SERGE,
Victor, Medianoche en el siglo,
Madrid, Alianza, 2016; 291 páginas. [S’il
est minuit dans le siècle, 1939]; traducción de Ramón García.
Victor Lvovich Kibalchich (1890-1947), que comenzó a firmar
como Victor Serge en el periódico anarquista español Tierra y Libertad, fue un activista
revolucionario nacido en Bruselas y fallecido en México, el país donde también
murió su admirado León Trotski. De su biografía llama la atención lo temprano
que fue su compromiso con las ideas revolucionarias, pues ya con quince años pertenecía
a grupos dedicados a combatir los abusos de los poderosos. Dejó novelas,
memorias, relatos, poesía y ensayo, todo escrito en francés y guiado por su
compromiso político y social. Serge consideraba la literatura como un medio
para cambiar la sociedad, un arma de combate, en la línea de tantos intelectuales
de aquella época fría y belicosa. Para su mal, vivió la desilusión de los que creyeron en la posibilidad de mejorar la sociedad por medio de cambios
políticos radicales y acabaron chocando con muros levantados por el interés y
el desprecio por los débiles. La lectura de Medianoche
en el siglo puede resultar muy ilustrativa para entender las ilusiones que
vivieron los desposeídos, los desheredados, que creían asistir al nacimiento de
una sociedad donde todo estaría distribuido de manera igualitaria. De aquellos
intentos revolucionarios, el mayor y el más fracasado de todos fue la Rusia Estalinista,
que el autor vivió desde dentro, en primera línea, y sufrió en sus carnes. Las
páginas de esta novela contienen escalofriantes descripciones de cómo eran las
cárceles a las que se conducía a los detenidos, aquellos que se desviaban de la
doctrina oficial, del pensamiento único. Normalmente, por lógica, aquellos «desviados» eran los más inteligentes y
arriesgados, capaces de detectar los fallos del sistema y hacerlos públicos. El
autor llama «el Caos» a una de esas prisiones en Moscú.
«El Caos era una estancia rectangular que contenía seis literas y treinta prisioneros. El vaho de los alientos chorreaba por las paredes, el humo del tabaco era tan denso que uno se movía en una nube asfixiante. Hacía mucho calor. La piel transpiraba y le acometían a uno dolores de cabeza y arcadas. Siempre había alguien vomitando, y se orinaba y defecaba en una cubeta, de manera que los recién llegados, a los que correspondía hacinarse precisamente en el rincón donde esta se encontraba, vivían inmersos en el hedor y los repugnantes ruidos orgánicos. Se dormía encima y debajo de los catres; de común acuerdo, los prisioneros se arrimaban unos a otros, los que se encontraban de pie como los que estaban en cuclillas, para habilitar, a lo largo del muro, un angosto espacio llamado el bulevar. Todos podían así pasearse un poco, por turno riguroso». (Págs. 19 y 20).
El título de la novela conecta la imagen del sol de medianoche, gélido, con la Europa que le tocó vivir, donde la
verdad y las vidas humanas no tenían valor alguno, sólo el cálculo frío y
desolador, y se intentaba sobrevivir en las oscuras prisiones. El caso de la Alemania nazi es el más célebre, pero sólo era un resultado más del desprecio por la vida y las libertades individuales extendido por
todo el mundo occidental. Serge tuvo la lucidez suficiente para ver y criticar los
fallos de aquellos regímenes totalitarios antes de que manifestasen su cara más brutal.
En cuanto a cuestiones técnicas, la
voz narrativa es siempre en tercera persona y el tiempo progresa de manera
lineal. La acción se centra en la resistencia organizada por intelectuales
deportados a distintos lugares de la URSS, en cómo intentaban esquivar las
delaciones y comunicarse entre ellos. Aparecen como auténticos héroes. Tuvieron
que serlo.
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