OATES, Joyce Carol, Un jardín de placeres terrenales,
Barcelona, Debolsillo, 2015; 607 págs. [A
Garden of Earthly Delights, 1966; traducción de Cora Tiedra].
Novela especialmente destinada a ser
disfrutada por las personas amantes de los procesos, inasibles y únicos, que
llevan a la escritura de una novela. Cuando uno se encuentra con autores como
este, creadores de un mundo propio e incapaces de estar un día de su vida sin
escribir, detecta en su obra ese algo especial que los distingue y los hace
pertenecer a un grupo muy exclusivo, donde solo se encuentran unos cuantos
privilegiados por su sensibilidad, su talento y su trabajo. Una autora, como Oates
(1938), capaz de reescribir las tres cuartas partes de una novela casi cuarenta
años después de haberla publicado por primera vez —es el caso de Un jardín de placeres terrenales—,
merece, cuando menos, todos nuestro respeto y homenaje. Y, además, el
conocimiento de ese hecho determinante, la reescritura, nos ayuda a entender
muchas cosas de esta novela.
Cuando comencé la lectura, no sabía
que la traducción de Un jardín de
placeres terrenales que tenía entre mis manos correspondía a la segunda
versión, la reescrita a principios del siglo XXI. Por eso estaba totalmente
deslumbrado por la capacidad que un autor de apenas veinticinco años tenía de
adentrarse con tanto éxito en la configuración de personajes, perfectamente
creíbles, tan distintos unos de otros. Cómo, pensaba, una persona tan joven era
capaz de recrear con tanta fidelidad personajes masculinos y femeninos de todas
las edades y clases sociales. La explicación parcial de esa excelencia estaba
al final de la novela, en el texto denominado «Postfacio de Joyce Carol Oates»
(2002), diez páginas en las que la autora reflexiona sobre el proceso de
creación de una novela y nos da muchas de las claves de lectura de esta en
concreto. Nos habla, entre otras cuestiones de interés, de la carga
autobiográfica y, en general, de las raíces de sus obras.
«No quisiera que ningún niño de los que he conocido tuviese que vivir esas experiencias, sin embargo, soy incapaz de entender mi vida sin ellas; y creo que sería una persona menos compleja si hubiese sido educada en un entorno de clase media, o si me hubiese criado en un mundo tan sumamente civilizado como el que existe en Princeton». (Pág. 601).
En cuanto a la necesidad de
reescribir gran parte de la novela, Oates nos deja unas cuantas palabras que
todos los aprendices de novelista debíamos grabar en nuestra pobre cabecita:
«[…] sentir algo en lo más hondo no es lo mismo que poseer el poder —la habilidad, el talento y la terca paciencia— para poder traducirlo a términos formales». (Pág. 596).
Me he
permitido subrayarlo porque, aparte de ser la razón que le llevó a reescribir
la obra cuando la reconsideró ya mayor y experta, es un texto que desde ahora,
y para siempre, voy a llevar en el bolsillo escrito en un papelito y voy a
releer cada vez que me siente a escribir. Humildad, paciencia y trabajo.
Un
jardín de placeres terrenales cuanta la historia de un hombre, su hija y su
nieto, originariamente pertenecientes a la clase social denominada «escoria
blanca», tan presente en obras de otros novelistas norteamericanos como
Faulkner y Steinbeck; de hecho los
ambientes y la acción de la primera de las tres partes de la novela recuerda
claramente Las uvas de la ira. Eran
personas que, acompañadas de toda la familia, acudían de temporeros a las fincas
donde había trabajo y malvivían en ellas hasta que se acababa la recolección.
Vivían hacinados en construcciones proporcionadas por la propiedad que no
cumplían lo más mínimos requisitos de salubridad, en un antecedente claro de la
explotación que hoy día sufren los temporeros en muchos países o vivían los
jornaleros andaluces en los años de la Posguerra. Ese tipo de vida era el medio
ideal para que se diesen problemas como el alcoholismo, la violencia contra la
mujer, los abusos sexuales dentro incluso de la propia familia y, en general,
esa serie de desgracias que ocurren en todos lados, ciertamente, pero que allí
y entonces eran tolerados y habituales.
La protagonista verdadera, Clara Walpole, es una mujer
ambiciosa y muy inteligente, que no duda en hacer todo lo que estime necesario
para abandonar esa vida de abusos y miseria en la que ha pasado su infancia.
Sin embargo, en su interior existe una especie de factor de autodestrucción que
condicionará su futuro.
De las tres partes de la novela, la intermedia, titulada
«Clara»,
posee un ritmo realmente extraordinario, está admirablemente bien
escrita. En las últimas páginas Clara tiene que elegir entre dos hombres y el
lector asiste al proceso con la respiración contenida, bebiéndose las páginas
sin recordar que existe otra vida fuera de la novela. El placer de leer unido a
una aguda conciencia social. Muy recomendable.
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