El autor
(arkivet.thorvaldsensmuseum.dk)
Steen Steensen Blicher, El párroco de Vejlby, Madrid, Editorial Ardicia, 2018. Traducción
de Blanca Ortiz Ostalé
Escrita en 1829 y en Dinamarca, El párroco de Vejlby nos
puede parecer de entrada una antigualla aburrida y lejana, quizá fría y cerebral. Pero nada más
lejos de la realidad. La modernidad de esta novela corta, inspirada en los mismos
hechos reales que llevaron a Mark Twain a escribir Tom Sawyer, detective, resulta cautivadora. Durante la lectura, se acaba
en una tarde —apenas tiene ochenta páginas—, uno cree estar ante un texto de un
narrador actual por la economía expresiva, las elipsis y el uso de distintos
narradores y puntos de vista, elementos que podemos pensar exclusivos de la
novela escrita a partir de las primeras décadas del siglo XX. Quizá el problema
que tengamos, ese es mi caso al menos, sea más bien la falta de traducciones al
español de obras escritas en lenguas no dominantes, pues todos aquellos avances
técnicos de novelistas europeos y norteamericanos no surgieron de la nada. Hubo
precedentes inspiradores. La obra de Blicher no fue traducida al inglés hasta
1928, pero había visto la luz en alemán muy poco después del original danés.
Para la traducción española han hecho falta dos siglos.
El
párraco de Vejlby cuenta las tribulaciones padecidas por las
personas afectadas directamente por un hecho homicida. Uno de los
protagonistas, y narradores, es el juez Erik Sørensen. Poseedor de una clara
rectitud moral, el personaje parece inspirado en modelos éticos puritanos. Sus
conocimientos sobre asuntos legales sirven para recrear escenas judiciales cuyo
gusto pensamos descubierto por el cine norteamericano, productor de un verdadero
subgénero judicial. Esas películas, exceptuadas las genialidades, a menudo
pecan de estáticas y llenas de tecnicismos, aburridas, demasiado limitadas a espacios
cerrados donde se suceden largos parlamentos forenses. Más de cien años antes,
Steen Steensen Blicher (1782-1848), un pastor protestante danés, escribió un
relato con parecidos ingredientes pero ágil y subyugante. La felicidad del
juez, perfectamente despejada y brillante en las primeras páginas, se va
nublando poco a poco y acaba oprimida y medrosa bajo negros nubarrones de
tormenta, todo ello en un lento proceso sabiamente dosificado. La narración
gana en atracción tras cada página y desemboca en un final funesto, inopinado y
redondo, de iconografía puramente romántica. Estimulante sorpresa.
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