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Sebastián
Miñano, Lamentos políticos de un
pobrecito holgazán que estaba acostumbrado a vivir a costa ajena, Madrid,
Editorial Ciencia Nueva, 1968.
Una
casualidad me llevó a toparme con este sugerente título. Se encontraba entre
las publicaciones perniciosas, y por tanto prohibidas, incautadas en 1824 a Ramón Barreda, clérigo ecijano secularizado y de espíritu liberal. La documentación existente sobre la entrada en casa del presbítero por parte del vizconde de Banaoján, comandante del batallón de Voluntarios Realistas, y el donoso escrutinio de su biblioteca ha sido investigada por Antonia Garrido Gómez. Los interesados pueden profundizar más en este episodio de actividad policial en la obra de Garrido Gómez titulada «Represión antileberal en Écija (1824): la requisa de documentos prohibidos al presbítero Ramón Barreda», publicado en Écija en la Edad Contemporánea. Actas del V Congreso de Historia (Écija, 2000). El Vizconde iba auxiliado ese día del capitán de Policía y del vicario de Écija, deseosos quizá de devolver al redil a aquella oveja descarriada.
Lectura muy apreciada por amantes de la historia y la literatura, en la actualidad Lamentos políticos de un pobrecito holgazán se encuentra, por supuesto, agotado, y he tenido que rebuscarlo en librerías de lance. Eso hoy día no necesita ni un paseo siquiera: bastan un par de clics desde cualquier artefacto conectado a la red y al poco tiempo lo tienes en tu casa. Se pierden un rato de charla y un saludable paseo y se gana en confort y frialdad.
Lectura muy apreciada por amantes de la historia y la literatura, en la actualidad Lamentos políticos de un pobrecito holgazán se encuentra, por supuesto, agotado, y he tenido que rebuscarlo en librerías de lance. Eso hoy día no necesita ni un paseo siquiera: bastan un par de clics desde cualquier artefacto conectado a la red y al poco tiempo lo tienes en tu casa. Se pierden un rato de charla y un saludable paseo y se gana en confort y frialdad.
Sebastián
Miñano (1779-1845) fue uno esos españoles que durante las primeras y
apasionadas décadas del siglo XIX se negó a permanecer impasible ante lo que
veía. Escritor prolífico, fue eclesiástico, preceptor de infantes, afrancesado, padre de
familia, liberal y conservador al final de su vida. Vivió parte de ella en Francia, sobre todo en la zona de Bayona, ciudad que sirvió a muchos
españoles librepensadores de residencia por estar muy cerca de la frontera y en
el camino clásico a París desde España (Irún, Bayona, Burdeos, Angulema, Poitiers,
Tours y Orleans).
Los lamentos políticos de un pobrecito
holgazán fueron publicados en Madrid en 1820. Hablo en plural porque la
obra, del género epistolar, vio la luz en diez partes, las diez cartas de las
que se compone. Estas se cruzan entre dos corresponsales imaginarios, el
pobrecito holgazán, un hombre que vive en Madrid y ha visto arruinada su
economía con la llegada del régimen liberal, y don Servando Mazculla, un
abogado que vive en provincias. Ambos son enemigos de la Constitución,
implantada de nuevo tras su jura por el Rey en el mes de marzo de 1820, y de
todas las novedades que trajo el Trienio. A lo largo de las diez cartas, ya sea
por uno o por otro de los corresponsales, aparecen vilipendiados los cambios
que se experimentaron durante esos años, actitud que crea por negación un
retrato de la sociedad que se añoraba y se quería recuperar. Las corporaciones
municipales, donde a menudo el alcalde, los síndicos y el secretario estaban unidos
por lazos de parentesco e intereses materiales, dejan de ser una fuente segura
de ingresos para sus antiguos componentes, relegados por los munícipes
constitucionales a simples vecinos. La Inquisición, entre otras cosas una
importante agencia de colocación y un medio de obtención de bienes ajenos, deja
en la calle a muchos que vivían de ella, a menudo delatores y espías. Desaparece
la censura y se produce una proliferación realmente extraordinaria de
publicaciones, papeles en los cuales podían aparecer denunciados los abusos y
las debilidades de los poderosos, intocables durante todo el sexenio anterior.
La Iglesia, corporación a la que Miñano pertenecía, aparece a ojos del lector
actual como la máquina de agobiar con impuestos al pequeño propietario que era,
pues con diezmos y demás sacaliñas, incluidas las limosnas a las órdenes
mendicantes, dejaba casi sin dinero al que ciertamente había trabajado para ganarlo.
Los que generaban riqueza veían cómo esta iba a parar a manos de los que vivían
sin trabajar. Este debate, que aún se mantiene, se focalizaba entonces en los frailes, que recluidos en los conventos no
aportaban realmente nada a la sociedad (salvo sus oraciones). En el colmo de la
honradez, y si me apuran del cinismo, Miñano llega a elogiar por boca de sus
personajes al beneficiado. Este era una especie de mayorazgo eclesiástico,
perceptor de las rentas generadas por fincas, molinos u otras industrias arrendables
y, como hombre de iglesia, podía tener mujer e hijos sin obligación ni
posibilidad de reconocerlos legalmente. Vivía sin trabajar, muy bien alimentado
y haciendo su santa voluntad. Los corresponsales elogian también la figura del
teólogo, algo así como el intelectual demagogo de la época y siglos anteriores,
a menudo titular de una cátedra universitaria. Los teólogos pasaban las horas en disquisiciones
estériles, trufadas de abundantes latines y tecnicismos, con los que embaucaban
a los necios. A menudo se confundían con los médicos, que hacían estragos por
su charlatanería y su falta de preparación.
La
obra de Miñano, satírica y muy crítica, tiene el mérito de entretenernos y
abrirnos los ojos a un tiempo: por sus páginas desfilan personajes
perfectamente reconocibles entonces y ahora. Una sociedad de pícaros.
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