viernes, 2 de junio de 2017

«Años de penitencia», de Carlos Barral





BARRAL, Carlos, Años de penitencia, Barcelona, RBA, 1993; 365 págs.

            Carlos Barral (1928-1989), poeta, editor, político, marinero, personaje célebre entre los lectores de cierta edad, fue el responsable de la conversión de una pequeña editorial familiar, Seix-Barral, en una de las editoriales más influyentes en los gustos de los lectores en castellano de los setenta y los ochenta (yo al menos la recuerdo así), cuando muchos de los autores más interesantes y rompedores (Juan Goytisolo, Luis Martín Santos) veían publicadas sus obras en esa editorial. Pero esas son cuestiones de las que el autor se ocupa en los otros dos volúmenes de sus memorias, Los años sin excusa y Cuando las horas veloces. Años de penitencia es sólo el primero de ellos.
            Comprende el periodo de tiempo transcurrido entre sus primeros recuerdos, datados en 1935, y el año en el que termina las milicias universitarias, 1951. A través de sus páginas, escritas en una prosa castellana, su lengua materna, muy rítmica y de léxico muy variado, asistimos a la fascinación del niño por los mayores de su familia, al descubrimiento del mundo marítimo, muy asociado a su padre, fallecido cuando el niño tiene aún ocho años. Los dos primeros capítulos, escritos con posterioridad, son quizá los más ricos literariamente. En ellos juega con los puntos de vista narrativos, como si se tratara de una novela. Los demás son de configuración más clásica en la forma y más lineales en el tiempo.
He pasado unos días muy amenos con esta lectura. El libro está lleno de hallazgos. Barral, consciente de la gran importancia que sus temporadas vacacionales en Calafell tienen para el desarrollo de su personalidad, realiza un análisis y una exposición valiosísima de los problemas que puede encontrarse un escritor que intenta evocar recuerdos y experiencias de su vida “vividos” en otra lengua, pues los pescadores, veleros, calafates, carpinteros de ribera y demás hombres de mar con los que convivía en su infancia y pre-adolescencia, y por los que sentía profunda admiración, eran catalanoparlantes. El capítulo se titula «Calafell y la cuestión del lenguaje». En él leemos la siguiente reflexión:

«Quiero referirme [ahora] a algo más ambiguo, menos fronterizo con la ciencia, pero a algo que importa fundamentalmente a todo aquel que se piensa como escritor: al proceso de formulación y de acumulación verbal del conocimiento que progresivamente se adquiere del mundo, de las cosas y, sobre todo, de sí mismo. Un proceso que se produce, en gran parte, a través del filtro de un mundo habitual que el sujeto estima como íntimo, privado. Los objetos y los aconteceres de ese mundo operan como modélicos, como referencias, y acaparan, congelan, en una especie de ejemplaridad necesaria, las adherencias oscuras del lenguaje, sus posibilidades poéticas, una parte de su fuerza creativa”. (Pág. 135).

              Estas palabras, como no podía ser de otra manera, han llamado la atención de filósofos y estudiosos de la literatura desde que el libro fuera publicado por primera vez, allá por 1988. (Entre otros lugares, he encontrado referencias a ellas en la tesis doctoral de Anna Casas Aguilar: Fathers to a Fatherless Nation: From Abjection to Legacy in Spanish and Catalan Autobiographies after Franco, Universidad de Toronto, 2013).
           
            Las páginas dedicadas a Calafell y a la degradación, la perversión de su esencia, que ya entonces Barral veía venir de manos del turismo, son únicas, algunas realmente emocionantes. Bien considerado, las pocas personas, poquísimas en el mundo «desarrollado», que tienen la suerte en su edad adulta de poder revisitar sus lugares de infancia intactos son unos auténticos privilegiados; por regla general el paso del tiempo los ha transformando irreparablemente, transformación que ha arramblado con la mayoría de recuerdos y sensaciones, con la posibilidad de evocarlos. Tal es el caso de la inmensa mayoría de las localidades de la costa española mediterránea. Qué les voy a contar.
A lo largo de la autobiografía, Barral va pasando revista en orden cronológico a los hechos más importantes de su vida. Nos relata el descubrimiento de su sexualidad, la frustración de los primeros contactos carnales, el poder omnímodo de los sacerdotes en los centros docentes de la época, su relación con los compañeros de colegio, de facultad. Nos habla de sus lecturas, en varios idiomas, del nivel, pésimo, de la enseñanza, tan dirigida desde arriba. La mujer, como no podía ser de otra forma en aquella España, aparece casi exclusivamente en forma de objeto sexual. Siguiendo el esquema esperable, el más tópico, un poco desilusionante, del españolito acomodado de la época —ciertamente pensar que los poetas están hechos de otra pasta es un error—, Barral nos habla sin complejos de ningún tipo de su afición al trago y al amor mercenario. Durante la época del servicio militar, realizado en los veranos de finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, estuvo destinado en Gerona y en Ronda. De la ciudad andaluza, en la que, cómo no, intentó encontrar las huellas de Rilke, el mejor recuerdo que se llevó fue el de Amparo, la chavala con la que dormía la siesta después de pasar el filtro de sus tías, con las que se veía obligado a estar de tertulia en el patio de la casa durante un rato antes de subir a la habitación. Anécdotas como esta, tan reales, tan de familia necesitada en la posguerra, son las que dan carnalidad y verismo al libro: todo era bienvenido siempre que se hiciese con apariencia respetable.
Otra de las interesantes reflexiones contenidas en Años de penitencia aparece en relación a la muerte de su amigo Jorge Folch y Rusiñol. Este jovencito, fallecido con apenas veinte años, escribió poesía y llevó una vida próxima a un dandismo necrófilo y clasicista en la que su primera creación fue él mismo. Muerto por un accidente propio de los pocos años, cuando uno se ve capaz de todo, su desaparición significó mucho para Barral y el resto de su grupo poético:

«Con Folch terminaba definitivamente la confusión entre texto y vida cotidiana en una existencia formulada principalmente como literatura o una forma particular y conscientemente cultivada de inmadurez». (Pág. 218).


En esa «confusión entre texto y vida cotidiana formulada principalmente como literatura» está la clave para entender muchas de las calaveradas y excentricidades de los artistas más jóvenes, aquejados de lo que mi tía Teresina llamaba excés de vitalitat y yo llamaría «hiperimaginación dinámica sin miedo al futuro».
       Años de penitencia termina con el final de su época de estudios, cuando Barral advierte que su lugar va a tener que estar del lado de lo que siempre había intentado evitar, la sociedad burguesa catalana típica, obsesionada con el trabajo y la economía. Afortunadamente para la historia de nuestra cultura las cosas no fueron así. O sí lo fueron, pero de forma muy creativa.

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