. 11). Leyendo las páginas de Lecciones de castellano uno no podría imaginar que fueron escritas por alguien tan mayor, la verdad. No hay una queja por los achaques de la edad, un ay siquiera. Se advierte, además, que Azorín por aquella época dormía ya muy poco o lo hacía de día, pues en varios lugares alude de pasada al hecho de estar escribiendo de madrugada.
         Todos los artículos del libro fueron concebidos por el deseo de expresar opiniones sobre la obra, o la actitud vital, de otros autores, la mayoría españoles pero también muchos franceses. En sus páginas aparecen retratados con más o menos detenimiento Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Clarín, Mariano de Cavia, Jacinto Verdaguer, Joaquín Dicenta, Montaigne, La Fontaine, La Rochefoucauld, Marcel Proust, el padre de este último —coautor del tratado médico L’Hygiène du Goutteux (París, Masson, 1896)— y Albert Camus entre muchos otros. Este último había fallecido en enero de 1960, durante la redacción del libro. Azorín escribe también sobre sus andanzas por las librerías parisinas, que afirma conocer bien, y acerca de los libros que recuerda hacer comprado en ellas o no haber podido comprar porque se le adelantó nada menos que Marcel Bataillon. En su epílogo, maravilloso, hace un sentido encomio, por autobiográfico, de las sociedades bilingües, y defiende el poliglotismo como un enriquecimiento personal para cada una de las lenguas y las culturas conocidas: «No hay que temer las contaminaciones de los idiomas. Yo creo que un idioma se beneficia con el roce de otro idioma. El castellano se ha corroborado y acendrado en mí, primero con el valenciano, luego con el francés» (pág. 210). El libro acaba con una «Fe de erratas» que no es tal sino un diálogo entre un linotipista y un escritor imaginarios en el que se homenajea el trabajo de los cajistas, casi desaparecidos ya entonces, entregados a un arduo trabajo —componer las páginas tipo a tipo— al que se unía el no menos difícil de entender la letra del autor, pues las máquinas de escribir no existían —no se popularizaron hasta bien entrado el siglo XX— y muchos de ellos, como Clarín, tenían una letra indescifrable. El último párrafo, de este autor imaginario, contiene un acertado lamento provocado por la uniformidad de los estilos literarios, consecuencia a su vez de la pérdida de los particularismos regionales y nacionales.
El libro, en realidad, es un ejercicio en defensa del castellano y de todas las lenguas posibles, de los particularismos que enriquecen la realidad. A pesar del título.

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